Un buen grupo de personas, descendientes de Jacob, a raíz de
las plagas con que Dios hirió a Egipto, huyeron del lugar de Gosén y se
dejaron conducir por Moisés, que contaba, aunque sin firme convicción,
con el permiso de los egipcios. Sin embargo, al recapacitar el faraón y
ver que se quedaba sin aquella mano de obra tan poco costosa, envió su
ejército para hacer volver a aquella gente. A la altura del Mar Rojo,
los que escapaban a pie fueron sorteando el agua de los Lagos Amargos, y
pasaron a la otra orilla. En cambio el ejército egipcio, que montaba
carros tirados por caballos, se hundió en aquella tierra pantanosa. El
pueblo creyente vio allí la mano de Dios, por lo que se puso a cantar:
“Cantaré al Señor, que se ha cubierto de gloria; caballos y carros ha
sepultado en el mar”. La victoria de los humildes contra un ejército
poderoso, era una muestra de que el Señor estaba con ellos, de que el
Dios vivo los había salvado.
José Fernández Lago
pastoralsantiago.es