Agripa le cede la palabra a Pablo, que le agradece el hablar
ante él, siendo Agripa conocedor de la religión judía y de sus
tradiciones. Dice que era fariseo e hijo de fariseos, y que está siendo
allí procesado por la esperanza de la promesa divina, que algunos judíos
consideran increíble: el que Dios resucite a los muertos.
Por esa fe recibida de sus padres, consideró Pablo que debía oponerse
a la causa de Jesús el Nazareno. Por ello encerró en la prisión a
muchos de los cristianos, por mandato de los Sumos Sacerdotes; y así, en
todas las sinagogas, se ensañaba y enfurecía más y más contra ellos, y
los perseguía hasta en las ciudades extranjeras.
Con ese espíritu se dirigió a Damasco, para llevar ante el Sanedrín a
algunos cristianos, para ser allí juzgados. Cuando iba de camino, una
luz fulgurante del cielo, le deslumbró; y, mientras caía por tierra, oyó
una voz, que le decía: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Era Jesús,
que se sentía perseguido, y que deseaba hacer de él un testigo suyo
ante los gentiles, para que reciban la luz y el perdón de sus pecados. A
partir de entonces, anuncié a todos la llamada a la conversión, para
que el Señor los perdone. Manifesté que el Mesías, anunciado por Moisés,
había de sufrir, morir, y resucitar. Por decir todo eso los judíos
trataban de matarme.
A Agripa, aquellas palabras le parecieron una locura. Pablo dijo que
estaba en su sano juicio. Festo le dijo a Agripa que creería en los
profetas; y Agripa le dijo a Pablo que casi le convencía de hacerse
cristiano. Fallaron diciendo que no encontraban en él nada digno de
muerte o de prisiones; y Agripa le dijo a Festo: Si no hubiera apelado
al César, procedería ponerlo en libertad.
José Fernández Lago
pastoralsantiago.es
Foto: Miguel Castaño