Nació en Pouy (Gascuña, Francia) en 1580 –aunque algunas autoridades
han dicho 1576–, y murió en París el 27 de septiembre de 1660. Nacido en
una familia campesina, estudió humanidades en Dax con los Cordeleros, y
Teología, estudios interrumpidos por una breve estancia en Zaragoza, en
Toulouse, donde se graduó. Se ordenó sacerdote en 1600 y permaneció en
Toulouse o en sus proximidades trabajando como tutor mientras continuaba
con sus propios estudios. En 1605, regresó a Marsella, donde había ido a
causa de una herencia, pero allí fue hecho prisionero por piratas
turcos, que lo llevaron a Túnez. Fue vendido como esclavo, pero escapó
en 1607 con su amo, un renegado al que convirtió. De regreso a Francia,
fue a Aviñón a ver al vicelegado papal, al que siguió a Roma para
continuar sus estudios. Fue enviado de vuelta a Francia en 1609, en una
misión secreta cerca de Enrique IV; fue nombrado capellán de la reina
Margarita de Valois, y se le ofreció la pequeña abadía de
Saint-Léonard-de-Chaume. A petición del señor de Bérulle, fundador del
Oratorio, se encargó de la parroquia de Clichy, cerca de París, pero
varios meses más tarde (1612) entró al servicio de los Gondi, una
ilustre familia francesa, para educar a los hijos de Philippe-Emmanuel
de Gondi. Llegó a ser el director espiritual de la señora de Gondi. Con
la ayuda de ésta, comenzó a fundar misiones en sus terrenos; pero, para
eludir el aprecio de que era objeto, dejó a los Gondi y, con la
aprobación del señor de Bérulle, se nombró cura de Chatillon-les-Dombes
(Bresse), donde convirtió a varios protestantes y fundó la primera
cofradía de caridad para asistencia de los pobres. Los Gondi le pidieron
que volviera y lo hizo cinco meses después, reanudando las misiones
campesinas. Varios cultos sacerdotes de París, seducidos por su ejemplo,
se unieron a él. En casi todas estas misiones se fundó una cofradía de
caridad para asistencia de los pobres; entre éstas se destacan las de
Joigny, Châlons, Mâcon y Trévoux, que duraron hasta la Revolución.
Después de los pobres, la atención de Vicente se dirigió hacia los
condenados a galeras, que estaban sometidos al señor de Gondi como
general de las galeras de Francia. Antes de ser conducidos a bordo de
las galeras o cuando la enfermedad los obligaba a desembarcar, los
condenados eran apiñados en húmedos calabozos con grilletes en los
tobillos, y su única comida era pan negro y agua; y estaban cubiertos de
llagas y sabandijas. Su estado moral era más espantoso aún que su
sufrimiento físico. Vicente deseaba aliviar ambos. Asistido por un
sacerdote, comenzó a visitar a los condenados a galeras de París, a los
que hablaba empleando palabras dulces, prestándoles cualquier servicio,
por muy repulsivo que fuera. De este modo se ganó sus corazones,
convirtió a muchos de ellos y logró que varias personas que venían a
visitarlos intercedieran por ellos. Vicente compró una casa y estableció
en ella un hospital. Poco después Luis XIII lo nombró capellán real de
las galeras, título que Vicente aprovechó para visitar las galeras de
Marsella, donde los condenados eran tan desdichados como en París; los
colmó de sus cuidados, además de planear construir un hospital para
ellos, pero esto no pudo hacerlo hasta diez años más tarde. Mientras
tanto, fundó, en la galera de Burdeos, como en las de Marsella, una
misión, que fue coronada por el éxito (1625).
Sociedad de la Misión
El bien llevado a cabo por estas misiones llevó a Vicente, con el
impulso de la señora de Gondi, a fundar su instituto religioso de
sacerdotes dedicado a la evangelización del pueblo: la Sociedad de la
Misión.
Por experiencia, San Vicente había aprendido que el bien que hacían
las misiones no podía durar a menos que hubiera sacerdotes que se
ocuparan de ello, pero en esa época había pocos en Francia. Desde el
Concilio de Trento los obispos habían estado esforzándose por fundar
seminarios para su formación, pero estos seminarios encontraron muchos
obstáculos, el mayor de los cuales eran las guerras de religión. De los
veinte fundados, en 1625 no sobrevivían ni diez. La asamblea general del
clero francés expresó el deseo de que los candidatos a las Sagradas
Órdenes fueran admitidos solamente después de unos días de recogimiento y
retiro. A petición del obispo de Beauvais, Potierdes Gesvres, Vicente
emprendió en Beauvais (septiembre de 1628) el primero de estos retiros.
Según su plan, comprendían conferencias ascéticas e instrucciones acerca
del conocimiento de lo más indispensable para los sacerdotes. Su
principal servicio fue que dieron lugar a lo que posteriormente se
llamaron seminarios. Al principio sólo duraban diez días, pero
ampliándolos gradualmente a 15 ó 20 días, luego a uno, dos o tres meses
antes de cada orden, los obispos consiguieron prolongar el periodo de
estancia a dos o tres años entre la filosofía y el acceso al sacerdocio.
Existían unos seminarios llamados de ordenandos, luego seminarios
mayores, cuando se fundaron los seminarios menores. Nadie hizo más que
Vicente en lo que atañe a esta doble creación. Ya en 1635 había
establecido un seminario en el Collège des Bons-Enfants. Ayudado por
Richelieu, que le dio mil coronas, sólo admitió a eclesiásticos que
estudiaran teología (seminario mayor), fundando paralelamente un
seminario menor llamado de San Carlos para sacerdotes que estudiaran
humanidades (1642). Había enviado a algunos de sus sacerdotes al obispo
de Annecy (1641) para dirigir su seminario, y colaboró con los obispos
para fundar otros en sus diócesis facilitándoles sacerdotes para
dirigirlos. Así, a su muerte había aceptado la dirección de once
seminarios. Antes de la Revolución su congregación dirigía en Francia
cincuenta y tres seminarios mayores y nueve menores, esto es, un tercio
de todos los de Francia.
La conferencia eclesiástica completó la labor de los seminarios.
Desde 1633 San Vicente celebró una cada martes en Saint-Lazare, en la
que se reunían todos los sacerdotes deseosos de conferenciar en común
sobre las virtudes y las funciones de su estado. Participaron, entre
otros, Bossuet y Tronson. Con las conferencias, San Vicente instituyó en
St.-Lazare retiros abiertos para laicos y sacerdotes. Se estima que en
los veinte últimos años de la vida de San Vicente asistían con
regularidad más de ochocientas personas al año, más de 20.000 en total.
Estos retiros contribuían en gran medida a infundir un espíritu
cristiano en el pueblo, pero imponían gravosos sacrificios a la casa de
St.-Lazare. Nada se exigía a los participantes; cuando se trataba del
bienestar de las almas, Vicente no reparaba en gastos. Ante las quejas
de sus compañeros, que deseaban dificultar la admisión a los retiros, un
día consintió en ello. Al atardecer nunca había habido tantos
admitidos; cuando un fraile le informó azorado de que no cabían más,
Vicente le respondió: “Bueno, dadles mi habitación”.
Obras de caridad
Vicente de Paúl había establecido las Hijas de la Caridad casi al
mismo tiempo que los ejercicios para ordenandos. Al principio se
pretendía que éstas ayudaran a las conferencias de caridad. Cuando estas
conferencias se establecieron en París (1629), las damas que se unieron
a ellas estaban ansiosas por dar limosnas y visitar a los pobres, pero a
menudo no sabían cómo ocuparse de ellos y enviaban a sus criados en su
lugar para que hicieran lo que fuera necesario. Vicente concibió la idea
de reclutar a jóvenes piadosas para este servicio. Al principio fueron
distribuidas individualmente por las diversas parroquias en que estaban
establecidas las conferencias y visitaban a los pobres con estas damas
de las conferencias o, cuando era necesario, se ocupaban de ellas en su
ausencia. En el reclutamiento, la formación y la dirección de estas
servidoras de los pobres, Vicente encontró estimable ayuda en la
señorita Legras. Cuando su número aumentó, las agrupó en una comunidad
bajo su dirección, pronunciando él una conferencia semanal apropiada a
su condición. (Para más detalles, véase Hermanas de la Caridad.) Junto a
las Hijas de la Caridad, Vicente de Paúl obtuvo para los pobres los
servicios de las Damas de la Caridad, a petición del arzobispo de París.
Agrupó (1634) bajo este nombre a algunas mujeres piadosas que estaban
decididas a atender a los pobres enfermos que entraran en el Hôtel-Dieu
hasta un número de 20 mil ó 25 mil por año; también visitan las
cárceles. Entre ellas había hasta 200 damas del más alto rango. Tras
haber redactado su regla, San Vicente apoyó y estimuló su caritativo
celo. Gracias a ellas, fue capaz de recoger las enormes sumas que
distribuían en socorro de todos los desgraciados. Entre las obras que
podía llevar a cabo gracias a esa colaboración, una de las más
importantes era el auxilio a los pródigos, que en esta época eran
deliberadamente deformados por personas sin escrúpulos para poder
explotar la piedad de la gente. Otros eran recogidos en un asilo
municipal llamado “La couche”, donde a menudo eran maltratados o se les
dejaba morir de hambre. Las Damas de la Caridad empezaron por adquirir
un grupo de doce niños, que fueron instalados en una casa especial
confiada a las Hijas de la Caridad y cuatro enfermeras. Así, años más
tarde, el número de niños alcanzó la cantidad de 4 mil; su mantenimiento
costaba 30 mil libras, que ascendió a 40 mil con el incremento en el
número de niños.
Con la ayuda de un generoso desconocido, que puso a su disposición la
suma de 10 mil libras, Vicente fundó el Hospicio del Nombre de Jesús,
donde cuarenta ancianos y ancianas hallaron un refugio y trabajo
adecuado para ellos. En la actualidad se llama Hospital de los
Incurables. La misma beneficencia se extendió a todos los pobres de
París, pero la creación del Hospital General fue una idea de las Damas
de la Caridad, en particular de la duquesa de Aiguillon. Vicente hizo
suya la idea y contribuyó como nadie a la realización de una de las
mayores obras de caridad del siglo XVII; la acogida de 40 mil pobres en
un asilo donde encontrarían un trabajo útil. En respuesta a la petición
de San Vicente, las contribuciones llegaron a raudales. El Rey cedió los
terrenos de la Salpétrière para la construcción del hospital, con un
capital de 50 mil libras y una dotación de 3 mil. El cardenal Mazarino
envió 100 mil libras; el presidente de Lamoignon, 20 mil coronas; y la
señora de Bullion, 60 mil libras. San Vicente encargó la tarea a las
Hijas de la Caridad y las apoyó con todo su poder.
La caridad de San Vicente no se limitaba a París, sino que llegaba a
todas las provincias desoladas por la miseria. Durante el periodo
francés de la guerra de los Treinta Años, Lorena, Trois-Évêchés, el
Franco Condado y Champaña padecieron durante casi un cuarto de siglo
todos los horrores y los azotes de la guerra. Vicente solicitó a las
Damas de la Caridad su ayuda urgente; se estima que con sus reiteradas
peticiones consiguió 12 mil libras. Cuando se acabó el dinero, volvió a
recoger limosnas, que enviaba sin tardanza a los distritos más
afectados. Cuando las contribuciones empezaron a disminuir, Vicente
decidió imprimir y divulgar las cuentas que le enviaban de esos
distritos desolados; esto tuvo mucho éxito, llegando a publicar un
periódico llamado “Le magasin charitable”. Vicente lo aprovechó para
fundar en las provincias arruinadas los “potages économiques”, una
tradición que permanece en nuestras modernas cocinas económicas. Él
mismo compiló cuidadosamente las instrucciones relativas al modo de
preparación de estos “potages” y la cantidad de grasa, mantequilla,
verduras y pan que se debían emplear. Apoyó la fundación de
congregaciones que se encargaban de enterrar a los muertos y de eliminar
la suciedad, permanente causa de enfermedades. Frecuentemente las
dirigían misioneros y Hermanas de la Caridad. Al mismo tiempo, con el
propósito de apartarlas de la brutalidad de los soldados, llevó a París a
200 jóvenes, que alojó en varios conventos, y numerosos niños, que
acogió en St.-Lazare. Incluso fundó una organización especial para
auxilio de los nobles de Lorena que habían buscado refugio en París.
Tras la paz general, dirigió su preocupación y sus limosnas a los
católicos irlandeses e ingleses que habían sido expulsados de su país.
Todas estas actividades habían hecho famoso a Vicente de Paúl en
París e incluso en la Corte. Richelieu a veces lo recibía y escuchaba
favorablemente sus peticiones; lo ayudó en sus primeras fundaciones de
seminarios y estableció una casa para sus misioneros en el pueblo de
Richelieu. En su lecho de muerte Luis XIII deseaba ser asistido por él:
“Oh, señor Vicente”, decía, “si recupero la salud, no nombraré a ningún
obispo que no haya pasado tres años con vos”. Su viuda, Ana de Austria,
nombró a Vicente miembro del Consejo de Conciencia, encargado de las
propuestas de beneficios. Estos honores no alteraron la modestia y la
sencillez de Vicente. Sólo iba a la Corte por necesidad, vistiendo un
sencillo atuendo. No empleaba su influencia más que para el bienestar de
los pobres y en interés de la Iglesia. Bajo Mazarino, cuando París se
levantó en la época de la Fronda (1649) contra la regente Ana de
Austria, que fue obligada a retirarse a St.-Germain-en-Laye, Vicente
afrontó todos los riesgos implorando clemencia para ella en nombre del
pueblo de París y osó aconsejarle el sacrificio del cardenal ministro
para evitar los males que la guerra amenazaba con llevar al pueblo.
También reconvino al mismo Mazarino. Su consejo no fue escuchado. San
Vicente redobló entonces sus esfuerzos para aliviar los males de la
guerra en París. Su beneficencia socorría diariamente a 15 mil ó 16 mil
refugiados; sólo en la parroquia de San Pablo las Hermanas de la Caridad
ofrecían sopa diariamente a 500 pobres, aparte de cuidar a 60 u 80
enfermos. En aquel tiempo, Vicente, sin preocuparse por los peligros que
corría, multiplicó cartas y visitas a la Corte de St. Denis para
conseguir paz y clemencia; incluso escribió una carta al Papa pidiéndole
que interviniera e interpusiera su mediación para acelerar la paz entre
las dos partes.
El jansenismo también manifestó su apego a la fe y el uso de sus
influencias en su defensa. Cuando Duvergier de Hauranne, más tarde abad
de St. Cyran, llegó a París (aproximadamente en 1621), Vicente de Paúl
mostró algún interés en él por ser compatriota y sacerdote como él y por
percibir en él sabiduría y piedad. Pero, cuando se informó mejor acerca
de los fundamentos de sus ideas sobre la gracia, lejos de ser engañado
por ellas, se esforzó por apartarlo del camino del error. Cuando el
“Augustinus” de Jansenio y “Comunión Frecuente” de Arnauld revelaron las
auténticas ideas y opiniones de la secta, Vicente se dispuso a
combatir; persuadió al obispo de Lavaur, Abra de Raconis, para que
escribiera contra ellas. En el Consejo de Conciencia se opuso a la
admisión a beneficios de cualquiera que las compartiera, y se unió al
canciller y al nuncio en la busca de medios para resistir su progreso. A
iniciativa suya algunos obispos de St. Lazare decidieron informar al
Papa de estos errores. San Vicente persuadió a ochenta y cinco obispos
para que solicitaran la condena de las cinco famosas proposiciones, y
convenció a Ana de Austria para que escribiera al Papa para acelerar su
decisión. Cuando las cinco proposiciones hubieron sido condenadas por
Inocencio X (1655) y Alejandro VII (1656), Vicente procuró que todos
aceptaran esta sentencia. Su celo por la Fe, empero, no le hizo olvidar
su caridad, lo cual demostró con St. Cyran, a quien Richelieu había
encarcelado (1638); se dice que asistió a su funeral. Una vez Inocencio X
hubo anunciado su decisión, fue a los solitarios de Port-Royal para
felicitarlos por su intención, previamente manifestada, de someterse por
completo. Además, rogó a los predicadores conocidos por su celo
antijansenista que evitaran en sus sermones todo aquello que pudiera
amargar a sus adversarios. Las órdenes religiosas también se
beneficiaron de la gran influencia de Vicente. No sólo ejerció mucho
tiempo la dirección de las Hermanas de la Visitación, fundadas por
Francisco de Sales, sino que también recibió en París a las Religiosas
del Santísimo Sacramento, apoyó la existencia de las Hijas de la Cruz
(cuyo objetivo era educar a muchachas campesinas) y animó la reforma de
los benedictinos, los cistercienses, los antonianos, los agustinos, los
premonstratenses y la Congregación de Grandmont. El cardenal de La
Rochefoucault, a quien se había encomendado la reforma de las órdenes
religiosas de Francia, nombró a Vicente su mano derecha y le obligó a
permanecer en el Consejo de Conciencia.
El celo y la caridad de Vicente atravesaron las fronteras de Francia.
Ya en 1638 encargó a sus sacerdotes que predicaran a los pastores de la
Campania, que ofrecieran en Roma y Génova los ejercicios para
ordenandos y que establecieran misiones en Saboya y Piamonte. Envió
otras a Irlanda, Escocia, las Hébridas, Polonia y Madagascar (1648-60).
De todas las obras llevadas a cabo en el extranjero, quizá ninguna le
interesó tanto como la de los pobres esclavos de Berbería, cuya suerte
compartió una vez. Había entre 25 mil y 30 mil de estos desgraciados
repartidos sobre todo entre Túnez, Argel y Bizerta. Cristianos en su
mayor parte, habían sido apartados de sus familias por los corsarios
turcos. Eran tratados como auténticas bestias de cargas, condenados a
terribles trabajos, sin ningún cuidado físico o espiritual. Vicente no
dejó nada por hacer para enviarles ayuda, y, ya en 1645, les envió un
sacerdote y un fraile, que fueron seguidos por otros. Vicente incluso
había hecho que uno de ellos fuera investido con la dignidad de cónsul
para que pudiera trabajar más eficazmente para los esclavos. Les envió
frecuentes misiones y les aseguró los servicios de la religión. Al mismo
tiempo actuaron como agentes con sus familias y fueron capaces de
liberar a algunos de ellos. A la muerte de San Vicente, estos misioneros
habían rescatado a 1.200 esclavos, habiendo gastado 1.200.000 libras en
los esclavos de Berbería, por no mencionar las ofensas y persecuciones
de todo tipo que ellos mismos padecieron por parte de los turcos. Esta
vida exterior, tan fructífera en obras, tenía su origen en un profundo
espíritu religioso y en una vida interior de maravillosa intensidad. Era
particularmente fiel a las obligaciones de su estado, obedeciendo con
atención las sugerencias de fe y piedad y consagrándose con devoción a
la oración, la meditación y los ejercicios religiosos y ascéticos. De
mente práctica y prudente, no dejó nada al azar; su desconfianza en sí
mismo sólo era igualada por su confianza en la Providencia. Cuando fundó
la Sociedad de la Misión y las Hermanas de la Caridad, se abstuvo de
darles instrucciones fijas por adelantado; sólo tras varios intentos y
una larga experiencia decidió en los últimos años de su vida darles
reglas definitivas. Su celo por las almas no conocía límite; todas las
ocasiones eran para él oportunidades para ponerlo en práctica. Cuando
murió, los pobres de París perdieron a su mejor amigo y la humanidad, un
benefactor sin par en tiempos modernos.
Cuarenta años después (1705), el Superior General de los lazaristas
solicitó la iniciación del proceso de canonización. Muchos obispos,
entre ellos Bossuet, Fénelon, Fléchier y el Cardenal de Noailles,
apoyaron la petición. El 13 de agosto de 1729 fue beatificado por
Benedicto XIII, y canonizado por Clemente XII el 16 de junio de 1737. En
1885 León XIII lo nombró patrón de las Hermanas de la Caridad. En el
curso de su larga y ajetreada vida, Vicente de Paúl escribió un gran
número de cartas, estimadas en no menos de 30 mil. Tras su muerte se
comenzó la tarea de recopilarlas, y en el siglo XVIII se habían reunido 7
mil; muchas se han perdido desde entonces. Las que se han conservado se
publicaron con errores bajo el título de “Lettres et conférences de St.
Vincent de Paul” (supplément, Paris, 1888); “Lettres inédites de saint
Vincent de Paul” (coste in “Revue de Gascogne”, 1909, 1911); “Lettres
choisies de saint Vincent de Paul" (Paris, 1911); el total de cartas
publicadas es de unas 3.200. También se han recogido y publicado sus
“Conférences aux missionaires" (Paris, 1882) y “Conférences aux Filles
de la Charité” (Paris, 1882).
ANTOINE DEGERT Transcrito por Claudia C. Neira Traducido por Ignacio Menéndez López (Fuente: enciclopedia católica)
Artículo originalmente publicado por Santopedia
Aleteia