ALGUNOS APUNTES SOBRE LOS ORIGENES
Y EL DESARROLLO HISTÓRICO DEL
CELIBATO SACERDOTAL
¿Es cierto, como dicen
algunos, que el celibato es una mera ley eclesiástica sin fundamento en el
Evangelio? ¿Es cierto que sólo fue obligatorio a partir del siglo IV (Concilio
de Elvira), o desde el s. XII (Concilio II de Letrán)? En esta cuestión, como
en tantas otras, se habla desde la ignorancia o la falta de rigor, incluso por
parte de sacerdotes y personas consagradas.
El celibato tiene su
origen en el mismo Jesús, que quiso vivir célibe y abrió la posibilidad del
celibato a sus discípulos. Tras proclamar la indisolubilidad del matrimonio (Mt
19, 3-9) en una sociedad que admitía el repudio, Jesús dijo que había un don
que Dios concedía a algunas personas: el de “hacerse eunucos por el Reino de los Cielos” (Mt 19, 12), es decir,
vivir el celibato.
S. Pablo, que vivió célibe, recomendó el celibato como
un modo de alcanzar la libertad de amar a Dios total e incondicionalmente,
consagrándose a los “asuntos del Señor”. Para Pablo, el que se casa hace “bien”, pero los que deciden vivir la
virginidad hacen “mejor” (cf. 1 Cor
7, 38). El celibato permite preocuparse
“de los asuntos del Señor, buscando
contentar al Señor; en cambio, el casado se preocupa de los asuntos del mundo,
buscando contentar a su mujer, y anda dividido” (1Cor 7, 32-34).
Sin embargo, sabemos que
S. Pedro y quizás otros apóstolos estuvieron casados. De las cartas de S. Pablo
a Timoteo y Tito se deduce también que la ordenación de hombres casados era habitual
en las primeras comunidades cristianas. ¿Se
remonta, pues, el celibato a los orígenes de la Iglesia o es algo muy
posterior?
Volvamos al Evangelio.
Tras la vocación fallida del hombre rico (cf. Lc 18, 18-27), Pedro le dijo a Jesús: “Nosotros hemos dejado nuestras cosas y te hemos seguido” (Lc 18,
28). Jesús le respondió: “En verdad os
digo que no hay nadie que haya dejado casa o mujer o hermanos o padres o
hijos por el Reino de Dios, que no reciba mucho más en el tiempo presente y en
la edad venidera vida eterna” (Lc 18, 29-30).
En este “dejar mujer” está expresado el celibato
tal como se entendía en los inicios de la Iglesia: vivir en continencia,
evitando todo uso del matrimonio tras la recepción del Sacramento del Orden. Es
cierto que eran ordenados varones casados, pero el que se ordenaba renunciaba a
tener relaciones conyugales con su mujer y a la generación de hijos: debía
vivir con su mujer como hermano y hermana.
Ya que el matrimonio
conlleva una obligación recíproca entre los cónyuges de prestarse a las
relaciones sexuales (débito conyugal),
es preciso resaltar que el varón casado sólo podía renunciar al uso matrimonial
y acceder a la ordenación con el consentimiento de la esposa.
Una expresión bíblica que no ha sido siempre bien
interpretada es la que aparece en las cartas pastorales (a Timoteo y Tito). En
ellas se indica que una de las condiciones del candidato al ministerio ordenado
es que sólo haya contraído matrimonio una sola vez: unios uxoris vir = “marido de
una sola mujer” (I Tim 3, 2.12; Tit 1, 6). Frente a los que ven en el texto
un argumento en contra del celibato, la Iglesia lo ha interpretado
tradicionalmente en sentido favorable.
Lo que este pasaje quiere decir es que un hombre que - tras
quedarse viudo - se vuelve a casar, no debe ser candidato a las Órdenes
Sagradas, porque el hecho de haber contraído nuevo matrimonio está expresando
su falta de capacidad para practicar la perfecta continencia exigida después de
la ordenación. Esta fue la interpretación autorizada de los textos paulinos
expuesta por el Papa Siricio (384-399) en
su Decretal Cum in unum, promulgada
después del Sínodo de Roma en el año 386. También fue la interpretación
defendida por varios autores de la época patrística (S. Ambrosio, S. Epifanio)
y por el Papa Inocencio I (401-417). Ya
en el s. XX, Pío XI, en su Encíclica Ad
catholicii sacerdotii, volvió a interpretar unius uxoris vir como argumento a favor del celibato sacerdotal.
La primera ley escrita que se conserva sobre el celibato
entendido como continencia es la del canon 33 del Concilio de Elvira (ca. 306),
localidad del Sur de España:
“Se está de acuerdo en la completa prohibición, válida
para obispos, sacerdotes y diáconos, o sea, para todos los clérigos dedicados
al servicio del altar, que deben abstenerse de sus mujeres y no engendrar
hijos; quien haya hecho esto debe ser excluido del estado clerical”.
Como norma de precaución, el canon 27 del Concilio de
Elvira ordena que las únicas mujeres que pueden vivir con los clérigos han de
ser hermanas o hijas consagradas vírgenes.
El Concilio de Elvira no pretendía legislar algo
novedoso acerca de la continencia de los clérigos, sino que intentaba reafirmar
una praxis precedente. Lo que hizo fue recordar una obligación ya conocida,
para reaccionar contra su falta de observancia, sancionando con la expulsión
del estado clerical al que no la cumpliera.
Es también importante destacar la declaración realizada
en el Concilio africano de Cartago del año 390 y repetida en los posteriores,
que será después incluida en el Código de
los Cánones de la Iglesia africana (y en los cánones in causa Apiarii) formalizado en el Concilio del año 419:
“Todos nosotros [los obispos] estamos de acuerdo en que
obispos, sacerdotes y diáconos, custodios de la castidad, se abstengan también
de sus esposas con el fin de que en todo y por parte de todos los que sirven al
altar sea conservada la castidad”.
Los obispos africanos se basaban en que debían custodiar
“lo que han enseñado los apóstoles y ha
conservado una antigua usanza”, es decir, vinculaban la praxis del celibato con la
enseñanza de los apóstoles.
Otro testimonio es el del Papa S. León Magno. En 456
escribe al obispo Rústico de Narbona recordando que la ley de continencia
afecta a diáconos, sacerdotes y obispos:
“Cuando eran todavía laicos y lectores les estaba
permitido casarse y engendrar hijos. Pero, al ser elevados a los grados
anteriormente citados, ha comenzado a no ser lícito para ellos lo que sí lo era
antes. Ahora bien, para que el matrimonio carnal llegue a ser un matrimonio
espiritual no es necesario que las esposas sean alejadas, sino que se tengan
como si no se tuviesen, de este modo se salva el amor conyugal pero al mismo
tiempo cesa el uso del matrimonio”.
Hemos de tener en cuenta que, al acabar la época de las
persecuciones por parte del Imperio romano, la vivencia de la fe se relajó,
como consecuencia de conversiones cada vez más numerosas y no siempre sinceras.
También dentro del clero disminuyó la tensión espiritual. Por eso se produjeron transgresiones más
frecuentes de la ley de continencia, frente a las cuales el Papa y los obispos
tuvieron que proceder por medio de leyes y disposiciones escritas. Las leyes
escritas no impusieron una praxis nueva (que, por otra parte, difícilmente
hubiera sido admitida), sino que recogieron la praxis transmitida por la
tradición.
De lo que no cabe duda, recurriendo
a las fuentes históricas, es que los testimonios de los concilios y de
destacados autores de los s. IV y V manifiestan la conciencia de una tradición
común de la Iglesia universal respecto a la continencia de los eclesiásticos.
La continencia de obispos, presbíteros y diáconos era vista como una obligación
cuyo origen se vinculaba a los comienzos de la Iglesia.
En el primer milenio de la historia de la Iglesia el
celibato tal como lo entendemos hoy (promesa de virginidad que conlleva la
renuncia a contraer matrimonio) ya existía, aunque no era la opción mayoritaria.
En general, los candidatos a las Órdenes Sagradas eran hombres casados (viri probati), que debían asumir el
celibato entendido como continencia.
En el Medievo, la extensión del sistema beneficial
eclesiástico, por el que había bienes patrimoniales ligados a todos los oficios
de la Iglesia, llevó a la entrada en el ministerio de muchos ministros sin una
auténtica vocación, incluso indignos. La concesión de beneficios dependía
frecuentemente de laicos poderosos que actuaban con intereses seculares y
profanos, más que espirituales y religiosos. A través de diversas reformas hubo
que luchar contra la simonía
(compraventa de oficios eclesiásticos) y el nicolaísmo (extendida violación del
celibato eclesiástico)
El Papa Gregorio VII (1073-1085) llevó a cabo la reforma
gregoriana y persiguió a los clérigos concubinarios. Una consecuencia de esta
reforma fue la disposición, asumida solemnemente en el Concilio II de Letrán (1139)
por la que los matrimonios contraídos por clérigos mayores y por personas con
votos religiosos eran declarados no sólo ilícitos, sino también inválidos.
Hay un
malentendido muy difundido aún hoy por el que algunos dicen que en el Concilio
II de Letrán es cuando fue introducido el celibato obligatorio. Realmente lo
que se hizo fue declarar inválido el matrimonio contraído por clérigos y
religiosos, algo que había sido considerado siempre ilícito.
Un hecho
que se constata al estudiar la Historia
de la Iglesia es que las épocas en las que se dan más transgresiones en la
guarda del celibato, y en las que éste es incluso cuestionado, son normalmente épocas
de decaimiento moral y espiritual. Y es que la vivencia del celibato exige una
fe profunda, enraizada en sólidas motivaciones sobrenaturales, y alimentada con
una intensa vida interior. Normalmente las faltas de continencia van ligadas a
un enfriamiento de la fe por el debilitamiento de la vida espiritual.
Llama la atención también que la tendencia de los
movimientos heréticos y cismáticos suele ser la de renunciar a la continencia
clerical. Y es que hay una íntima vinculación entre pureza de alma y pureza
doctrinal, entre rectitud en el plano moral y rectitud en el plano doctrinal.
Hay que destacar cómo la Iglesia, aún en las peores
crisis, siempre ha defendido el celibato eclesiástico. En el Concilio de Trento
hubo muchas presiones de emperadores, reyes, príncipes y representantes eclesiásticos
para abolir el celibato – como ya habían hecho los reformadores protestantes - pero
los padres conciliares decidieron mantener su praxis tradicional.
Uno de los grandes logros de Trento fue la institución
de los seminarios para la formación de los candidatos al sacerdocio (cf. canon
8 del Decreto de reforma de la sesión XXIII, 15 de julio de 1563). Esta
decisión fue la más decisiva para la salvaguarda del celibato eclesiástico,
porque permitió que ya desde temprana edad los candidatos a las Órdenes
recibieran una formación intelectual y espiritual que les permitiera asumir con
garantías el compromiso del celibato virginal. La institución de los seminarios
permitió a la Iglesia contar con tantos candidatos vírgenes que a partir de
entonces se pudo ir prescindiendo de ordenar a varones casados.
A pesar de que los movimientos que cuestionan el
celibato han sido recurrentes a lo largo de la Historia,
la experiencia multisecular de la Iglesia proporciona abundantes razones favorables
a que este carisma se mantenga vinculado a la vocación sacerdotal. Los estudios
históricos más actuales acerca del origen y desarrollo del celibato en
Occidente y Oriente, han venido a corroborar que la praxis del celibato está
profundamente unida al ministerio ordenado.
En la segunda mitad del siglo XX, documentos como el Decreto
Presbyteroum ordinis (1965) del Concilio
Vaticano II, la Encíclica Sacerdotalis
caelibatus (1967) de Pablo VI y la Exhortación apostólica postsinodal Pastores dabo vobis (1992) de Juan Pablo
II, no sólo han afirmado la enseñanza y la disciplina tradicionales, sino que
han añadido razones nuevas y de mayor profundidad teológica en favor el
celibato sacerdotal.
Bibliografía
recomendada:
STICKLER, ALFONS M., Il
celibato ecclesiastico. La sua storia e i suoi fondamenti teologici,
Librería Editrice Vaticana, Cittá del Vaticano 1994.
MCGOVERN, Thomas, El
celibato eclesiástico, Ediciones Cristiandad, Madrid 2004.
LORDA, Juan
Luis (ed.), El celibato sacerdotal.
Espiritualidad, disciplina, y formación de las vocaciones al sacerdocio,
EUNSA, Pamplona 2006.