Santa María, madre tierna y fuerte, compañera nuestra de
viaje por los caminos de la vida, cada vez que contemplamos las
maravillas que el Omnipotente ha hecho en ti, nos embarga una melancolía
tan intensa por nuestra lentitud, que sentimos la necesidad de alargar
el paso para caminar a tu lado. Condesciende, pues, a nuestro deseo de
cogerte de la mano y acelera nuestro ritmo de caminantes un poco
cansados.
Peregrinos de la fe, no sólo buscaremos el rostro del Señor, sino que,
contemplándote como icono de la solicitud humana hacia quienes pasan
necesidad, iremos con prontitud a la «ciudad» llevándoles los mismos
frutos de gozo que tú llevaste un día a Isabel a la montaña.
Santa María, virgen de la mañana, danos la alegría de intuir, incluso entre las sombras de la aurora, la esperanza del nuevo día.
Inspíranos palabras de ánimo.
No permitas que tiemble nuestra voz cuando, a despecho de tanta maldad y tantos pecados como envejecen al mundo, nos atrevemos a anunciar que vendrán días mejores.
No permitas que el lamento prevalezca sobre la sorpresa, que el desconsuelo supere la laboriosidad, que el escepticismo aplaste el entusiasmo y que la carga del pasado ensombrezca las expectativas del futuro.
Ayúdanos a apostar más audazmente por los jóvenes y líbranos de la tentación de espolearles con la astucia de palabras estériles, conscientes de que sólo nuestras opciones auténticas y coherentes serán capaces de seducirles.
Multiplica nuestras energías para que sepamos invertirlas en el único asunto rentable en el mercado de la civilización: preservar a las nuevas generaciones de los males atroces que ahogan a la tierra.
Da a nuestras voces la cadencia del aleluya pascual.
Empapa de sueños las arenas de nuestro realismo.
Enséñanos a cultivar las utopías que infunden esperanzas en el mundo.
Ayúdanos a comprender que fijarnos en los brotes de las ramas vale más que llorar sobre las hojas caídas. Y comunícanos la seguridad de quien ve ya incendiarse el oriente con los primeros rayos del sol.
Santa María, mujer del mediodía, haz que nos embriague la luz. Estamos cansados de contemplar que se nos
agotan las baterías, que declinan las ideologías de poder, que se
alargan las sombras en los estrechos senderos de la tierra por no sentir
la nostalgia del sol de mediodía.
Arráncanos de la desolación del descarrío e inspíranos la humildad de quien busca.
Sacia nuestra sed de gracia en el cuenco de tu mano.
Devuélvenos a la fe que otra madre, pobre y buena como tú, nos transmitió cuando éramos niños y que tal vez un día cambiamos por un mísero plato de lentejas.
Tú, mendicante del Espíritu, llena nuestras ánforas de aceite que se queme delante de Dios, porque es ya mucho lo que hemos quemado ante los ídolos del desierto.
Haznos capaces de abandonarnos enteramente en El.
Templa nuestras soberbias carnales.
Haz que la luz de la fe, incluso cuando asume acentos de denuncia profética, no nos haga arrogantes o presuntuosos, sino más bien gozosos de ser tolerantes y comprensivos.
Sobre todo, líbranos de la tragedia de que nuestra fe en Dios se quede al margen de las opciones de cada día, públicas o privadas, y corra el riesgo de no hacerse nunca carne y sangre en el altar de lo cotidiano.
Santa María, mujer de la tarde.
Madre de la hora de volver a casa, cuando se siente el gozo de ser acogido por alguien y se vive la satisfacción única de sentarse a cenar con los demás, haznos el regalo de la comunión.
Te lo pedimos para nuestra Iglesia, pues tampoco ella parece extraña a las lisonjas de la fragmentación y de la clausura dentro del perímetro de sombra que proyecta el campanario.
Te lo pedimos para nuestra ciudad: que los intereses partidistas no la lleven de tierra de conquista a tierra de nadie.
Te lo pedimos para nuestras familias, para que el diálogo, el amor crucificado y la fruición serena de los afectos domésticos las hagan lugar privilegiado de crecimiento cristiano y civil.
Te lo pedimos para todos nosotros, a fin de que, lejos de las excomuniones del egoísmo y del aislamiento, podamos estar siempre del lado de la vida, en el punto donde nace, crece y muere.
Te lo pedimos para el mundo entero, a fin de que la solidaridad entre los pueblos deje de vivirse como un compromiso moral más y se reconozca como el único imperativo ético sobre el cual fundar la convivencia humana.
Y para que puedan así los pobres sentarse, con igual dignidad, en la mesa de todos.
Y para que la paz se convierta en meta de nuestros compromisos cotidianos.
Santa María, virgen de la noche, te suplicamos que nos ayudes a estar junto a ti cuando llega el dolor,
cuando irrumpe la prueba, cuando ruge el viento de la desesperación y se
ciernen sobre nuestra existencia las nubes negras de las zozobras, el
frío de las desilusiones o el ala severa de la muerte.
Líbranos de los escalofríos de las tinieblas.
En la hora de nuestro calvario, tú, que experimentaste el eclipse del sol, extiende tu manto sobre nosotros para que, fortalecidos con tu aliento, nos resulte más soportable la larga espera de la libertad.
Alivia con caricias de madre el sufrimiento de los enfermos.
Llena de presencias amigas y discretas el tiempo amargo de quien se encuentra solo.
Apaga las nostalgias del corazón de los navegantes y ofréceles tu hombro para que apoyen en él su cabeza.
Libra de todo mal a nuestros seres queridos que trabajan en tierras lejanas y conforta con la luminosidad de tus ojos a quien ha perdido la confianza en la vida.
Repite hoy de nuevo el canto del Magníficat y anuncia el reparto abundante de justicia a todos los oprimidos de la tierra.
No nos dejes solos en la noche murmurando nuestros miedos.
Porque si en los momentos de oscuridad estás a nuestro lado y nos susurras que tú también, virgen del Adviento, estás esperando la luz, las fuentes del llanto se secarán en nuestras mejillas.
Y juntos despertaremos la aurora.
Así sea.
mons. Tonino Bello, obispo de Molfetta
pastoralsantiago.es
Foto: Miguel Castaño