Como alguien de la familia. Como alguien que habla nuestro lenguaje y conoce nuestras viejas tradiciones y las costumbres populares. Como quien es capaz de reconstruir, a través de las coordenadas de dos o tres nombres, el cuadro familiar y termina descubriéndonos que somos consanguíneos de casi todo el pueblo.
Queremos verla así.
Presente en nuestra crónica local. Vistiendo como viste la mujer de nuestros días.
Como alguien ante quien nadie se siente tímido. Como quien se gana el pan como se lo ganan las demás. Como quien aparca su coche junto al nuestro. Mujer de todas las edades, a quien puedan sentirse próximas todas las hijas de Eva de cualquier edad.
Queremos imaginarla adolescente, mientras en verano sale a pleno sol de la playa en bermudas, bronceada por el sol, llevando en sus ojos limpios algún reflejo del Mediterráneo, y cargando en invierno con su mochila de colores camino del polideportivo. Saludando amablemente a la gente cuando pasa por la Avenida, inspirando a quien la mira nostalgias de castidad. Conversando con los amigos por las tardes. Haciendo sentirse felices a sus interlocutores, que la corresponden con sonrisas serenas. Yendo del brazo con sus amigas, a las que anima a amar la vida, mientras escucha sus confidencias.
Queremos que lleve algún apellido nuestro: Castrillo, Gutiérrez, Blasco, Arias, Zamora… e imaginarla como alumna de instituto, como empleada en un supermercado de la ciudad, como dactilógrafa en una oficina, como encargada de una «boutique» de la Gran Vía.
Queremos saber cómo se desenvuelve cuando pasa por las calles del centro histórico y se detiene a conversar con diferentes tipos de mujer. Queremos verla en el cementerio, el domingo cuando deposita una flor en la tumba de sus difuntos.
O cuando el jueves va a la compra y regatea un precio. O cuando espera, como las demás madres, que su hijo salga del colegio para llenarle de besos y llevárselo a casa.
No la queremos huésped, sino ciudadana.
Conocedora de nuestros problemas comunitarios. Preocupada por las llagas de nuestra ciudad. Contenta de compartir nuestra experiencia espiritual, contradictoria y excitante. Orgullosa de la riqueza cultural de nuestra ciudad, de sus iglesias, de su arte, de su música y de su historia. Gozosa de pertenecer a nuestra estirpe de campesinos, de navegantes, de exiliados incurablemente nostálgicos de su tierra natal.
Así queremos sentir a María. Enteramente nuestra, pero sin exclusivas.
Que canta las alegrías de Navidad y los dolores de Semana Santa, con las mismas cadencias que nuestras mujeres en una procesión con las velas encendidas.
La queremos en nuestras listas de empadronamiento.
En los sueños festivos y en la dureza de los días de trabajo.
Siempre dispuesta a echarnos una mano, a contagiarnos su esperanza, a hacernos sentir su necesidad de Dios y a compartir con nosotros fiestas y lágrimas, trabajos de vendimias y almazaras, olor de horno y de colada, lágrimas de ausencias y presencias. Como una vecina de casa de otros tiempos.
Como inquilina dulcísima que se asoma al portal de nuestra urbanización.
Como criatura espléndida que vive en nuestra misma calle, a la que inunda con su luz.
Santa María, mujer de nuestros días, ven y habita en medio de nosotros.
Tú dijiste que te llamarían bienaventurada todas las generaciones.
Entre ellas está también la nuestra, que quiere cantarte no sólo
por las cosas grandes que el Señor ha hecho en ti en el pasado, sino
también por las maravillas que sigue realizando en ti en el presente.
Haz que podamos sentirte próxima a nuestros problemas.
No como señora que viene de lejos a solucionarlos con el poder
de su gracia o con fórmulas impresas que no cambian, sino como alguien
que vive esos mismos problemas y conoce su dramaticidad inédita, percibe
sus matices y capta el alcance de su tribulación.
Santa María, mujer de nuestros días, líbranos del peligro de
pensar que las experiencias espirituales, vividas por ti hace dos mil
años, no son posibles para nosotros hoy, hijos de una civilización que,
tras proclamarse posmoderna, posindustrial y postodo, se proclama también poscristiana.
Haznos comprender que la modestia, la humildad y la pureza, son
frutos de todos los tiempos de la historia y que el discurrir del
tiempo, no ha alterado la composición química de ciertos valores, como
la gratuidad, la obediencia, la confianza, la ternura y el perdón. Son
valores que siguen en pie y que nunca pasarán de moda.
Vuelve, pues, en medio de nosotros y facilítanos, a todos, la
edición actualizada de las grandes virtudes humanas, que te hicieron
grande a los ojos de Dios.
Santa María, mujer de nuestros días, cuando Jesús te
constituyó madre nuestra, además de coterránea, te hizo contemporánea de
todos, prisionera del mismo fragmento de espacio y de tiempo.
Por eso, nadie puede hablar de distancias generacionales, ni
sospechar que no seas capaz de comprender los dramas de nuestra época.
Por eso, quédate junto a nosotros, mientras te confiamos las
inquietudes presentes en nuestra vida moderna: la paga que no llega, el
estrés, un futuro incierto, el miedo de no lograr algo importante, la
soledad interior, el desgaste de las relaciones, la inestabilidad de los
afectos, la difícil educación de los hijos, la incomunicabilidad
incluso con las personas más queridas, la fragmentación absurda del
tiempo, el vértigo de las tentaciones, la tristeza de las caídas, la
náusea del pecado…
Haz que sintamos tu presencia confortante, dulcísima madre
coetánea de todos. Y que nadie se sienta llamado por su nombre, sin que
suene al mismo tiempo el tuyo, para que respondas tú también:
«¡Presente!».
Como una antigua compañera de clase.
mons. Tonino Bello, obispo de Molfetta
pastoralsantiago.es
Foto: Miguel Castaño