Siento que en mí hay un sentimiento herido que me hace buscar la debilidad y la fragilidad en los demás. Tal vez para sentirme yo mejor

Recuerdo al policía de la obra de Víctor Hugo, Los miserables. Él le decía a Dios: Está escrito en la puerta de entrada al paraíso que aquellos que flaquean y caen deben pagar el precio. Señor, déjame encontrarlo, para que pueda verlo entre rejas. No descansaré hasta entonces. Lo juro por las estrellas. 

No quiero ser tan rígido e inflexible como lo era él. Vivía para detener a aquel que una vez cayó. No quiero vivir mi vida detectando infracciones, descubriendo crímenes, persiguiendo delitos. Quiero mirar hacia abajo, hacia los hombres, con misericordia. Quiero aprender a mirar al que sufre como lo mira Dios. Mirar con compasión al que no lo hace todo bien, al pobre que no logra llevar una vida plena, lograda. Necesito tener un corazón misericordioso y dócil. Un corazón abierto a Dios y a los hombres. Un corazón comprensivo.

Una persona le comentaba a otra: Eres la primera persona religiosa que me habla sin juzgarme. En mi casa no me han hablado nunca de Dios, sólo de la Iglesia. 

Ojalá mirase yo siempre así. Me gusta esa pureza de corazón que no ve perversas intenciones, que no intuye pecados ocultos y no pretende ver debajo del agua juzgando todo lo que el mundo hace. Hace falta un corazón muy puro para mirar así a las personas.

Decía el P. Kentenich al hablar de la inocencia de los niños: En los ojos puros de un niño se refleja en primer lugar toda la grandeza de la creación que el niño ha acogido en sí mismo. Reflejan todo lo divino que él lleva en sí. Nosotros, al contemplarlos, sentimos que entre el niño y Dios sólo hay una tenue película, una delgada pared.

Quisiera tener una mirada de niño para mirar así la vida. Siento que en mí hay un sentimiento herido que me hace buscar la debilidad y la fragilidad en los demás. Tal vez para sentirme yo mejor. Quizás por eso no encuentro que sea fácil seguir lo que Jesús me pide.

Lo comentaba el Papa Francisco en el encuentro para las familias que ha tenido lugar en Irlanda: Reconozcamos humildemente que, si somos honestos con nosotros mismos, también nosotros podemos encontrar duras las enseñanzas de Jesús. Qué difícil es perdonar siempre a quienes nos hieren. Qué desafiante es acoger siempre al emigrante y al extranjero. Qué doloroso es soportar la desilusión, el rechazo o la traición. Qué incómodo es proteger los derechos de los más frágiles, de los que aún no han nacido o de los más ancianos, que parece que obstaculizan nuestro sentido de libertad.

Quiero quedarme junto a Jesús para hacer lo que Él me pide, para asemejarme a Él. El amor siempre asemeja. Y yo lo amo y no quiero dejarlo solo.

Reconozco que a veces tengo con Dios una relación consumista. Le digo: Te pido y me das. Pero me das sólo lo que te pido. No me des más, ni menos. Le pido sólo lo que necesito, nunca más.

Tal vez no quiero que me ensanche demasiado el horizonte, me da miedo. No pretendo que me abra el alma a nuevos caminos, a nuevas personas, a nuevos desafíos. El riesgo de la vida que se entrega sin querer asegurar nada.

Veo que es como si me bastara con satisfacer mis necesidades hoy para ser feliz. Como si con recibir el pan de ahora fuera suficiente. Ese pan que necesito para caminar la próxima jornada, pero no más lejos.

Me cuesta pedirle a Jesús que ensanche mi corazón y me haga nacer de nuevo. Duele siempre el cambio y es exigente una vida de la mano de Jesús. Me gustaría tener una forma distinta de mirar a los hombres. Con ojos puros llenos de verdad.

Hoy me lo recuerda S. Pablo: No juntéis la fe en nuestro Señor Jesucristo glorioso con el favoritismo. Llegan dos hombres a la reunión litúrgica. Uno va bien vestido y hasta con anillos en los dedos; el otro es un pobre andrajoso. Veis al bien vestido y le decís: – Por favor, siéntate aquí, en el puesto reservado. Al pobre, en cambio: – Estate ahí de pie o siéntate en el suelo. Si hacéis eso, ¿no sois inconsecuentes y juzgáis con criterios malos?

Juzgo con criterios humanos. Me falta pureza de corazón. Hago distinciones. Trato mejor a los que pueden darme beneficios. Favorezco al poderoso. Cuido al que más tiene. Me aferro a mi posición de poder. Me siento protegido.

Me da miedo caer en esa forma de distinguir a las personas. Quiero mirar a todos igual, con los mismos ojos. Como lo hizo Jesús. Como ha pretendido enseñarme a hacerlo.

Pero yo me acomodo en el poder. En mi espacio protegido. Y miro con más bondad al que más puede darme. Y descuido al que sólo me exige sin darme nada.

Esa actitud me da miedo. No es la que yo deseo. No es la de Jesús.

Quiero mirar de tal forma que todos se sientan acogidos. Y no sientan ni el juicio, ni la condena. Mirar de tal forma que el pecador pueda sentir que tiene un futuro por delante. He visto mis propias caídas y me he escandalizado tantas veces. Le pido a Jesús que me recuerde cómo es su mirada para aprender a mirar yo de la misma forma.
Carlos Padilla
Aleteia

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