El primer tipo de humildad es necesario para la salvación eterna.
Y consiste en rebajarme y humillarme lo más posible, para obedecer en
todo la ley de Dios, Nuestro Señor, de tal forma que, aunque me
volviera el señor de todas las cosas creadas en este mundo o estuviera
en riesgo mi propia vida temporal, nunca pensaría en transgredir un
mandamiento, sea divino o humano.
El segundo tipo de humildad es una humildad más perfecta que la primera.
Y consiste en esto: me encuentro en un punto en que no deseo ni soy
propenso a poseer más riqueza que la pobreza, a querer la honra más que
la deshonra, a desear una vida larga más que una vida corta, cuando las
alternativas no afectan el servicio de Dios, Nuestro Señor, ni la
salvación de mi alma.
El tercer tipo de humildad es la humildad más perfecta.
Es cuando, al incluir la primera y la segunda, siendo iguales la
alabanza y la gloria de su divina majestad, para imitar a Cristo,
Nuestro Señor, y me asemeje a Él más eficazmente, deseo y escojo la
pobreza con Cristo pobre en lugar de la riqueza, el oprobio con Cristo
cubierto de oprobios en lugar de honores; y deseo más ser tomado por
insensato y loco por Cristo, que primero fue tenido por tal,
que por “sabio y prudente” en este mundo (Mt 11,25).
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