Icono. Con este término se señalan las imágenes sagradas pintadas en madera que los orientales veneran con devoción especial. Rodeadas de luz, concentran una centella del misterio divino, y por eso alguien las ha definido, acertadamente, como ventanas del tiempo abiertas a lo eterno.

Icono. Con este término, quizá por las líneas nítidas con que se bosquejan, suelen designarse hoy las escenas bíblicas, que encierran, con la fuerza rápida de medallones celebrativos, un mensaje importante de salvación.

Un icono como éstos, de esplendor extraordinario, lo tenemos en el primer capítulo de los Hechos de los Apóstoles, cuando dice que, después de la Ascensión, a la espera del Espíritu Santo, los apóstoles «subieron a la estancia de arriba, donde se alojaban habitualmente». Y con ellos estaba María, la madre de Jesús.
Es la última secuencia bíblica en la que aparece la Virgen María, con la que desaparece definitivamente de la escena de este modo. Desde lo alto de este aposento. Desde la estancia de arriba. Como indicándonos los niveles espirituales en los que debe desarrollarse la existencia de cada cristiano.

Realmente, toda la vida de María se desarrolló desde una gran altura.

No es que desdeñara el domicilio de la pobre gente. Al contrario.

Las mujeres de los pastores intercambiaban con ella lanas y quesos por los tejidos de sus manos. Las vecinas no advirtieron nunca el misterio de aquella vida aparentemente normalísima. Ni las campesinas de Nazaret notaron que marcara las distancias como suele hacer quien, tras conseguir la fama, mortifica a los compañeros de otro tiempo. Iba con ellas a la compra. Se fijaba, como ellas, en los precios. Salía con las demás a la calle, después de los aguaceros del verano para encauzar la riada de la lluvia. Y en las tardes de mayo unía su voz a los coros, que en el patio repetían cantos orientales, pero sin destacarse sobre las de los demás.

María, aunque consciente de su destino soberano, no quiso vivir en los barrios altos. Nunca se construyó pedestales de gloria. Rechazó siempre los nichos que pudieran impedir la alegría de vivir en igualdad de condiciones con la gente corriente.

Se reservó, eso sí, un lugar elevado desde donde contemplar, no sólo el sentido último de la vicisitud humana, sino también las largas trayectorias de la ternura de Dios.

Hay dos puntos estratégicos en la vida de María, que nos confirman de qué modo era inquilina habitual de la estancia superior en la que el Espíritu Santo la había llamado a habitar: la altura del Magníficat y el altar del Gólgota.

Desde aquella altura, extiende la mirada hasta los confines últimos del tiempo. Y viendo extenderse la misericordia de Dios de generación en generación, nos ofrece la lectura más orgánica que se conozca de la historia de la salvación.

Desde aquel altar, extiende su mirada hasta los confines extremos del espacio. Y estrechando al mundo en único abrazo, nos ofrece la garantía más segura de que los rincones a los que llegan sus ojos matemos serán alcanzados también por el Espíritu salido del costado de Cristo.

Santa María, mujer de la estancia superior, espléndido icono de la Iglesia, tú viviste tu pentecostés personal en el anuncio del ángel, cuando el Espíritu Santo bajó sobre ti y extendió sobre ti la sombra del poder del Altísimo.
  Si te detuviste en el Cenáculo, fue únicamente, para implorar sobre los que estaban alrededor de ti, el mismo don que un día en Nazaret enriqueció tu alma. Que es justamente lo que debe hacer la Iglesia. La cual, poseída ya por el Espíritu, tiene la misión de implorar, hasta el final de los siglos, la irrupción de Dios sobre todas las fibras del mundo.
  Concédele, por tanto, la embriaguez de las alturas, la medida de los tiempos largos, la lógica de los juicios de conjunto. Préstale tu capacidad de previsión. No permitas que se ahogue en los patios de la crónica. Presérvala de la tristeza de empantanarse, sin vías de salida, en los perímetros angostos de lo cotidiano. Haz que sepa mirar la historia desde la perspectiva del reino, pues sólo si sabe lanzar su mirada desde las aspilleras más altas de la torre, desde donde se dilatan los panoramas, podrá convertirse en cómplice del Espíritu y renovar así la faz de la tierra.

Santa María, mujer de la estancia superior, ayuda a los pastores de la Iglesia a convertirse en inquilinos de las regiones altas del espíritu, desde donde resulta más fácil el perdón de las debilidades humanas, más indulgente el juicio sobre los caprichos del corazón y más instintivo el crédito sobre las esperanzas de resurrección. Levántales de la planta baja de los códigos, porque sólo desde ciertas alturas se pueden percibir los anhelos de liberación que impregnan los artículos de la ley. Haz que no se mantengan inflexibles guardianes de las rúbricas, que son siempre tristes cuando no se ve en ellas la tinta roja del amor con la que fueron escritas. Enternece su mente, para que sepan superar la frialdad de un derecho sin caridad, de un silogismo sin fantasía, de un proyecto sin pasión, de un rito sin inspiración, de un enjuiciamiento sin talento, de un «logos» sin «sofía». Invítalos a subir arriba como tú, pues sólo desde ciertos puntos puede la mirada dilatarse hasta los confines últimos de la tierra y medir la extensión de las aguas sobre las que el Espíritu Santo vuelve hoy a aletear.

Santa María, mujer de la estancia superior, haz que contemplemos desde tus mismos ventanales los misterios gozosos, dolorosos y gloriosos de la vida: la alegría, la victoria, la salud, la enfermedad, el dolor y la muerte. Resulta extraño, pero sólo desde esa altura, el éxito dejará de provocar vértigo y sólo desde ese nivel, las derrotas impedirán que nos dejemos precipitar en el vacío.
  Asómate a su misma ventana, que así nos llegará más fácilmente el viento fresco del Espíritu con la danza de sus siete dones.
  Los días se empaparán de sabiduría, intuiremos adonde llevan los senderos de la vida, nos aconsejaremos sobre los recorridos más transitables, decidiremos afrontarlos con fortaleza, tendremos conciencia de las insidias que esconde el camino, sentiremos la cercanía de Dios junto al que viaja con piedad y nos dispondremos a caminar gozosamente en su santo temor.
  Así apresuraremos, como hiciste tú, el Pentecostés del mundo.
mons. Tonino Bello, obispo de Molfetta
pastoralsantiago.es
Foto: Miguel Castaño
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