El Señor la eligió, entre el pueblo. Hoy diríamos, en los
barrios populares pululantes de gente sudorosa y poco aseada. En las
barriadas donde los tugurios de los pobres permanecen de pie porque se
apoyan entre sí.
Pienso en las zonas donde zumban los mosquitos en los charcos y las moscas en los excrementos. O en algunas calles del centro histórico donde flota al viento la ropa lavada y vige el condominio de los mismos rumores y los mismos silencios.
Allí descubrió el Señor a María. En los cruces de callejas con olor al cocido de las ollas y el griterío de los vendedores de verdura. Entre las muchachas que hablaban de amor entre los geranios de los descansillos. En el patio donde los vecinos comentaban al anochecer los dimes y diretes del día entre los últimos bostezos y antes de que se agotara el aceite de la lámpara o chirriaran los cerrojos de las puertas.
Allí la descubrió. No en las avenidas de la capital, sino en una aldea
de pastores desconocida en el Antiguo Testamento y hasta objeto del
sarcasmo de los habitantes de los pueblos circundantes: «¿Puede salir
algo bueno de Nazaret?».
Allí la descubrió, entre la gente corriente, y la hizo suya.
María no tenía especial ascendencia dinástica. La heráldica de su familia no presumía de escudos nobiliarios como la de José. Él sí descendía de la ilustre casa de David, aunque ahora sólo fuera un carpintero. Ella era una mujer del pueblo. Había asumido su cultura y su lenguaje, los estribillos de sus canciones y el secreto de su llanto, su forma de callar y los estigmas de la pobreza.
Antes de ser madre, por tanto, María era hija del pueblo. Pertenecía a
lo más íntimo del alma del pueblo, a los «anawim», al grupo de los
pobres, al resto de Israel que había sobrevivido al desastre de las
tragedias nacionales; es decir, a aquel núcleo residual que mantenía
firmes las esperanzas de los profetas, en las que se concentraban las
promesas a los patriarcas y por donde pasaba el hilo rojo de la
fidelidad: «Yo dejaré en medio de ti un pueblo humilde y pobre, que
esperará en nombre del Señor, el resto de Israel». Así había profetizado
Sofonías.
Mujer del pueblo, María se mezcla con los peregrinos que suben al templo y los acompaña en su salmodia. Y si en uno de estos viajes pierde a Jesús cuando tenía doce años, es porque, «creyendo que iba en la caravana», no sabía imaginarse a su hijo extraño a los anhelos de la gente corriente.
Hay en el evangelio de Marcos un cuadro de belleza incomparable en el
que aparece la naturaleza, la vocación y el destino popular de María.
Un día Jesús está hablando a la muchedumbre que le escucha sentada en
círculo, cuando llega ella con algunos parientes. Jesús responde a quien
le advierte de su presencia, tras mirar en derredor y señalando a la
gente: «He ahí a mi madre…». A primera vista, puede parecer una
descortesía. En cambio, la respuesta de Jesús, que identifica a su madre
con la muchedumbre, es el monumento más espléndido erigido a María,
mujer identificada con el pueblo.
Santa María, mujer del pueblo, gracias por haber convivido
con la gente antes y después del anuncio del ángel y por no haber
pretendido de Gabriel una miríada de querubines que hiciera guardia de
honor a la entrada de tu casa. Gracias porque, aun siendo consciente de
ser la madre de Dios, no te retiraste a los aposentos de tu aristocracia
espiritual, sino que quisiste saborear hasta el fondo las experiencias
pobres y agotadoras de todas las mujeres de Nazaret.
Gracias porque en verano te unías al coro de las espigadoras en
los campos quemados por el sol; porque en las tardes de invierno, cuando
el trueno rugía en los montes de Galilea y a ti te daba miedo, te
refugiabas en las casas de las vecinas; porque el sábado, para alabar al
Señor, participabas con tus amigas en las funciones comunitarias de la
sinagoga. Y porque cuando la muerte visitaba la aldea, acompañando a la
familia del difunto, empapabas el pañuelo de lágrimas. Y porque en los
días de fiesta, cuando pasaba un cortejo nupcial, también tú esperabas
en la calle y te ponías de puntillas para ver mejor a la esposa.
Santa María, mujer del pueblo, hoy tenemos más necesidad de
ti que nunca. Vivimos tiempos difíciles en los que al espíritu
comunitario se superpone el síndrome de la secta, en que los ideales de
una solidaridad más amplia son sustituidos por instinto de la facción y en que a los estímulos
universalizadores de la historia se oponen los submúltiplos del gueto y
de la raza. El partido se antepone al bien público, la coalición a la
nación, la iglesuela a la Iglesia.
Te pedimos que nos eches una mano para que podamos fortalecer
nuestra conciencia declinante de pueblo. Que los creyentes, que nos
llamamos por definición pueblo de Dios, sintamos que debemos ofrecer un
testimonio serio de comunión sobre el que el mundo pueda acompasar sus
pasos.
Tú, «orgullo de nuestro pueblo», quédate a nuestro lado en esta
difícil empresa. Por eso te repetimos en uno de nuestros cánticos: «Mira
a tu pueblo, excelsa Señora».
Santa María, mujer del pueblo, enséñanos a compartir con la
gente los gozos y las esperánzaselas tristezas y las angustias, que
caracterizan el camino de los hombres de nuestro tiempo.
Danos el gusto de estar en medio de todos, como tú en el
Cenáculo. Líbranos de la autosuficiencia. Y haz que no entremos en las
madrigueras del aislamiento.
Tú, que eres invocada en las «favelas» de América Latina y en
los rascacielos de Nueva York, haz justicia a los pueblos destruidos por
la miseria y concede la paz interior a los pueblos aburridos por la
opulencia.
Inspira orgullo a los primeros y ternura a los segundos.
Que recuperen la alegría de vivir. Así entonarán juntos salmos de libertad.
mons. Tonino Bello, obispo de Molfetta
pastoralsantiago.es
Foto: Miguel Castaño