Al dirigirse a los habitantes de la ciudad de Jerusalén y a
los venidos de fuera, San Pedro, acompañado de los otros Once, se
pronuncia en torno a lo acontecido aquel día. No ha sido algo en
absoluto inesperado: más bien ha sido el cumplimiento de la profecía de
Joel. El Señor, en estos tiempos finales, había de derramar su Espíritu
sobre los hombres de uno y otro lugar, de una y otra condición. De ese
modo, profetizarán unos y otros, de suerte que todo el que invocara el
nombre del Señor, se salvaría.
Pasa entonces a referirse a Jesús el Nazareno, que pasó por la vida
haciendo el bien, a pesar de lo cual ellos lo habían entregado, tal como
Dios había previsto. Pero el Señor le resucitó, tal como estaba
anunciado en los Salmos, que no iba a experimentar la corrupción del
sepulcro. Ahora, sentado a la derecha del Padre, como indica otro Salmo,
ha enviado al Espíritu Santo, que es lo que ellos ven y oyen. Así pues,
si quieren ser fieles al Señor, han de convertirse de sus pecados y
bautizarse en el Nombre de Jesús, para que consigan el perdón de sus
culpas y reciban el perdón de sus pecados. Como resultado, se bautizaron
entonces en torno a tres mil.
José Fernández Lago
pastoralsantiago.es
Foto: Miguel Castaño