La leyenda de san Gil (Aegidius), una de las más famosas en la Edad
Media, procede de una biografía escrita en el siglo X. De acuerdo con
aquel escrito, Gil era ateniense por nacimiento. Durante los primeros
años de su juventud, devolvió la salud a un mendigo enfermo, en virtud
de haberle cedido su capa, tal como había sucedido con san Martín.
Gil despreciaba los bienes temporales y detestaba el aplauso y las
alabanzas de los hombres, que llovieron sobre él, tras la muerte de sus
padres, debido a la prodigalidad con que daba limosnas y los milagros
que se le atribuían.
Para escapar, se embarcó hacia el Occidente, llegó a Marsella y, luego de pasar dos años en Arles, junto a san Cesareo, se construyó una ermita en mitad de un bosque, cerca de la desembocadura del Ródano.
En aquella soledad se alimentaba con la leche de una cierva que
acudía con frecuencia y se dejaba ordeñar mansamente por el ermitaño.
Cierto día, Flavio, el rey de los godos, que andaba de cacería,
persiguió a la cierva y le azuzó a los perros, hasta que el animal fue a
refugiarse junto a Gil, quien la ocultó en una cueva, y la partida de
caza pasó de largo frente a ella, incluso los perros, que parecían haber
perdido el olfato.
Al día siguiente, se reanudó la cacería y la cierva fue nuevamente
descubierta y perseguida hasta la cueva donde la ocultó el ermitaño y
donde se volvía invulnerable.
Al tercer día, el rey Flavio llevó consigo a un obispo para que
presenciara el suceso y tratase de explicarle el extraño proceder de sus
perros.
En aquella tercera ocasión, uno de los arqueros del rey disparó una
flecha al azar, a través de la maleza que cubría la entrada de la cueva.
Cuando los cazadores se abrieron paso hasta la caverna, encontraron a Gil herido por la flecha y a la cierva echada a sus pies.
Flavio y el obispo instaron al ermitaño para que diera cuenta de su
presencia en aquellos parajes. Gil les relató su historia y, al
escucharla, tanto el monarca como el prelado le pidieron perdón por
haber alterado la paz de su soledad y el rey impartió órdenes para que
fuesen en busca de un médico que le curase la herida de la flecha.
Pero san Gil rehusó aceptar la visita del doctor, no quiso tomar
ninguno de los regalos que le presentaron los de la partida real y rogó a
todos que le dejasen tranquilo en su solitario retiro.
El rey Flavio hizo frecuentes visitas a san Gil, y éste acabó
por solicitar al monarca que dedicase todas las limosnas y beneficios
que le ofrecía, a la fundación de un monasterio.
Flavio se comprometió a hacerlo, a condición de que Gil fuese el
primer abad. A su debido tiempo, el monasterio se levantó cerca de la
cueva del ermitaño, se agrupó una comunidad en torno a Gil, y muy pronto
la reputación de los nuevos monjes y de su abad llegó al oído de
Carlos, rey de Francia (a quien los trovadores medievales identificaron
con Carlomangno, aunque resulta anacrónico).
La corte mandó traer a san Gil a Orléans, donde se entretuvo
largamente con el rey en profunda charla sobre asuntos espirituales.
Sin embargo, en el curso de aquellas conversaciones, el monarca calló
una gravísima culpa que había cometido y le pesaba sobre la conciencia…
«el domingo siguiente, cuando el ermitaño oficiaba la misa y, según la
costumbre oraba especialmente por el rey durante el canon, apareció un
ángel del Señor que depositó sobre el altar un rollo de pergamino donde
estaba escrito el pecado que el monarca había cometido.
En el pergamino se advertía también que aquella culpa sería perdonada
por la intercesión de Gil, siempre y cuando el rey hiciese penitencia y
se comprometiese a no volver a cometerla …
Al terminar la misa, Gil entregó el rollo de pergamino al monarca,
quien, al leerlo, cayó de rodillas ante el santo y le suplicó que
intercediera por él ante Dios.
A continuación, el buen ermitaño se puso en oración para encomendar
al Señor el alma del monarca y a éste le recomendó, con dulzura, que se
abstuviese de cometer la misma culpa en el futuro».
Después de aquella temporada en la corte, san Gil regresó a su
monasterio y, al poco tiempo, partió a Roma para encomendar sus monjes a
la Santa Sede.
El Papa concedió innumerables privilegios a la comunidad, y al
monasterio le hizo el donativo de dos portones de cedro tallados con
primor.
A fin de poner a prueba su confianza en Dios, san Gil mandó arrojar
aquellas dos puertas a las aguas del Tiber, se embarcó en ellas y, con
viento propicio, navegaron por el Mediterráneo hasta las costas de
Francia.
Recibió una advertencia celestial sobre la proximidad de su muerte y
en la fecha vaticinada, un domingo l de septiembre, «dejó este mundo,
que se entristeció por la ausencia corporal de Gil, pero en cambio,
llenó de alegría los Cielos por su feliz arribo».
Este relato sobre san Gil y otros que circularon durante la Edad
Media y que son nuestras únicas fuentes de información resultan
completamente indignos de confianza.
Es evidente que algunos de sus pormenores son contradictorios y
anacrónicos; además, la leyenda está asociada con ciertas bulas
pontificias que, como ahora se sabe, fueron fraguadas para servir a los
intereses del monasterio de San Gil, en Provenza.
Lo más que se puede saber sobre el santo es que debe haber sido un ermitaño o un monje que vivió cerca de la desembocadura del Ródano, en el siglo sexto u octavo, y que el famoso monasterio que lleva su nombre afirma poseer sus reliquias.
La historia de la cierva se relaciona con varios santos, de entre los
cuales san Gil es el más famoso y, durante muchos siglos, uno de los
más populares.
Se le nombra entre los «Catorce Santos Auxiliadores» (el único entre
ellos que no fue mártir) y su tumba, en el monasterio, fue centro de
peregrinaciones de primerísima importancia que contribuyó a la
prosperidad de la ciudad de Saint Gilles durante la Edad Media, hasta el
siglo XIII, cuando quedó convertida en ruinas, durante la cruzada
contra los albigenses.
Otros cruzados bautizaron con el nombre de Saint Gilles a una ciudad
(la actual Sinjil) que fundaron en los límites de las regiones de
Benjamín y Efraín, de manera que su culto se extendió por todo el
oriente de Europa.
En Inglaterra había 160 parroquias dedicadas a él. Se le invoca como
protector de los tullidos, mendigos y herreros. Juan Lydgate, un monje
poeta de Bury, le invocaba así en el siglo quince:
Gil, santo protector de pobres y lisiados,
consuelo de los enfermos en su mala suerte,
refugio y escudo de los necesitados,
patrocinio de los que miran a la muerte.
Por ti, los moribundos vuelven a la vida.
consuelo de los enfermos en su mala suerte,
refugio y escudo de los necesitados,
patrocinio de los que miran a la muerte.
Por ti, los moribundos vuelven a la vida.
Artículo originalmente publicado por evangeliodeldia.org
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