El regalo dice mucho de lo que siento, de lo que amo. Importa su significado más profundo
El otro día leía una publicidad importante para estos días: Regalar es dar algo sin esperar nada a cambio. Y me quedé pensando en mi forma de hacer regalos.
A veces lo veo como una carga. A veces prefiero que me digan lo que
quieren de regalo. El mínimo esperado. Para no defraudar. Para no
confundirme. Pero no quiero dar más de lo necesario. No quiero ser
tonto. Doy sólo el mínimo. Quedo bien. Cumplo. Busco algo. No me da
tiempo.
Pienso en cualquier cosa. No pienso demasiado en lo que al otro la
hará ilusión. No me pongo en su piel. No busco hacerle feliz con mi
regalo. Tal vez sólo quiero salir del paso.
¿Qué espero cuando doy algo? ¿Qué busco cuando regalo? ¿Busco
reciprocidad, o al menos algo a cambio? ¿Qué siento cuando no recibo
nada después de haberlo dado todo? ¿Acaso no dudo del amor ajeno? El
regalo dice mucho de lo que siento, de lo que amo. Cuando doy lo que me
sobra. Cuando doy sólo para salir del paso.
El regalo es un símbolo que expresa mis sentimientos verdaderos. Es un arte saber regalar.
No siempre importa la utilidad de lo que regalo. Sino su significado
más profundo. No importa tanto su precio, sino el esfuerzo que he puesto
para pensarlo. Vale más aquello a lo que doy más valor.
También veo que necesito aprender a recibir regalos. No quiero
esperar nada. No quiero sentirme defraudado por el regalo. ¡Cuántas
veces sucede así! Me olvido de la gratuidad. Los reyes magos me enseñan a
dar permaneciendo escondido. Me enseñan a no buscar aplausos por lo que
entrego. A recibir sin saber bien de dónde viene. Alegrándome de la
gratuidad. No merezco el regalo.
¿Por qué me molesta tanto cuando recibo menos de lo que esperaba?
Soñaba con algo mejor y me dan algo poco valioso. O no recibo
precisamente aquello que yo esperaba. O lo que he pedido.
Hay personas que saben aceptar con alegría todo lo que reciben. Ven
la intención, el corazón del que regala. Lo reciben todo como algo
maravilloso. Creen en la gratuidad. Me gustaría tener esa mirada tan
pura. Mirar el envoltorio y ya emocionarme. Abrir el regalo y llenarme
de dicha. Si no me creo con derecho a nada veré todo como un regalo
inmerecido.
Me falta alma de niño para despertarme la mañana de reyes lleno de
sueños y deseos. Nervioso. Imagino la carta que les escribí llena de
todos mis sueños. Y la emoción al desenvolver tantas sorpresas
inesperadas. Esa mirada feliz sobre los regalos habla mucho de mi
actitud fundamental ante la vida. Mi forma de dar, de darme. Mi actitud
al recibir. Mi forma de alegrarme. La emoción ante la sorpresa. El
asombro ante lo que desconozco.
Me gustaría mirar así la vida siempre. Una niña pequeña pidió a los
reyes magia. Quería tener poderes especiales. Mover las cosas de sitio.
Cambiar su aspecto. Al no recibir ese don se quedó confusa. Pero en
seguida se conmovió al ver otros regalos maravillosos. No había poder
escondido. Pero pronto sus ojos se llenaron de nuevo de luz y alegría.
Me gusta mirar a los niños la mañana de reyes. Conmovidos.
Emocionados. Sorprendidos. Alegres. Nerviosos. Demasiados regalos que
vienen de un lugar desconocido. Quiero yo ser así. Quiero ser más niño e
inocente para creer en lo imposible y alegrarme con las sorpresas.
A veces regalo cosas. Pero no me regalo en ellas. No me doy, doy sólo algo.
Y siento que si así lo hago con los hombres también lo hago con Dios.
Le doy sólo pequeños regalos. A veces esperando algo a cambio. Le doy
parte de mi tiempo. Parte de mis gustos. Parte de mi vida. Y luego me
reservo por miedo. Y le pido todo. Salud, suerte, éxitos. Todo a cambio
de mi entrega total. Esa entrega en la que fallo tanto.
Decía el P. Kentenich: Entrega total. ¡Algo permanente! ¿Están de
acuerdo? Quien realiza un acto de esta índole, medita muy bien lo que
dice. ¿O acaso no sabemos cómo nuestro pobre corazón mañana o pasado
mañana se inclina hacia otras cosas?.
Muchas veces le digo a Dios que sí, que estoy dispuesto a darlo todo.
Le traigo mis mejores regalos. Hago actos heroicos de compromiso. Le
ofrezco lo más íntimo de mi alma. Mi mayor tesoro. Oro. Incienso. Mirra.
Lo llevo todo bien preparado para Él. Elijo las mejores palabras. Uso
la poesía para darle profundidad a lo que hago. Me gusta el sonido de mi
entrega.
Pero luego, con el paso del tiempo, olvido mis promesas. Quedan
abandonados a la puerta de Dios todos mis regalos eternos. Mi entrega
total prometida. Prometo darlo todo. Prometo ser fiel siempre. Prometo
amar a Dios por encima de todo lo que tengo. Prometo seguir sus huellas
allí adonde vaya. Prometo cuidar a todas las personas que me confía.
Prometo no guardarme nada y vivir libre.
Prometo ser generoso en mi entrega desde lo más profundo. Prometo
tantas cosas. Temo fallar. No estar a la altura. Me da miedo no llegar a
la cuota de entrega que parece exigirme Dios. Prometo una entrega total
y permanente. Un sí para siempre, fiel y verdadero. Miro a Dios.
El otro día leí algo central: Volveos hacia la fuente y todo os
será dado. Recibiréis sol, lluvia, fuerza de vida y una abundante
cosecha sin necesidad de dar nada a cambio. Os equivocáis cuando pensáis
que las uvas crecen por la eficacia de vuestros esfuerzos. Apartad la
atención de las uvas y dirigidla hacia la vid.
Mi sí, mi entrega diaria y constante, sólo es posible si miro a
Jesús. Le entrego a Él mi confianza. Me doy por entero para que mi vida
contenga su vida. Me regalo a mí mismo con mis dones y carencias. Me doy
por entero sin guardarme. No busco cumplir con lo que me toca hacer.
Doy más de lo que me han pedido.
No es tan fácil. Pero cuando Dios me lo pide todo me da miedo. Porque
no sé si puedo darlo todo. Si me olvido de la vid, de su rostro, de su
corazón, me seco. Si me olvido del poder de su Espíritu, muero sin dar fruto. Le necesito tanto para vivir.
Carlos Padilla
Aleteia