Trigésimo séptimo día de confinamiento. Llevo dos días “rumiando” una frase de la colaboración de las venerables hermanas benedictinas de Santiago de este domingo. Escribían sobre el cuidado a las monjas ancianas que viven en san Paio de Antealtares: “hacerlas sonreír, que se sientan queridas, cuidadas ya lo están cada minuto. La “carne de Cristo” se revela muy especialmente en ellas”. Y recordé a los miles de ancianos que en toda España pasan los últimos años de su vida en una residencia, atendidos por personas ajenas a su historia. Son cuidadas por profesionales, eficaces sin duda, pero que se ven obligados a ejercer su trabajo con rapidez, lo que conlleva una cierta frialdad. En el mejor de los casos encontrarán un segundo para una sonrisa fugar o un comentario alentador, pero serán siempre destellos de humanidad.

Soy consciente de que muchas familias ingresan a sus abuelos en residencias porque honestamente les resulta imposible prestarles una atención adecuada con los medios limitados que hay en un hogar. Sobre todo, cuando afrontan la recta final de su existencia aquejados por enfermedades tan graves e invalidantes que requieren aparataje técnico o medicación difícil de administrar.

Pero también soy consciente de que muchos ancianos son víctimas de una cultura del descarte que prioriza el carpe diem a los sentimientos y a las obligaciones morales que se contraen con los miembros de la propia familia. En estos casos las residencias se convierten en espantosos aparcamientos de personas. Aceptemos que son una minoría de casos, pero los hay.

Para esos ancianos el confinamiento obligado por la pandemia del covid-19 no es, por desgracia, ningún trauma. Están acostumbrados a la soledad y a los efectos devastadores del desamor. No me imagino cómo pueden vivir la desafección de sus seres queridos. En la mayoría de los casos son personas que han quemado su existencia para proporcionarle un futuro a sus hijos. Y ahora se ven privados del calor de un hogar. Precisamente cuando más débiles son, cuando más amor precisan.

Mi mujer acostumbra a decir que los pobres tienen derecho a la belleza. No sólo al alimento, al vestido, a un trabajo… sino también a gozar de la hermosura, del amor, de la amistad, de las risas cómplices que sólo se dan entre íntimos. No basta con tener cubiertas las necesidades primarias. Las personas necesitamos la cercanía de nuestros semejantes. Somos seres sociales y sólo nos desarrollamos en plenitud en comunión con los demás.

En mi casa convivimos dos adultos (ya muy adultos), una joven, una niña de doce años, un bebé de mes y medio y una anciana de ochenta y siete años, ya bisabuela. Reconozco que tiene manías difíciles de aceptar a veces, que su carácter no es el más educativo para mis hijas y que sería más cómodo no tener que compartir sus limitaciones físicas. Pero agradezco a Dios tenerla en casa y que me dé la oportunidad de devolverle un poco de lo mucho que hizo por mí.
Antonio Gutiérrez
pastoralsantiago.es
Foto: Miguel Castaño
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