En la raíz de toda vocación cristiana se encuentra este movimiento fundamental de la experiencia de fe: creer quiere decir renunciar a uno mismo, salir de la comodidad y rigidez del propio yo para centrar nuestra vida en Jesucristo; abandonar, como Abrahán, la propia tierra poniéndose en camino con confianza, sabiendo que Dios indicara el camino hacia la tierra nueva. Esta “salida” no hay que entenderla como un desprecio de la propia vida, del propio modo de sentir las cosas, de la propia humanidad; todo lo contrario, quien emprende el camino siguiendo a Cristo encuentra vida en abundancia, poniéndose del todo a disposición de Dios y de su reino. Dice Jesús: “El que por mi deja casa, hermanos o hermanas, padre o madre, mujer, hijos o tierras, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna” (Mt 19, 29) La raíz profunda de todo esto es el amor. En efecto, la vocación cristiana es sobre todo una llamada de amor que atrae y que se refiere a algo más allá de uno mismo, descentra a la persona, inicia un “camino permanente, como un salir del yo cerrado en si mismo hacia su liberación en la entrega de si y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios” (Benedicto XVI, Deus caritas est, 6).
Del Mensaje del Papa para la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones
Viernes, 24 de abril
20:00h. Vísperas y Bendición
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