Cuando Pablo animó a los que iban en la nave a tomar
alimento, él también se asoció a los que comían, dando gracias a Dios.
Eran en total doscientas setenta y seis personas. Después de que
hubieron comido, echaron al mar el trigo que les quedaba.
Por la mañana, percibieron una ensenada con su playa, de modo que
tomaron ese rumbo e hicieron lo posible por llegar hasta allí. Al fin,
encallaron la nave, aunque la popa era víctima de la fuerza de las olas.
Entonces llegaron a pensar en matar a los presos, para evitar de ese
modo que se escaparan. Sin embargo el centurión, queriendo salvar a
Pablo, impidió que llevara a cabo ese plan, y dio orden de que, quienes
supiesen nadar, fueran los primeros en saltar al agua y dirigirse a
tierra. Los demás, debían valerse de algunas tablas o de alguna pieza de
la nave, para evitar ahogarse y alcanzar como meta la isla de Malta.
Llovía y hacía frío. Entonces los malteses dieron ejemplo de una gran humanidad, pues hicieron fuego y les dejaron calentarse.
Pablo echó mano de ramas secas, pero una víbora se le colgó de la
mano. Los nativos interpretaron que se trataría de un homicida, a quien
el Dios Justo no le permitía vivir. Sin embargo Pablo, sacudiendo la
serpiente en el fuego, se libró de todo mal. Al ver ellos que no le
sucedía nada malo, pensaron entonces que era un dios. El primero de la
isla los acogió tres días. Después San Pablo se lo compensó, curando a
su padre, después de haber orado e impuesto sus manos. Curó también a
otros enfermos; y los habitantes del lugar, se lo compensaron
proveyéndoles de lo necesario para el viaje.
José Fernández Lago
pastoralsantiago.es
Foto: Miguel Castaño