El tribuno, acompañado de los soldados, mandó atar a Pablo con cadenas, al tiempo que preguntaba qué hombre era aquel y qué había hecho. La turba estaba dividida, de suerte que el tribuno prefirió llevarlo al cuartel, y con dificultad, por la presión de la turba, lo levantaron en alto y lo introdujeron en la casa. Antes de entrar, Pablo pidió que le permitiera decir algo a la gente. Le preguntaron si sabía el griego, y si era aquel egipcio que amotinó y sacó un montón de sicarios a un lugar despoblado. Pablo dijo que no, que era judío, aunque de Cilicia, de la ciudad de Tarso. Entonces, con el permiso del tribuno, se dirigió a ellos en lengua hebrea, con lo cual prestaron atención.

Pablo comenzó diciendo que era de Tarso, pero que había sido discípulo de Gamaliel allí, en Jerusalén. Celoso de la Ley, persiguió el nuevo Camino, llevando a la cárcel a hombres y mujeres. Precisamente llevaba cartas de los Sumos Sacerdotes a Damasco, para llevar presos a Jerusalén a un grupo de cristianos. Fue entonces cuando algo le deslumbró y cayó por tierra, mientras una voz le preguntaba por qué lo perseguía. Resultó ser Jesús de Nazaret, quien le mandó entrar en Damasco, y allí le envió a Ananías, para que se recuperara. Ananías le predijo que sería testigo de Cristo ante los hombres de todo lo que había visto y oído. Ya en Jerusalén, estando en el templo, fue arrebatado en éxtasis, y el Señor le dijo que le iba a enviar a naciones lejanas.

Al oír los presentes que Pablo iba a predicar a las naciones gentiles, pidieron al tribuno que hiciera desaparecer a Pablo. Continuaban vociferando, de modo que el tribuno mandó que lo llevasen a dentro del cuartel, y que lo azotaran. Fue entonces cuando Pablo apeló al césar, pues no podían azotar así, sin más, a un ciudadano romano.
José Fernández Lago
pastoralsantiago.es
Foto: Miguel Castaño
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