Como arzobispo de Buenos Aires, el cardenal Bergoglio
participó muchas veces en la Liturgia de las comunidades ortodoxas.
Pero hoy, en la Iglesia Patriarcal de San Jorge por la celebración del
Apóstol san Andrés, motivo principal de su viaje ecuménico a Turquía, el
Obispo de Roma -que estuvo presente en la liturgia
ortodoxa sin concelebrar- consideró su participación como “una gracia
singular que el Señor me concede”.
El Sucesor de Pedro afirmó que “encontrarnos, mirar el rostro el uno
del otro, intercambiar el abrazo de paz, orar unos por otros, son
dimensiones esenciales de ese camino hacia el restablecimiento de la
plena comunión a la que tendemos. Todo esto precede y acompaña
constantemente esa otra dimensión esencial de dicho camino, que es el
diálogo teológico”.
Recordando el ejemplo de san Andrés que aceptó la invitación de
Jesús, Francisco dijo que “la vida cristiana es una experiencia
personal, un encuentro transformador con Aquel que nos ama y que nos
quiere salvar”. Y dijo que el camino de la reconciliación y de la paz
entre católicos y ortodoxos, fue inaugurado por el encuentro entre el Patriarca Ecuménico Atenágoras y el Papa Pablo VI, cuyo aniversario celebraron juntos Bartolomé I y Francisco
en Jerusalén en mayo pasado. Recordó también que “esta visita tiene
lugar unos días después de la celebración del quincuagésimo aniversario
de la promulgación del Decreto del Concilio Vaticano II sobre la
búsqueda de la unidad entre todos los cristianos, Unitatis
redintegratio”, documento fundamental con el que se ha abierto un nuevo
camino para el encuentro entre los católicos y los hermanos de otras
Iglesias y Comunidades eclesiales. A este respecto consideró “el
restablecimiento de la plena comunión, que no significa ni sumisión del
uno al otro, ni absorción, sino más bien la aceptación de todos los
dones que Dios ha dado a cada uno, para manifestar a todo el mundo el
gran misterio de la salvación llevada a cabo por Cristo, el Señor, por
medio del Espíritu Santo”.
El Papa expresó después que en el mundo de hoy se alzan con ímpetu
voces que no podemos dejar de oír, y que piden a nuestras Iglesias vivir
plenamente el ser discípulos del Señor Jesucristo. La primera es la voz
de los pobres –dijo: “En el mundo hay demasiadas mujeres y demasiados
hombres que sufren por grave malnutrición, por el creciente desempleo,
por el alto porcentaje de jóvenes sin trabajo y por el aumento de la
exclusión social, que puede conducir a comportamientos delictivos e
incluso al reclutamiento de terroristas”. Una segunda voz es la de las
víctimas de los conflictos en muchas partes del mundo. “Esta voz la
oímos resonar muy bien desde aquí, porque algunos países vecinos están
sufriendo una guerra atroz e inhumana”. Una tercera voz que nos
interpela es la de los jóvenes. “Hoy, por desgracia, hay muchos jóvenes
que viven sin esperanza, vencidos por la desconfianza y la resignación.”
Finalmente Francisco manifestó: “Santidad estamos ya en el camino
hacia la plena comunión y podemos vivir ya signos elocuentes de una
unidad real, aunque todavía parcial. Esto nos reconforta y nos impulsa a
proseguir por esta senda. Estamos seguros de que a lo largo de este
camino contaremos con el apoyo de la intercesión del Apóstol Andrés y de
su hermano Pedro, considerados por la tradición como fundadores de las
Iglesias de Constantinopla y de Roma. Pidamos a Dios el gran don de la
plena unidad y la capacidad de acogerlo en nuestras vidas. Y nunca
olvidemos de rezar unos por otros”.
(jesuita Guillermo Ortiz, Radio Vaticana)
Discurso del Papa Francisco en la Liturgia Ortodoxa:
Santidad, amadísimo Hermano Bartolomé:
Como arzobispo de Buenos Aires, he participado muchas veces en la
Divina Liturgia de las comunidades ortodoxas de aquella ciudad; pero
encontrarme hoy en esta Iglesia Patriarcal de San Jorge para la
celebración del santo Apóstol Andrés, el primero de los llamados, Patrón
del Patriarcado Ecuménico y hermano de San Pedro, es realmente una
gracia singular que el Señor me concede.
Encontrarnos, mirar el rostro el uno del otro, intercambiar el abrazo
de paz, orar unos por otros, son dimensiones esenciales de ese camino
hacia el restablecimiento de la plena comunión a la que tendemos. Todo
esto precede y acompaña constantemente esa otra dimensión esencial de
dicho camino, que es el diálogo teológico. Un verdadero diálogo es
siempre un encuentro entre personas con un nombre, un rostro, una
historia, y no sólo un intercambio de ideas.
Esto vale sobre todo para los cristianos, porque para nosotros la
verdad es la persona de Jesucristo. El ejemplo de san Andrés que, junto
con otro discípulo, aceptó la invitación del Divino Maestro: «Venid y
veréis», y «se quedaron con él aquel día» (Jn 1, 39), nos muestra
claramente que la vida cristiana es una experiencia personal, un
encuentro transformador con Aquel que nos ama y que nos quiere salvar.
También el anuncio cristiano se propaga gracias a personas que,
enamoradas de Cristo, no pueden dejar de transmitir la alegría de ser
amadas y salvadas. Una vez más, el ejemplo del Apóstol Andrés es
esclarecedor. Él, después de seguir a Jesús hasta donde habitaba y
haberse quedado con él, «encontró primero a su hermano Simón y le dijo:
“Hemos encontrado al Mesías” (que significa Cristo). Y lo llevó a Jesús»
(Jn 1,40-42). Por tanto, está claro que tampoco el diálogo entre
cristianos puede sustraerse a esta lógica del encuentro personal.
Así pues, no es casualidad que el camino de la reconciliación y de
paz entre católicos y ortodoxos haya sido de alguna manera inaugurado
por un encuentro, por un abrazo entre nuestros venerados predecesores,
el Patriarca Ecuménico Atenágoras y el Papa Pablo VI, hace cincuenta
años en Jerusalén, un acontecimiento que Vuestra Santidad y yo hemos
querido conmemorar encontrándonos de nuevo en la ciudad donde el Señor
Jesucristo murió y resucitó.
Por una feliz coincidencia, esta visita tiene lugar unos días después
de la celebración del quincuagésimo aniversario de la promulgación del
Decreto del Concilio Vaticano II sobre la búsqueda de la unidad entre
todos los cristianos, Unitatis redintegratio. Es un documento
fundamental con el que se ha abierto un nuevo camino para el encuentro
entre los católicos y los hermanos de otras Iglesias y Comunidades
eclesiales.
Con aquel Decreto, la Iglesia Católica reconoce en particular que las
Iglesias ortodoxas «tienen verdaderos sacramentos, y sobre todo, en
virtud de la sucesión apostólica, el sacerdocio y la Eucaristía, con los
que se unen aún con nosotros con vínculo estrechísimo» (n. 15). En
consecuencia, se afirma que, para preservar fielmente la plenitud de la
tradición cristiana, y para llevar a término la reconciliación de los
cristianos de Oriente y de Occidente, es de suma importancia conservar y
sostener el riquísimo patrimonio de las Iglesias de Oriente, no sólo
por lo que se refiere a las tradiciones litúrgicas y espirituales, sino
también a las disciplinas canónicas, sancionadas por los Santos Padres y
los concilios, que regulan la vida de estas Iglesias (cf., nn. 15-16).
Considero importante reiterar el respeto de este principio como
condición esencial y recíproca para el restablecimiento de la plena
comunión, que no significa ni sumisión del uno al otro, ni absorción,
sino más bien la aceptación de todos los dones que Dios ha dado a cada
uno, para manifestar a todo el mundo el gran misterio de la salvación
llevada a cabo por Cristo, el Señor, por medio del Espíritu Santo.
Quiero asegurar a cada uno de vosotros que, para alcanzar el anhelado
objetivo de la plena unidad, la Iglesia Católica no pretende imponer
ninguna exigencia, salvo la profesión de fe común, y que estamos
dispuestos a buscar juntos, a la luz de la enseñanza de la Escritura y
la experiencia del primer milenio, las modalidades con las que se
garantice la necesaria unidad de la Iglesia en las actuales
circunstancias: lo único que la Iglesia Católica desea, y que yo busco
como Obispo de Roma, «la Iglesia que preside en la caridad», es la
comunión con las Iglesias ortodoxas. Dicha comunión será siempre fruto
del amor «que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu
Santo, que se nos ha dado» (Rm 5,5), amor fraterno que muestra el lazo
trascendente y espiritual que nos une como discípulos del Señor.
En el mundo de hoy se alzan con ímpetu voces que no podemos dejar de
oír, y que piden a nuestras Iglesias vivir plenamente el ser discípulos
del Señor Jesucristo.
La primera de estas voces es la de los pobres. En el mundo hay
demasiadas mujeres y demasiados hombres que sufren por grave
malnutrición, por el creciente desempleo, por el alto porcentaje de
jóvenes sin trabajo y por el aumento de la exclusión social, que puede
conducir a comportamientos delictivos e incluso al reclutamiento de los
terroristas. No podemos permanecer indiferentes ante las voces de estos
hermanos y hermanas. Ellos no sólo nos piden que les demos ayuda
material, necesaria en muchas circunstancias, sino, sobre todo, que les
apoyemos para defender su propia dignidad de seres humanos, para que
puedan encontrar las energías espirituales para recuperarse y volver a
ser protagonistas de su historia. Nos piden también que luchemos, a la
luz del Evangelio, contra las causas estructurales de la pobreza: la
desigualdad, la falta de un trabajo digno, de tierra y de casa, la
negación de los derechos sociales y laborales. Como cristianos, estamos
llamados a vencer juntos a la globalización de la indiferencia, que hoy
parece tener la supremacía, y a construir una nueva civilización del
amor y de la solidaridad.
Una segunda voz que clama con vehemencia es la de las víctimas de los
conflictos en muchas partes del mundo. Esta voz la oímos resonar muy
bien desde aquí, porque algunos países vecinos están sufriendo una
guerra atroz e inhumana. Pienso con profundo dolor en las tantas
víctimas del deshumano e insensato atentado, que en estos días ha
afectado a los fieles musulmanes, que rezaban en la mezquita de Kano, en
Nigeria. Turbar la paz de un pueblo, cometer o consentir cualquier tipo
de violencia, especialmente sobre los más débiles e indefensos, es un
grave pecado contra Dios, porque significa no respetar la imagen de Dios
que hay en el hombre. La voz de las víctimas de los conflictos nos
impulsa a avanzar diligentemente por el camino de reconciliación y
comunión entre católicos y ortodoxos. Por lo demás, ¿cómo podemos
anunciar de modo creíble el Evangelio de paz que viene de Cristo, si
entre nosotros continúa habiendo rivalidades y contiendas? (Pablo
VI, Exhort. Ap., Evangelii nuntiandi, 77).
Una tercera voz que nos interpela es la de los jóvenes. Hoy, por
desgracia, hay muchos jóvenes que viven sin esperanza, vencidos por la
desconfianza y la resignación. Muchos jóvenes, además, influenciados por
la cultura dominante, buscan la felicidad sólo en poseer bienes
materiales y en la satisfacción de las emociones del momento. Las nuevas
generaciones nunca podrán alcanzar la verdadera sabiduría y mantener
viva la esperanza, si nosotros no somos capaces de valorar y transmitir
el auténtico humanismo, que brota del Evangelio y la experiencia
milenaria de la Iglesia. Son precisamente los jóvenes – pienso por
ejemplo en la multitud de jóvenes ortodoxos, católicos y protestantes
que se reúnen en los encuentros internacionales organizados por la
Comunidad de Taizé – los que hoy nos instan a avanzar hacia la plena
comunión. Y esto, no porque ignoren el significado de las diferencias
que aún nos separan, sino porque saben ver más allá, son capaces de
percibir lo esencial que ya nos une, que es tanto, Santidad.
Querido Hermano, queridísimo Hermano, estamos ya en el camino hacia
la plena comunión y podemos vivir ya signos elocuentes de una unidad
real, aunque todavía parcial. Esto nos reconforta y nos impulsa a
proseguir por esta senda. Estamos seguros de que a lo largo de este
camino contaremos con el apoyo de la intercesión del Apóstol Andrés y de
su hermano Pedro, considerados por la tradición como fundadores de las
Iglesias de Constantinopla y de Roma. Pidamos a Dios el gran don de la
plena unidad y la capacidad de acogerlo en nuestras vidas. Y nunca
olvidemos de rezar unos por otros.