No puedo ser pacífico, ni pacificador, si vivo en guerra dentro de mi
Quiero la paz, lo tengo claro. Y no la guerra.
Pero no siempre se consigue la paz sin renunciar a algo. ¡Cuánto me
cuesta la renuncia! Tengo claro que dos no pelean si uno no quiere.
Decían que Santa Mónica, madre de S. Agustín, aguantaba con paciencia
los ataques de ira de su marido, porque no se enfrentaba continuamente
con él. Decía: Cuando mi esposo está de mal genio, yo me esfuerzo
por estar de buen genio. Cuando él grita, yo me callo. Y como para
pelear se necesitan dos y yo no acepto entrar en pelea, no peleamos.
¿Cómo reacciono yo cuando me gritan, cuando me ofenden con palabras y
desprecios? ¿Cómo reacciono cuando no piensan como yo y me lo hacen
saber o quieren cambiarme? ¿Cómo reacciono ante los violentos, ante los
agresivos? Dos no se pelean si uno no quiere.
Pero tal vez tengo que vencer mi orgullo para poder evitar que haya
más guerras. Vencer mi vanidad, mi deseo de quedar por encima.
Miro a Jesús confundido entre los hombres: No hizo alarde de su
categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la
condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Me parece imposible ser tan humilde, tan pobre, tan pequeño.
Yo siempre deseo quedar por encima. Tiendo a querer imponer mi punto de vista a los demás. Para que no me contradigan.
Decía el P. Kentenich: El segundo grado de la humildad consiste
en que yo me alegro de ser conocido por otros así tal como soy; Y el
tercer grado consiste en alegrarse en ser tratado por otros así como yo
soy.
La humildad es la aceptación de mi verdad. Me alegra ser como soy. No
quiero imponer nada a nadie. Renuncio a quedar por encima. Me niego a
mí mismo. La renuncia es el coste que tiene la paz.
Pero tal vez no soy un constructor de paz si yo mismo no tengo paz
dentro de mi alma. No puedo ser pacífico, ni pacificador, si vivo en
guerra dentro de mi corazón. No hay paz en mí si no logro saber quién
soy y cuánto valgo. Si no he tocado el amor de Dios en mi vida y estoy
tranquilo con lo que vivo y siento. Y me quiero así. Tengo claro que
deseo esa paz que me viene de lo alto, de Dios.
Comenta Angelus Silesius en una cita del P. Kentenich: En cada uno está depositada una imagen de lo que debe llegar a ser; y mientras no lo consiga, su paz no será plena. Vivo
sin paz mientras no logre ser lo que puedo llegar a ser. Mientras no
logre encarnar con mi vida el sueño soñado por Dios para mí vida.
Yo me comparo. Entro en una lucha feroz con aquellos a los que veo
mejores. Compito. Sé que no puedo solo desprenderme del aguijón de
violencia que hay en mi interior.
Me lo recuerda el P. Kentenich: El hombre no puede sacar por sí
mismo el veneno que hay en su alma, sino que debe intervenir Dios para
limpiar toda impureza en nosotros. A menudo me rebelo contra esa realidad al sentirme tan pequeño.
Tal vez la guerra surge cuando hay corazones que no tienen paz, y
están llenos de odio. No tienen amor, sólo tienen rabia. Tal vez sea
así.
No quiero juzgar al agresivo, porque no conozco su herida, no sé de
dónde viene, no he escuchado su historia. No sé lo que ha sufrido y por
qué odia. Sólo percibo su rabia y me lleno de pena o de furia. Su vida
podría ser más feliz si no me odiara. Y la mía si yo no odiara.
En la ópera escrita por Mozart a los dieciséis años, Lucio Silla, un dictador, dice al final de la obra: Ninguna victoria es comparable al triunfo sobre el propio corazón. El protagonista, un dictador lleno de odio, recorre el camino desde la violencia interior hasta el perdón y la paz.
Desde el principio sólo quiere acabar con sus enemigos, tratando de
imponer su voluntad a todos. Al final recorre un camino más difícil, el
de la victoria sobre su propio corazón y acaba retirándose y dejando su
lugar a sus enemigos. Vence sobre su odio. Vence sobre su rabia.
A veces me parece imposible vencer sobre mi corazón. Es el camino más
largo que tengo que recorrer. Del odio al amor. De la guerra a la paz.
Pero muy dentro de mí. Nada es comparable con esa victoria. La victoria
que logro sobre mi propio corazón logra la paz en mi mundo. Mi renuncia
lo cambia todo. Cedo y el amor se hace hondo. Y dejo mi lugar al que
antes odiaba. Al que antes detestaba queriendo su muerte. Me sorprende
que sea posible ese camino tan difícil. Pero es el que más deseo.
Hoy escucho: Manteneos unánimes y concordes con un mismo amor y
un mismo sentir. No obréis por rivalidad ni por ostentación, dejaos
guiar por la humildad y considerad siempre superiores a los demás. No os
encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los
demás. Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús.
Quiero los sentimientos de Cristo. Se trata de eso. Quiero educar mi
corazón para tener los sentimientos de Jesús. Un corazón manso, humilde,
comprensivo, misericordioso. Que busca el interés de los demás antes
que el propio. ¡Qué lejos estoy de vencer sobre mi propio corazón!
Aleteia
Carlos Padilla