El servicio de prensa vaticano ha difundido este 24 de marzo el mensaje del Papa para la 57ª Jornada Mundial de las Vocaciones,
que se celebra el 3 de mayo. Como de costumbre, el Papa difunde este
mensaje con antelación para ayudar a la reflexión previa sobre el tema.
En el mensaje, el Papa reconoce que "el Señor sabe que una opción
fundamental de vida —como la de casarse o consagrarse de manera especial
a su servicio— requiere valentía. Él conoce las preguntas, las dudas y las dificultades que agitan la barca de nuestro corazón, y por eso nos asegura: “No tengas miedo, ¡yo estoy contigo!”
Ante el riesgo de fatiga, acedia o desánimo, el Pontífice anima a todos a abrirse "a la alabanza, esta es la última palabra de la vocación".
El ejemplo que propone en María: "Ella, agradecida por la mirada que
Dios le dirigió, abandonó con fe sus miedos y su turbación, abrazó con
valentía la llamada e hizo de su vida un eterno canto de alabanza al
Señor".
Este es el texto completo del mensaje.
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Las palabras de la vocación
Mensaje del papa Francisco para la 57ª Jornada Mundial de las Vocaciones (3 de mayo de 2020)
El 4 de agosto del año pasado, en el 160 aniversario de la muerte del
santo Cura de Ars, quise ofrecer una Carta a los sacerdotes, que por la
llamada que el Señor les hizo, gastan la vida cada día al servicio del
Pueblo de Dios.
En esa ocasión, elegí cuatro palabras clave —dolor, gratitud, ánimo y
alabanza— para agradecer a los sacerdotes y apoyar su ministerio.
Considero que hoy, en esta 57 Jornada Mundial de Oración por las
Vocaciones, esas palabras se pueden retomar y dirigir a todo el Pueblo
de Dios, a la luz de un pasaje evangélico que nos cuenta la singular
experiencia de Jesús y Pedro durante una noche de tempestad, en el lago
de Tiberíades (cf. Mt 14,22-33).
Después de la multiplicación de los panes, que había entusiasmado a
la multitud, Jesús ordenó a los suyos que subieran a la barca y lo
precedieran en la otra orilla, mientras Él despedía a la gente. La
imagen de esta travesía en el lago evoca de algún modo el viaje de
nuestra existencia. En efecto, la barca de nuestra vida avanza
lentamente, siempre inquieta porque busca un feliz desembarco, dispuesta
para afrontar los riesgos y las oportunidades del mar, aunque también
anhela recibir del timonel un cambio de dirección que la ponga
finalmente en el rumbo adecuado. Pero, a veces puede perderse, puede
dejarse encandilar por ilusiones en lugar de seguir el faro luminoso que
la conduce al puerto seguro, o ser desafiada por los vientos contrarios
de las dificultades, de las dudas y de los temores.
También sucede así en el corazón de los discípulos. Ellos, que están
llamados a seguir al Maestro de Nazaret, deben decidirse a pasar a la
otra orilla, apostando valientemente por abandonar sus propias
seguridades e ir tras las huellas del Señor. Esta aventura no es
pacífica: llega la noche, sopla el viento contrario, la barca es
sacudida por las olas, y el miedo de no lograrlo y de no estar a la
altura de la llamada amenaza con hundirlos.
Pero el Evangelio nos dice que, en la aventura de este viaje difícil,
no estamos solos. El Señor, casi anticipando la aurora en medio de la
noche, caminó sobre las aguas agitadas y alcanzó a los discípulos,
invitó a Pedro a ir a su encuentro sobre las aguas, lo salvó cuando lo
vio hundirse y, finalmente, subió a la barca e hizo calmar el viento.
Así pues, la primera palabra de la vocación es gratitud. Navegar en
la dirección correcta no es una tarea confiada sólo a nuestros propios
esfuerzos, ni depende solamente de las rutas que nosotros escojamos.
Nuestra realización personal y nuestros proyectos de vida no son el
resultado matemático de lo que decidimos dentro de un “yo” aislado; al
contrario, son ante todo la respuesta a una llamada que viene de lo
alto. Es el Señor quien nos concede en primer lugar la valentía para
subirnos a la barca y nos indica la orilla hacia la que debemos
dirigirnos. Es Él quien, cuando nos llama, se convierte también en
nuestro timonel para acompañarnos, mostrarnos la dirección, impedir que
nos quedemos varados en los escollos de la indecisión y hacernos capaces
de caminar incluso sobre las aguas agitadas.
Toda vocación nace de la mirada amorosa con la que el Señor vino a
nuestro encuentro, quizá justo cuando nuestra barca estaba siendo
sacudida en medio de la tempestad. «La vocación, más que una elección
nuestra, es respuesta a un llamado gratuito del Señor» (Carta a los
sacerdotes, 4 agosto 2019); por eso, llegaremos a descubrirla y a
abrazarla cuando nuestro corazón se abra a la gratitud y sepa acoger el
paso de Dios en nuestra vida.
Cuando los discípulos vieron que Jesús se acercaba caminando sobre
las aguas, pensaron que se trataba de un fantasma y tuvieron miedo. Pero
enseguida Jesús los tranquilizó con una palabra que siempre debe
acompañar nuestra vida y nuestro camino vocacional: «¡Ánimo, soy yo, no
tengáis miedo!» (v. 27). Esta es precisamente la segunda palabra que
deseo daros: ánimo.
Lo que a menudo nos impide caminar, crecer, escoger el camino que el
Señor nos señala son los fantasmas que se agitan en nuestro corazón.
Cuando estamos llamados a dejar nuestra orilla segura y abrazar un
estado de vida —como el matrimonio, el orden sacerdotal, la vida
consagrada—, la primera reacción la representa frecuentemente el
“fantasma de la incredulidad”: No es posible que esta vocación sea para
mí; ¿será realmente el camino acertado? ¿El Señor me pide esto justo a
mí?
Y, poco a poco, crecen en nosotros todos esos argumentos,
justificaciones y cálculos que nos hacen perder el impulso, que nos
confunden y nos dejan paralizados en el punto de partida: creemos que
nos equivocamos, que no estamos a la altura, que simplemente vimos un
fantasma que tenemos que ahuyentar.
El Señor sabe que una opción fundamental de vida —como la de casarse o
consagrarse de manera especial a su servicio— requiere valentía. Él
conoce las preguntas, las dudas y las dificultades que agitan la barca
de nuestro corazón, y por eso nos asegura: “No tengas miedo, ¡yo estoy
contigo!”. La fe en su presencia, que nos viene al encuentro y nos
acompaña, aun cuando el mar está agitado, nos libera de esa acedia que
ya tuve la oportunidad de definir como «tristeza dulzona» (Carta a los
sacerdotes, 4 agosto 2019), es decir, ese desaliento interior que nos
bloquea y no nos deja gustar la belleza de la vocación.
En la Carta a los sacerdotes hablé también del dolor, pero aquí
quisiera traducir de otro modo esta palabra y referirme a la fatiga.
Toda vocación implica un compromiso. El Señor nos llama porque quiere
que seamos como Pedro, capaces de “caminar sobre las aguas”, es decir,
que tomemos las riendas de nuestra vida para ponerla al servicio del
Evangelio, en los modos concretos y cotidianos que Él nos muestra, y
especialmente en las distintas formas de vocación laical, presbiteral y
de vida consagrada. Pero nosotros somos como el Apóstol: tenemos deseo y
empuje, aunque, al mismo tiempo, estamos marcados por debilidades y
temores.
Si dejamos que nos abrume la idea de la responsabilidad que nos
espera —en la vida matrimonial o en el ministerio sacerdotal— o las
adversidades que se presentarán, entonces apartaremos la mirada de Jesús
rápidamente y, como Pedro, correremos el riesgo de hundirnos. Al
contrario, a pesar de nuestras fragilidades y carencias, la fe nos
permite caminar al encuentro del Señor resucitado y también vencer las
tempestades. En efecto, Él nos tiende la mano cuando el cansancio o el
miedo amenazan con hundirnos, y nos da el impulso necesario para vivir
nuestra vocación con alegría y entusiasmo.
Finalmente, cuando Jesús subió a la barca, el viento cesó y las olas
se calmaron. Es una hermosa imagen de lo que el Señor obra en nuestra
vida y en los tumultos de la historia, de manera especial cuando
atravesamos la tempestad: Él ordena que los vientos contrarios cesen y
que las fuerzas del mal, del miedo y de la resignación no tengan más
poder sobre nosotros.
En la vocación específica que estamos llamados a vivir, estos vientos
pueden agotarnos. Pienso en los que asumen tareas importantes en la
sociedad civil, en los esposos que —no sin razón— me gusta llamar “los
valientes”, y especialmente en quienes abrazan la vida consagrada y el
sacerdocio. Conozco vuestras fatigas, las soledades que a veces abruman
vuestro corazón, el riesgo de la rutina que poco a poco apaga el fuego
ardiente de la llamada, el peso de la incertidumbre y de la precariedad
de nuestro tiempo, el miedo al futuro. Ánimo, ¡no tengáis miedo! Jesús
está a nuestro lado y, si lo reconocemos como el único Señor de nuestra
vida, Él nos tiende la mano y nos sujeta para salvarnos.
Y entonces, aun en medio del oleaje, nuestra vida se abre a la
alabanza. Esta es la última palabra de la vocación, y quiere ser también
una invitación a cultivar la actitud interior de la Bienaventurada
Virgen María. Ella, agradecida por la mirada que Dios le dirigió,
abandonó con fe sus miedos y su turbación, abrazó con valentía la
llamada e hizo de su vida un eterno canto de alabanza al Señor.
Queridos hermanos: Particularmente en esta Jornada, como también en
la acción pastoral ordinaria de nuestras comunidades, deseo que la
Iglesia recorra este camino al servicio de las vocaciones abriendo
brechas en el corazón de los fieles, para que cada uno pueda descubrir
con gratitud la llamada de Dios en su vida, encontrar la valentía de
decirle “sí”, vencer la fatiga con la fe en Cristo y, finalmente,
ofrecer la propia vida como un cántico de alabanza a Dios, a los
hermanos y al mundo entero. Que la Virgen María nos acompañe e interceda
por nosotros.
Roma, San Juan de Letrán, 8 de marzo de 2020, II Domingo de Cuaresma.
FRANCISCO
ReligiónenLibertad