Quisiera ser capaz de vivir alegre allí donde Dios me ponga. Vivir feliz con un corazón abierto a todo
Hoy Jesús me invita a una fiesta. Me invita a celebrar su alegría con Él, en su boda. Así es el reino de Dios. Un lugar de fiestas y esperanzas: El
reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su
hijo. Mandó criados para que avisaran a los convidados a la boda, pero
no quisieron ir. Volvió a mandar criados, encargándoles que les dijeran:
– Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas, y
todo está a punto. Venid a la boda.
Me gustan las fiestas. Me gusta que cuenten conmigo para celebrar la
alegría. Me gusta disfrutar la vida cuando se llena de luces. Me gusta
que me inviten a una fiesta. Me gusta reír y alegrarme.
A veces temo ver en la alegría sólo frivolidad. No es lo mismo. Hoy
Jesús no me habla de una fiesta frívola. Sino de una alegría honda,
profunda, verdadera. Su fiesta es la fiesta eterna en la que no hay
ocaso. Su reino no pasa nunca.
Me gusta esa alegría que dura y no se apaga. Nadie podrá con ella.
Por eso quiero aprender a reír en circunstancias difíciles. La alegría
compartida se multiplica. Y los momentos difíciles llevados con alegría
cambian el mundo.
Se ensancha el corazón cuando río. Y me quedan las arrugas en el
rostro. Porque me he reído. Me río con suavidad. O a carcajadas. Me río
de mí mismo. De la vida. De los fracasos.
Me gusta estar con aquellos que también ríen. Me cuestan las personas
tristes, amargadas, pusilánimes. No quiero ser así. Quiero hacer reír a
otros. Quiero reírme por dentro, no sólo con una mueca.
Una sentencia dice: Enamórate de aquel que te haga reír. Conozco
muchas personas dadas al drama y a la melancolía. No me hacen reír.
Pero sé que no es su culpa. No pueden hacerlo de otra forma. Quisiera
cambiar su amargura en risas. A su lado mi sonrisa se congela. Y se
ausentan las bromas de mis labios. Y no me río, no sonrío. Y no sé cómo
hacer para convertir sus lágrimas en sonrisas. No logro inventarme nada
nuevo para cambiar sus gestos. Las bromas no valen.
¡Qué difícil alegrar a los que Dios pone en mi camino cuando no
quieren vivir con alegría! Definitivamente, me gustan las fiestas. Y la
alegría de Jesús. La boda es lo que me aguarda al final del camino. Una
fiesta plena. Es lo que Dios quiere.
Pero, ¿y si resulta que mi alegría no es la suya? Me da miedo no
saber bien lo que a Él le alegra. ¿Le alegran mis bromas y mis chistes?
¿Se ríe con mi mismo humor? ¿Le gustan mis planes? Puede que yo tenga
otras alegrías distintas a las suyas. Disfrute en otros caminos. No lo
sé.
Hoy me recuerda Jesús una forma de ser que yo a veces no tengo. Lo hace en las palabras de S. Pablo: Sé
vivir en pobreza y abundancia. Estoy entrenado para todo y en todo: la
hartura y el hambre, la abundancia y la privación. Todo lo puedo en
aquel que me conforta.
Quisiera ser capaz de vivir alegre allí donde Dios me ponga. Vivir feliz con un corazón abierto a todo.
Pase lo que pase. Alegre en el hambre y en la hartura. En la escasez y
en la abundancia. En las lágrimas y en las risas. Porque hay lágrimas
alegres. Y risas que pueden ser tristes. Y yo quiero que mi risa siempre
sea alegre. Y quiero que mis lágrimas se vistan de alegría.
Me gustaría ser así siempre. Igual de feliz en la sequedad del
desierto que en la frescura del torrente. Creo que me falta la capacidad
para disfrutar el hoy tal como viene. Ese momento presente y sagrado
que Dios me regala. Bueno o malo. No importa.
Vivir alegre en la fiesta y en la turbación. En el éxito y en el
fracaso. Ese corazón que se adapta a la vida y no vive quejándose o
exigiendo. Igual de feliz en todo. Igual de festivo. Ahora aquí. Mañana
en otro lugar.
Sin miedo a perder las seguridades que ahora me sostienen. Feliz en
la abundancia. Feliz en la escasez. Con una alegría de fiesta honda que
se expresa en mi rostro, en mi cuerpo.
Tengo derecho a la fiesta, a la alegría. Es un derecho del hombre como dice el P. Kentenich: La
naturaleza humana no puede existir a la larga sin la alegría que le
corresponde. Por tanto, es falso y erróneo cuando se dice aquí y allá
que la alegría no es más que un trago de una botella de champaña que muy
pocos mortales pueden adquirir. ¡No es verdad! Todo aquel que pueda
decir que posee naturaleza humana tiene un derecho inalienable a la alegría.
Por eso mismo, el instinto de alegría debe ser satisfecho de alguna
manera pues, de lo contrario, la naturaleza puede enfermarse, puede
sufrir una quiebra irreparable.
Tengo derecho a la alegría. Y por eso creo tan importante mi misión
de alegrar los corazones. Vivir yo alegre, en toda circunstancia, para
transmitir una forma distinta de vivir la vida. Tengo derecho a la
fiesta.
Y quiero ser capaz de alegrar a los que viven cerca de mí. La alegría se contagia y se enseña. Ser capaz de vivir la vida con alegría es un don, una gracia que le quiero pedir a Dios cada mañana. Para mí. Para todos.
Carlos Padilla
Aleteia