Cumplamos nosotros lo que dijo el profeta: «Yo me dije: vigilaré mi
proceder para no pecar con la lengua. Pondré una mordaza a mi boca.
Enmudecí, me humillé y me abstuve de hablar aun de cosas buenas». Enseña
aquí el profeta que, si hay ocasiones en las cuales debemos renunciar a
las conversaciones buenas por exigirlo así la misma taciturnidad,
cuánto más deberemos abstenernos de las malas conversaciones por el
castigo que merece el pecado. Por lo tanto, dada la importancia que
tiene la taciturnidad, raras veces recibirán los discípulos perfectos
licencia para hablar, incluso cuando se trate de conversaciones
honestas, santas y de edificación, para que guarden un silencio lleno de
gravedad. Porque escrito está: «En mucho charlar no faltará pecado». Y
en otro lugar: «Muerte y vida están en poder de la lengua».
(REGLA de san BENITO capítulo VI: La taciturnidad, 1-5)
Silencio.
O mejor, «taciturnidad» que es el vocablo que emplea san Benito en el
capítulo VI. La taciturnidad es el arte de saber hablar y saber callar.
No es mutismo, no es ausencia de palabras. Es plenitud para escuchar al
Señor y acoger su Palabra. Es aprender a equilibrar nuestras palabras
ante su Palabra. Y esto se aprende poco a poco, pero tampoco hace falta
ser “discípulo perfecto” para poder hablar…
Los padres y las madres del monacato suelen decir que hay personas
que están calladas todo el día pero que su corazón está juzgando y
condenando en su interior, y otros que hablan todo el día, pero su
corazón está en el Señor. Obviamente, es necesario un equilibrio, pero
nos enseñan que el silencio más importante (y que necesita del exterior)
es el interior.
Siempre procuramos que los chavales que vienen al monasterio se den
cuenta que necesitan el silencio para poder reflexionar y pensar sobre
su vida porque ¡no lo hacen! Una de las veces que les pregunté: ¿Alguna
vez estáis en silencio? Un chavalín me contestó: “¡Sí, cuando estoy con
el móvil…!” Respuesta antológica… Me hizo pensar…
¿Y vosotros, cómo son vuestros silencios, cómo vuestras palabras?
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