Este 8 de junio de 2019, el Predicador de la Casa Pontificia, el
padre capuchino Raniero Cantalamessa ha dirigido dos detalladas
predicaciones a los miembros de la Renovación Carismática llegados a
Roma para celebrar Pentecostés y la presentación de Charis, el nuevo
órgano de comunión de las entidades carismáticas, creada por el
Dicasterio para los Laicos. Cantalamessa es ahora el asesor eclesiástico
de Charis. El sacerdote Pablo Cervera, director de la revista
Magníficat, ha traducido del italiano las dos grandes alocuciones que Cantalamessa proclamó ante los asistentes que publicamos completas.
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La Renovación Carismática Católica, una corriente de gracia para toda la Iglesia
Roma, Aula Pablo VI, 8 de junio de 2019; Inauguración del servicio de CHARIS
Parto de la convicción compartida por todos nosotros, y a menudo
repetida por el papa Francisco, de que la Renovación Carismática
Católica (RCC) es «una corriente de gracia para toda la Iglesia». Si la
RCC es una corriente de gracia para toda la Iglesia, tenemos el deber de
explicarnos a nosotros mismos y a la Iglesia en qué consiste esta
corriente de gracia y por qué está destinada y es necesaria para toda la
Iglesia. Explicar, en definitiva, qué somos y qué ofrecemos —mejor, qué
ofrece Dios— a la Iglesia con esta corriente de gracia.
De hecho, hasta ahora no hemos sido capaces —ni podíamos serlo— de decir con claridad qué es la Renovación Carismática.
En efecto, es necesario experimentar una forma de vida antes de
poderla definir. Así ha sucedido siempre en el pasado, con ocasión de la
aparición de nuevas formas de vida cristiana. Pobres de esos
movimientos y órdenes religiosas que nacen con mucho de regla y de
constituciones establecidas minuciosamente de partida, que hay que poner
luego en práctica como un protocolo a seguir. Es la vida la que,
progresando, adquiere una fisonomía y se da una regla, como el río, al
avanzar, se excava su propio lecho.
El Padre Raniero Cantalamessa, asesor eclesiástico de Charis, se
dirigió en el Vaticano a los miembros de la Renovación Carismático con
dos enseñanzas que presentamos traducidas del italiano
Debemos reconocer que hasta ahora hemos dado a la Iglesia ideas y
representaciones de la Renovación Carismática diferentes y a veces
contradictorias. Bastaría hacer una pequeña encuesta entre las
personas que viven fuera de ella, para darnos cuenta de la confusión que
reina en torno a la identidad de la Renovación Carismática.
Para algunos, es un movimiento de «entusiastas», no distinto de los
movimientos «entusiastas e iluminados» del pasado, el pueblo del
Aleluya, de las manos alzadas, que rezan y cantan en un lenguaje
incomprensible, un fenómeno, en definitiva, emocional y
superficial. Puedo decirlo con conocimiento de causa porque también yo,
durante mucho tiempo, estaba entre los que pensaban así.
Para otros será identificado con personas que realizan oraciones de
curación y realizan exorcismos; para otros incluso se trata de una
«infiltración» protestante y pentecostal en la Iglesia católica. En el
mejor de los casos la Renovación Carismática es vista como una
realidad en la que se puede confiar para muchas cosas en la parroquia,
pero por la que es mejor no dejarse implicar.
Como ha dicho alguien, gustan los frutos de la Renovación, pero no el árbol.
Después de 50 años de vida y de experiencia y con ocasión de la inauguración del nuevo organismo de servicio que es CHARIS, quizás ha llegado el momento de intentar hacer una relectura de esta realidad y dar una definición, aunque no sea definitiva, pues su camino no está del todo concluido.
Yo creo que la esencia de esta corriente de gracia está
providencialmente encerrada en su nombre «Renovación Carismática», con
la condición de comprender el verdadero significado de estas dos
palabras. Es lo que me propongo hacer, dedicando la primera parte de mi
intervención al sustantivo «Renovación» y la segunda parte al adjetivo
«carismática».
Primera parte: «Renovación»
Es necesario anteponer una premisa de carácter general para entender
la relación que existe entre el sustantivo «renovación» y el adjetivo
«carismática», y qué representa cada uno de ellos.
En la Biblia surgen claramente dos modos de obrar del Espíritu de
Dios. Existe, ante todo, la forma que podemos llamar carismática.
Consiste en el hecho de que el Espíritu de Dios viene sobre algunas
personas, en circunstancias especiales, y les otorga dones y
capacidades por encima de la capacidad humana para desempeñar la tarea
que Dios espera de ellas. Se habla del Espíritu de Dios que viene sobre
algunas personas y les otorga sus dones artísticos para la construcción
del templo (cf. Ex 31,3), que «irrumpe» sobre Sansón y le da un don de
fuerza para guiar las batallas de Dios (Jue 14,6), viene sobre Saúl y lo
unge rey (1 Sam 10,6), viene sobre los profetas y ellos profetizan (Is
61,1). La característica de este modo de obrar del Espíritu de Dios es
que se da a una persona, pero no para la persona misma, para hacerla más
agradable ante Dios, sino para el bien de la comunidad, para el
servicio. Algunos de los que en el Antiguo Testamento reciben estos
dones terminarán llevando una vida en absoluto conforme con el querer de
Dios.
Sólo en un segundo momento, prácticamente tras el exilio, se empieza a
hablar de un modo distinto de actuar del Espíritu de Dios, un modo que
posteriormente se llamará la acción santificadora del Espíritu (2 Tes
2,13). Por primera vez en el salmo 51 el Espíritu se define como
«santo»: «No me quites tu Santo Espíritu». El testimonio más claro es la
profecía de Ezequiel 36,26-27:
"Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo,
os quitaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré mi
espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis leyes y haré
que observéis y pongáis en práctica mis mandatos".
La novedad de este modo de actuar del Espíritu es que será sobre una
persona y permanece en ella y la transforma desde el interior, dándole
un corazón nuevo y una capacidad nueva de observar la ley. A
continuación, la teología llamará al primer modo de actuar del Espíritu «gratia gratis data», don gratuito, y al segundo «gratia gratum faciens», gracia que hace agradables a Dios.
Pasando del Antiguo al Nuevo Testamento, este doble modo de actuar
del Espíritu se hace incluso más claro. Basta leer primero el capítulo
12 de la Primera Carta a los Corintios donde se habla de todo tipo
carismas, y luego pasar al capítulo siguiente, el 13, donde se habla de
un don único, igual y necesario para todos que es la caridad.
Esta caridad es «el amor de Dios derramado en los corazones mediante el
Espíritu Santo» (Rom 5,5), el amor —así lo define santo Tomás de Aquino—
«con el que Dios nos ama a nosotros y con el que nos hace capaces de
amarle a él y a los hermanos»[1].
La relación entre la obra santificadora del Espíritu y su acción
carismática es vista por Pablo como la relación que existe entre el ser y
el actuar y como la relación que existe entre la unidad y la
diversidad en la Iglesia. La acción santificadora se refiere al ser del cristiano, los carismas se refieren al actuar, al servicio; la primera fundamenta la unidad de la Iglesia, la segunda, la variedad de
sus funciones. Sobre esto basta leer Efesios 4,4-13. Allí el Apóstol
expone primero lo que fundamenta el ser del cristiano y la unidad de
todos los creyentes: un solo cuerpo, un solo Espíritu, un solo Señor,
una sola fe, para pasar a hablar de la «gracia dada a cada uno según la
medida del don de Cristo»: apóstoles, evangelistas, maestros...
Es cierto que el carisma no se dado por causa, o de cara a la
santidad de una persona, pero también es cierto que no se mantiene sano e
incluso se corrompe y termina por provocar daños, si no reposa sobre el
terreno de una santidad personal. Recordar la prioridad de la obra
santificadora del Espíritu sobre la carismática es la contribución
específica que la RCC puede llevar al movimiento evangélico y
pentecostal, los cuales —es útil recordarlo— tuvieron entre sus matrices
el llamado «movimiento de santidad» (Holiness Movement).
El Apóstol no se limita a poner de relieve los dos modos de obrar del
Espíritu, sino que afirma también la prioridad absoluta de la acción
santificadora sobre la acción carismática. El obrar depende del ser (agere sequitur esse),
no al revés. Pablo pasa revista a la mayoría de los carismas —hablar
todas las lenguas, poseer el don de profecía, conocer todos los
misterios, distribuir todo a los pobres— y concluye que, sin la
caridad, no servirían de nada a quien los ejercita, aunque puedan
beneficiar a quien los recibe.
Todo lo que he dicho de la acción renovadora y santificadora del
Espíritu se encierra en el sustantivo «Renovación». ¿Por qué justamente
ese término? ¿Por qué llamamos «Seminario de vida nueva en el Espíritu» al
instrumento con el que uno se preparaba para recibir el bautismo en el
Espíritu? La idea de novedad acompaña desde el principio hasta el final
la revelación de la acción santificadora del Espíritu. Ya en Ezequiel se
habla de un «Espíritu nuevo». Juan habla de un «nacer de nuevo por el
agua y del Espíritu» (Jn 3,5). Pero es sobre todo san Pablo quien ve en
la «novedad» lo que caracteriza a toda la «nueva alianza» (2 Cor
3,6). Él define al creyente como un «hombre nuevo» (Ef 2,15; 4, 24) y al
bautismo como «un baño de renovación en el Espíritu Santo» (Tit 3,5).
Lo que hay que poner en claro enseguida es que esta vida nueva es la
vida traída por Cristo. Es él quien al resucitar de la muerte nos ha
dado la posibilidad gracias a nuestro bautismo, de «caminar en una vida
nueva» (Rom 6,4). Por tanto, es don, antes que deber, y un «hecho»,
antes que un «tener que hacer». En este momento se necesita una revolución copernicana en la mentalidad común del creyente católico
(¡no en la doctrina oficial de la Iglesia!) y esta es una de las
contribuciones más importantes que la Renovación Carismática puede
aportar —y ya ha traído en parte— a la vida de la Iglesia. Durante
siglos se ha insistido mucho sobre la moral, el deber, sobre qué hacer
para ganar la vida eterna, hasta invertir la relación y poner el deber
antes que el don, haciendo de la gracia el efecto, en lugar de la causa,
de nuestras buenas obras.
Incluso después de que el concilio de Trento, en respuesta a la
reforma protestante, había reafirmado la verdadera doctrina católica de
la prioridad de la gracia, la predicación popular, la dirección
espiritual, en definitiva, la pastoral de la Iglesia, incluso en
reacción a la posición extrema de Lutero, siguió insistiendo en las
obras más que en la gracia. Yo también hablo aquí por experiencia
personal porque es la formación que yo mismo recibí y que era común
antes del Concilio en los lugares de formación. Una formación denominada
«voluntarista» por la insistencia unilateral sobre el papel del
esfuerzo humano.
La Renovación Carismática, concretamente el bautismo en el Espíritu,
ha obrado dentro de mí aquella revolución copernicana de la que
hablaba y por eso estoy íntimamente convencido de que puede realizarla
en toda la Iglesia. Y es la revolución de la que depende la posibilidad
de evangelizar nuevamente el mundo post-cristiano. La fe brota en
presencia del kerygma, no en presencia de la didaché,
es decir, no en presencia de la teología, de la apologética, de la
moral. Estas cosas son necesarias para «formar» la fe y llevarla a la
perfección de la caridad, pero no soy capaz de generarla. El
cristianismo, a diferencia de cualquier otra religión, no comienza
diciendo a los hombres lo que deben hacer para salvarse; empieza
diciendo lo que Dios ha hecho, en Cristo Jesús, para salvarlos. Es la
religión de la gracia.
No hay peligro de que de este modo se caiga en el «quietismo»,
olvidando el compromiso por la adquisición de las virtudes. La Escritura
y la experiencia no dejan escapatoria sobre este punto: el signo más
cierto de la presencia del Espíritu de Cristo no son los carismas, sino
los «frutos del Espíritu». La RC debe, más bien, cuidarse de otro
peligro: lo que san Pablo reprocha a los Gálatas: «terminar con la carne
después de haber comenzado con el Espíritu» (cf. Gál 3,3), es decir,
volver a un viejo legalismo y moralismo que sería exactamente la
antítesis de lo que se entiende por «Renovación». Existe también, es
cierto, el peligro opuesto de hacer de la libertad «un pretexto para
vivir según la carne» (Gál 5, 13), pero ello es más fácilmente
reconocible.
En qué consiste la vida nueva en el Espíritu
Pero ahora ha llegado el momento de bajar más a lo concreto y ver en
qué consiste y cómo se manifiesta la vida nueva en el Espíritu y en qué
consiste la verdadera «Renovación». Nos apoyamos en san Pablo y más
concretamente en su Carta a los Romanos, porque es allí donde, casi
programáticamente, se exponen sus elementos constitutivos.
Una vida vivida en la ley del Espíritu
La vida nueva es, ante todo, una vida vivida «en la ley del Espíritu».
No hay ninguna condena para los que están en Cristo Jesús, porque la
ley del Espíritu, que da vida en Cristo Jesús, te liberó de la ley del
pecado y de la muerte (Rom 8, 1-2).
No se entiende qué significa la expresión «ley del Espíritu» si no es
a partir del acontecimiento de Pentecostés. En el Antiguo Testamento
existieron dos interpretaciones fundamentales de la fiesta de
Pentecostés. Al comienzo, Pentecostés era la fiesta de la cosecha (cf.
Núm 28,26ss), cuando se ofrecía a Dios la primicia del trigo (cf. Ex
23,16; Dt 16,9). Pero posteriormente, y ciertamente en el tiempo de
Jesús, la fiesta se había enriquecido con un nuevo significado. Era la
fiesta que recordaba la entrega de la ley sobre el monte Sinaí y la
alianza establecida entre Dios y su pueblo; la fiesta, en definitiva,
que conmemoraba los acontecimientos descritos en Ex 19-20. «Este día de
la fiesta de las semanas —dice un texto de la actual liturgia judía de
Pentecostés (Shavuot)— es el tiempo del don de nuestra Torá».
Parece que san Lucas ha descrito deliberadamente la venida del
Espíritu Santo con los rasgos que marcaron la teofanía del Sinaí; usa,
efectivamente, imágenes que recuerdan las del terremoto y del fuego. La
liturgia de la Iglesia confirma esta interpretación, desde el momento
que inserta Ex 19 entre las lecturas de la vigilia de Pentecostés.
¿Qué viene a decirnos, de nuestro Pentecostés, esta aproximación?
¿Qué significa, en otras palabras, el hecho de que el Espíritu Santo
desciende sobre la Iglesia precisamente en el día en que Israel
recordaba el don de la ley y de la alianza? Ya san Agustín se planteaba
esta pregunta y daba la siguiente respuesta. Cincuenta días después de
la inmolación del cordero en Egipto, en el monte Sinaí, el dedo de Dios
escribió la ley de Dios sobre tablas de piedra, y he aquí que cincuenta
días después de la inmolación del verdadero Cordero de Dios que es
Cristo, de nuevo el dedo de Dios, el Espíritu Santo, escribe la ley;
pero esta vez no en tablas de piedra, sino sobre las tablas de carne de
los corazones[2].
Esta interpretación se basa sobre la afirmación de Pablo, que define a
la comunidad de la Nueva Alianza como una «carta de Cristo, compuesta
no con tinta, sino con el Espíritu del Dios viviente, no en tablas de
piedra, sino en las tablas de carne de los corazones» (cf. 2 Cor 3,3).
De golpe, se iluminan las profecías de Jeremías y de
Ezequiel sobre la Nueva Alianza: «Esta será la alianza que yo pactaré
con la casa de Israel, después de aquellos días, dice el Señor: Pondré
mi Ley en su alma, la escribiré en su corazón» (Jer 31,33). No ya sobre
tablas de piedra, sino sobre corazones; no ya una ley exterior, sino una
ley interior.
¿Cómo actúa, en concreto, esta nueva ley que es el Espíritu y en qué
sentido se puede llamar «ley»? ¡Actúa mediante el amor! La ley nueva
es lo que Jesús llama el «mandamiento nuevo» (Jn 13,34). El Espíritu
Santo ha escrito la nueva ley en nuestros corazones, infundiendo en
ellos el amor: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones
por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5,5). Este amor,
nos ha explicado santo Tomás, es el amor con el que Dios nos ama y con
el que, al mismo tiempo, hace que nosotros podamos volverlo a amar
y amar al prójimo. Es una capacidad nueva de amar.
Hay dos maneras según las cuales el hombre puede ser inducido a hacer, o a no hacer, cierta cosa: o por coacción o por atracción; la
ley exterior lo induce del primer modo, por coacción, con la amenaza
del castigo; el amor lo induce del segundo modo, por atracción. De
hecho, cada uno es atraído por lo que ama, sin que sufra ninguna
coacción desde el exterior. La vida cristiana debe ser vivida por
atracción, no por coacción, por amor, no por temor.
Una vida de hijos de Dios
En segundo lugar, la vida nueva en el Espíritu es una vida de hijos de Dios. Escribe también el Apóstol:
«Todos aquellos que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios. 15Y
vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos para recaer en el
miedo, sino que habéis recibido el Espíritu que hace hijos adoptivos,
por medio del cual exclamamos: “¡Abbá! ¡Padre!” 16El Espíritu mismo, junto a nuestro espíritu, testifica que somos hijos de Dios» (Rom 8,14-16).
Esta es una idea central del mensaje de Jesús y de todo el Nuevo
Testamento. Gracias al bautismo que nos ha injertado en Cristo, hemos
sido hechos hijos en el Hijo. ¿Qué puede llevar de nuevo a la Renovación
Carismática a este campo? Una cosa importantísima, a saber, el
descubrimiento y la toma de conciencia existencial de la paternidad de
Dios que ha hecho que más de uno rompa a llorar en el momento del
bautismo en Espíritu. De derecho nosotros somos hijos por el bautismo, pero de hecho lo llegamos a ser gracias a una acción del Espíritu Santo que continúa en la vida.
Y he aquí en qué consiste la obra del Espíritu Santo. Mientras el
hombre vive en el régimen del pecado, Dios, dice el Apóstol, se le
presenta inevitablemente como un antagonista y como un obstáculo.
Respecto del Padre celestial, hay una sorda enemistad que la ley no hace
más que poner de relieve. El hombre «cae en la concupiscencia», quiere
determinadas cosas. Ambiciona el poder, el placer, la gloria y Dios se
le presenta como aquel que le bloquea la carretera, oponiéndose a esos
deseos con sus imperiosos: «Tú debes», «Tú no debes»: «Tú no debes
desear la mujer de los otros», «Tú no debes desear las pertenencias
ajenas». «Los deseos de la carne están en rebelión contra Dios, porque
no se someten a su ley» (Rom 8,7). El hombre viejo está en rebelión
contra su Creador y, si pudiera, querría incluso que no existiera.
Ahora vemos qué hace el Espíritu Santo en la medida en que le
permitimos actuar en nosotros. Él nos abre un ojo nuevo sobre Dios, nos
lo hace ver no ya como el enemigo de nuestra alegría, sino, por el
contrario, como nuestro aliado, aquel que nos es realmente favorable y
que por nosotros «no se reservó a su Hijo». En definitiva, el Espíritu
Santo lleva, en el corazón «el amor de Dios» (Rom 5,5).
Nace el sentimiento filial. Dios, de amo se convierte en padre. Este es el momento radiante en el que se exclama, por primera vez, con todo el movimiento del corazón: ¡Abbá,
Padre mío! Es uno de los efectos más frecuentes del bautismo en el
Espíritu. Recuerdo a una señora anciana de Milán que, recibido el
bautismo en el Espíritu, daba vueltas diciendo a todos los que
encontraba de su grupo: «¡Me siento una niña, me siento una niña! ¡He
descubierto que tengo a Dios como papá!». Experimentar la paternidad de
Dios significa hacer la experiencia de su amor infinito y de su
misericordia.
Una vida en el señorío de Cristo
Finalmente, la vida nueva es una vida en el señorío de Cristo. Escribe el Apóstol:
Si con tu boca proclamas: «¡Jesús es el Señor!», y con tu corazón
crees que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rom
10,9).
Y de nuevo poco después en la misma Carta:
7Ninguno de nosotros, en efecto, vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo, 8porque si vivimos, vivimos para el Señor, si morimos, morimos para el Señor. En la vida y en la muerte somos del Señor. 9Para esto murió y resucitó Cristo: para ser el Señor de vivos y muertos (Rom 14,7-9).
Este especial conocimiento de Jesús es obra del Espíritu Santo:
«Nadie puede decir: “¡Jesús es el Señor!”, si no es bajo la acción del
Espíritu Santo» (1 Cor 12,3). El don más evidente que yo recibí con ocasión de mi bautismo en el Espíritu fue el descubrimiento del señorío de Cristo.
Hasta entonces yo era un estudioso de cristología, dictaba cursos y
escribía libros sobre las doctrinas cristológicas antiguas; el Espíritu
Santo me convirtió desde la cristología a Cristo. Qué emoción al escuchar en julio de 1977, en el estadio de Kansas City, a 40 mil creyentes de diversas denominaciones cristianas cantar: «He's Lord, He is Lord. He's risen from the dead and is Lord. Every shall bow every tongue confess that Jesus Christ is Lord». Para
mí, todavía observador externo de la Renovación, aquel canto tenía
resonancias cósmicas, cuestionaba lo que está en los cielos, en la
tierra y en los abismos. ¿Por qué no repetir, en una ocasión como esta,
aquella experiencia y proclamar juntos, en el canto, el señorío
de Cristo…? Cantémoslo en inglés los que lo sepan...
¿Qué hay de especial, en la proclamación de Jesús como Señor, que la
hace tan distinta y determinante? Que con ella no se hace sólo una
profesión de fe, sino que se toma una decisión personal. Quien
la pronuncia, decide el sentido de su vida. Es como si dijera: «Tú eres
mi Señor; yo me someto a ti, yo te reconozco libremente como mi
salvador, mi cabeza, mi maestro, aquel que tiene todos los derechos
sobre mí. Te cedo con alegría las riendas de mi vida».
Este redescubrimiento luminoso de Jesús como Señor es quizás la
gracia más hermosa que, en nuestros tiempos, Dios ha otorgado a su
Iglesia a través de la RC. Al comienzo la proclamación de Jesús como
Señor (Kyrios) fue, para la evangelización, lo que es la reja
para el arado: esa especie de espada que primero surca el terreno y
permite que el arado trace el surco. En este punto intervino
lamentablemente un cambio en el tránsito del ambiente judío al
helénico. En el mundo judío el título Adonai, Señor, por sí solo, bastaba para proclamar la divinidad de Cristo.
Y de hecho, con él, el día de Pentecostés, Pedro proclama al mundo a
Jesucristo: «Sepa con certeza toda la casa de Israel que Dios ha
constituido Señor y Mesías a aquel Jesús que vosotros habéis
crucificado» (Hch 2, 36).
En la predicación a los paganos ese título ya no era suficiente.
Muchos, a partir del emperador romano, se hacían llamar señores. Lo
observa con tristeza el Apóstol: «Hay muchos dioses y muchos señores,
pero para nosotros solo hay un Señor, Jesucristo» (cf. 1 Cor 8,5-6). Ya
en el siglo III el título de Señor no se comprende en su significado
kerigmático; es considerado el título propio de quien todavía está en el
estadio del «siervo» y del miedo, inferior, por tanto, al título de
Maestro, que es propio del «discípulo« y del amigo[3].
Se sigue ciertamente hablando de Jesús «Señor», pero se ha convertido
en un título como los demás, incluso más a menudo uno de los elementos
del nombre completo de Cristo: «Nuestro Señor Jesucristo». Pero una cosa es decir «nuestro Señor Jesucristo» y otra decir: «¡Jesucristo es nuestro Señor!» (con exclamación).
¿Dónde está, en todo esto, el salto cualitativo que el Espíritu Santo
nos hace hacer en el conocimiento de Cristo? ¡Está en el hecho de que
la proclamación de Jesús Señor es la puerta que introduce en el
conocimiento de Cristo resucitado y vivo! No ya un Cristo personaje,
sino persona; no ya un conjunto de tesis, de dogmas (y de las
correspondientes herejías), no ya solo objeto de culto y de memoria,
sino realidad viviente en el Espíritu. Entre este Jesús vivo y el de los
libros y las discusiones doctas sobre él, corre la misma diferencia que
entre el cielo verdadero y un cielo dibujado en una hoja de papel. Si
queremos que la nueva evangelización no quede en un piadoso deseo,
debemos poner la «reja» delante del arado, el kerygma delante de la
parénesis.
La común experiencia del señorío de Cristo es también lo que más
empuja a la unidad de los cristianos, como vemos que ocurre también aquí
entre nosotros. Una de las tareas prioritarias de CHARIS, según las
indicaciones del Santo Padre, es precisamente la de promover con todos
los medios esta unidad entre todos los creyentes en Cristo, el respeto
recíproco de la propia identidad.
Una corriente de gracia para toda la Iglesia
Creo que a estas alturas está claro por qué decimos que la Renovación
Carismática es una corriente de gracia para toda la Iglesia.
Todo lo que la Palabra de Dios nos ha revelado sobre la vida nueva en
Cristo —una vida vivida según la ley del Espíritu, una vida como hijos
de Dios y una vida en el señorío de Cristo—, todo esto no es más que la
sustancia de la vida y de la santidad cristianas. Es la vida bautismal
actuada en plenitud, es decir, no sólo pensada y creída, sino
vivida y propuesta, y no a algunas almas privilegiadas solamente, sino
para todo el pueblo santo de Dios. Una de las máximas que le gustan al
papa Francisco es que «la realidad es superior a la idea»[4],
y que lo vivido es superior a lo pensado. Creo que la Renovación
Carismática puede ser (y en parte ha sido) de gran ayuda para hacer
pasar las grandes verdades de la fe desde lo pensado a lo vivido, para
hacer pasar el Espíritu Santo de los libros de teología de la
experiencia de los creyentes.
San Juan XXIII concibió el Concilio Vaticano como la ocasión para un
«nuevo Pentecostés» para la Iglesia. El Señor ha respondido a
esta oración del Papa más allá de toda expectativa. Pero, ¿qué significa
«un nuevo Pentecostés»? No puede consistir sólo en una nueva floración
de carismas, de ministerios, de señales y prodigios, en una bocanada de
aire fresco en el rostro de la Iglesia. Estas cosas son el reflejo y el
signo de algo más profundo. Un nuevo Pentecostés, para ser
verdaderamente tal, debe suceder en la profundidad que el Apóstol nos ha
revelado; debe renovar el corazón de la Esposa, no sólo su vestido.
Sin embargo, para ser la corriente de gracia que hemos descrito, la
Renovación Carismática necesita renovarse ella misma y a esto quiere
contribuir la creación de CHARIS. «No pienses —escribió Orígenes en el
siglo III— que basta ser renovados una sola vez; hay que renovar la
misma novedad: “Ipsa novitas innovanda est”»[5]. No hay que asombrarse de ello. Es lo que sucede en cada proyecto de Dios en el momento en que se pone en manos del hombre.
Inmediatamente después de mi adhesión a la Renovación, un día, en
oración, me impactaron algunos pensamientos. Me parecía intuir lo que el
Señor estaba haciendo de nuevo en la Iglesia; cogí un folio y una pluma
y escribí algunos pensamientos sobre los que yo mismo me asombraba,
poco en ellos era fruto de mi reflexión. Se encuentran impresos en mi
libro La sobria embriaguez del Espíritu[6], pero me permito compartirlos de nuevo con vosotros porque me parece que es el punto desde el que debemos volver a empezar.
El Padre quiere glorificar a su Hijo Jesucristo sobre la tierra de
modo nuevo, con una nueva invención. El Espíritu Santo es encargado de
esta glorificación, porque está escrito: «Él me glorificará y tomará de
lo mío». Una vida cristiana consagrada enteramente a Dios, sin fundador,
ni regla ni congregación nuevos. Fundador: ¡Jesús! Regla: ¡El Evangelio
interpretado por el Espíritu Santo! Congregación: ¡La Iglesia! No
preocuparse del mañana, no querer hacer cosas que queden, no querer
poner en marcha organismos reconocidos que se perpetúen con sucesores...
Jesús es un Fundador que no muere nunca, por tanto no necesita de
sucesores. Hay que dejarle hacer siempre cosas nuevas, también mañana.
¡El Espíritu Santo está también mañana en la Iglesia!
Segunda parte: «Carismático»
Ahora ha llegado el momento de pasar a la segunda parte de mi
discurso que será mucho más corta: ¿Qué añade el adjetivo «Carismático»
al nombre de «Renovación». Pero antes siento el deber de concederos una
breve pausa para interrumpir el esfuerzo de escuchar y para desentumecer
las piernas. Lo hacemos cantando la primera estrofa del canto
con el que los hermanos de lengua española proclaman el señorío de
Cristo: «Vive Jesús el Señor»
En primer lugar es importante decir que «carismático» debe seguir
siendo un adjetivo y que no se convierta nunca en un sustantivo. En
otras palabras, se debe evitar absolutamente por nuestra parte,
el uso de la expresión «los carismáticos» para indicar a las personas
que han hecho la experiencia de la Renovación. Si acaso
empléese la expresión «cristianos renovados», no carismáticos. El uso de
este nombre suscita justamente resentimiento porque crea discriminación
entre los miembros del Cuerpo de Cristo, como si algunos estuvieran
dotados de carismas y otros no.
Yo no quiero hacer aquí una enseñanza sobre los carismas de los
cuales se tienen muchas ocasiones de hablar. Mi intención es mostrar
cómo, incluso en cuanto realidad carismática, la Renovación es una
corriente de gracia destinada a toda la Iglesia. Para ilustrar esta
afirmación es necesario dirigir una rápida mirada a la historia de los
carismas en la Iglesia.
El redescubrimiento de los carismas en el Vaticano II
¿Qué sucedió, en realidad, a los carismas después de su tumultuosa
aparición en los comienzos de la Iglesia? Los carismas no desaparecieron
tanto de la vida de la Iglesia, cuanto de su teología.
Si recorremos la historia de la Iglesia, teniendo en mente las diversas
listas de carismas del Nuevo Testamento, debemos concluir que, a
excepción quizá de «hablar en lenguas» y de la «interpretación de las
lenguas», ninguno de los carismas se ha perdido del todo.
La historia de la Iglesia está llena de evangelizadores carismáticos,
de dones de sabiduría y de ciencia (baste pensar en los doctores de la
Iglesia), de historias de curaciones milagrosas, de hombres dotados de
espíritu de profecía, o de discernimiento de los espíritus, por no
hablar de dones como visiones, arrebatos, éxtasis, iluminaciones,
también ellos enumerados entre los carismas.
Entonces, ¿dónde está la novedad que nos permite hablar de un
despertar de los carismas en nuestra época? ¿Qué estaba ausente antes?
Los carismas, desde su marco propio de utilidad común y de la
«organización de la Iglesia», fueron progresivamente circunscritos al
ámbito privado y personal. Ya no entraban en la constitución de la
Iglesia.
En la vida de la primitiva comunidad cristiana los carismas no eran
hechos privados, eran lo que, unidamente a la autoridad apostólica,
delineaban la fisonomía de la comunidad. Apóstoles y profetas eran las
dos fuerzas que, juntamente, dirigían a la comunidad. Muy pronto el
equilibrio entre las dos instancias —la del cargo y la del carisma— se
rompe en beneficio del cargo. El carisma es otorgado ahora con la
ordenación y vive con él. Un elemento determinante fue el surgimiento de
las primeras falsas doctrinas, especialmente de las gnósticas. Fue este
hecho el que inclinó cada vez más la aguja de la balanza hacia los que
detentaban el cargo, los pastores. Otro hecho fue la crisis del
movimiento profético difundido por Montano en Asia Menor en el siglo II
que sirvió para desprestigiar aún más un cierto tipo de entusiasmo
carismático colectivo.
De este hecho fundamental se derivan todas las consecuencias
negativas sobre los carismas. Los carismas marginados de la vida de la
Iglesia. Se tiene noticia, todavía durante algún tiempo, de
persistencia, aquí y allá, de algunos de ellos. San Ireneo, por ejemplo,
dice que todavía existen en su tiempo «muchos hermanos de la Iglesia
que tienen carismas proféticos, hablan todas las lenguas, manifiestan
los secretos de los hombres en ventaja propia y explican los misterios
de Dios»[7].
Pero es un fenómeno que se va agotando. Desaparecen sobre todo aquellos
carismas que tenían como terreno de ejercicio, el culto y la vida de la
comunidad: el hablar inspirado y la glosolalia, los llamados carismas
pentecostales. La profecía viene a reducirse al carisma del magisterio
de interpretar la revelación auténtica e infaliblemente. (Esta era la
definición de la profecía en los tratados de eclesiología que se
estudiaban en mi época).
Se intenta justificar esta situación incluso teológicamente. Según
una teoría a menudo repetida desde san Juan Crisóstomo en
adelante, hasta la víspera del Vaticano II, ciertos carismas habrían
sido reservados a la Iglesia en su «estado naciente», pero
posteriormente habrían «cesado», como ya no necesarios para la economía
general de la Iglesia[8].
Otra consecuencia inevitable es la clericalización de los carismas.
Vinculados a la santidad personal, terminan por estar asociados casi
siempre a los representantes habituales de esta santidad: pastores,
monjes, religiosos. Del ámbito de la eclesiología, los carismas pasan al de la hagiografía, es
decir, al estudio de la vida de los santos. El lugar de los carismas lo
toman los «Siete dones del Espíritu» que al principio (en Isaías 11) y
hasta la Escolástica, no eran más que una categoría particular de
carismas, los prometidos al rey mesiánico y posteriormente a aquellos
que tienen la tarea del gobierno pastoral.
Esta es la situación que el Concilio Vaticano II quiso remediar. En
uno de los documentos más importantes del Vaticano II leemos el conocido
texto:
«El Espíritu Santo no sólo santifica y dirige el Pueblo de Dios
mediante los sacramentos y los misterios y le adorna con virtudes, sino
que también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier
condición, distribuyendo a cada uno según quiere (1 Cor 12,11) sus
dones, con los que les hace aptos y prontos para ejercer las diversas
obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor
edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: «A cada uno... se le
otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad» (1 Cor 12,7).
Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más comunes y
difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo» [9].
Este texto no es una nota marginal dentro de la eclesiología del
Vaticano II; es su coronamiento. Es el modo más claro y explícito de
afirmar que junto a la dimensión jerárquica e institucional, la Iglesia
tiene una dimensión neumática y que la primera está en función y al
servicio de la segunda. No es el Espíritu el que está al servicio de la
institución, sino la institución al servicio del Espíritu. No es cierto,
como hacía notar polémicamente, el gran eclesiólogo del siglo
XIX Johannes Adam Möhler que «Dios ha creado la jerarquía y así ha
provisto más que suficientemente a las necesidades de la Iglesia hasta
el fin del mundo»[10].
Jesús ha confiado su Iglesia a Pedro y a los demás Apóstoles, pero la
ha confiado antes todavía al Espíritu Santo: «Él os enseñará, él os
guiará a la verdad, él tomará de lo mío y os lo dará…» (cf. Jn 16,
4-15).
A estas alturas, celebrado el Concilio y recogidos en un volumen sus
decretos, el peligro de marginar los carismas se presentaba bajo otra
forma, no menos peligrosa: la de permanecer como un hermoso documento
que los estudiosos no se cansan de estudiar y los predicadores de citar.
El Señor ha obviado, él mismo, este peligro haciendo ver con los
propios ojos, a aquel que había deseado fuertemente ese texto sobre los
carismas, que ellos habían vuelto no solo a la teología, sino también a
la vida del pueblo de Dios. Cuando, por primera vez, en 1973, el
cardinal Leo Suenens, oyó hablar de la Renovación Carismática Católica,
aparecida en los Estados Unidos, estaba escribiendo un libro titulado El Espíritu Santo, fuente de nuestras esperanzas[11], y esto es lo que relata en sus memorias:
«Dejé de escribir el libro. Pensé que era una cuestión de la más
elemental coherencia prestar atención a la acción del Espíritu Santo,
por lo que ella pudiera manifestar de manera sorprendente. Estaba
particularmente interesado por la noticia del despertar de los carismas,
puesto que el Concilio había invocado un despertar semejante».
Y esto es lo que escribió después de haber constatado con sus propios ojos lo que estaba sucediendo en la Iglesia:
«De repente, san Pablo y los Hechos de los apóstoles parecía que se
hacía vivos y se convertían en parte del presente; lo que era
auténticamente verdadero en el pasado, parece suceder de nuevo bajo
nuestros ojos. Es un descubrimiento de la verdadera acción del Espíritu
Santo que está siempre a la obra, como Jesús mismo prometió. Él mantiene
su palabra. Es de nuevo una explosión del Espíritu de Pentecostés, una
alegría que se había hecho desconocida para la Iglesia»[12].
Ahora está claro, creo, por qué digo que también como realidad
carismática, la Renovación es una corriente de gracia destinada y
necesaria para toda la Iglesia. Es la misma Iglesia la que, en el
Concilio, lo ha definido. Sólo queda pasar por la definición de la
actuación, de los documentos a la vida. Y este es el servicio que
CHARIS, en total continuidad con la RCC del pasado, es llamado a hacer a
la Iglesia.
No se trata sólo de fidelidad al Concilio, sino de fidelidad a la
misión misma de la Iglesia. Los carismas, se lee en el texto conciliar,
son «útiles para la renovación y la mayor expansión de la Iglesia».
(Quizás habría sido más correcto escribir «necesarios», en lugar de
«útiles»). La fe, hoy como en el tiempo de Pablo y de los Apóstoles, no
se transmite «con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con la
manifestación del Espíritu y su potencia» (cf. 1 Cor 2,4-5; 1 Tes 1,5).
Si un tiempo, en un mundo convertido, al menos oficialmente, en
«cristiano», se podía pensar que ya no había necesidad de carismas, de
signos y prodigios, como al comienzo de la Iglesia, hoy ya más. Hemos
vuelto a estar más cercanos al tiempo de los apóstoles que al de san
Juan Crisóstomo. Ellos debían anunciar el Evangelio a un mundo
pre-cristiano; nosotros, al menos en Occidente, a un mundo
post-cristiano.
He dicho hasta aquí que la RC es una corriente de gracia necesaria
para toda la Iglesia Católica. Debo añadir que lo es doblemente para
algunas Iglesias nacionales que desde hace tiempo asisten a una dolorosa
hemorragia de sus propios fieles hacia otras realidades carismáticas.
Es sabido que uno de los motivos más comunes de dicho éxodo es la
necesidad de una expresión de la fe que responda más a la propia
cultura: con más espacio dado a la espontaneidad, a la alegría y al
cuerpo; una vida de fe en la que la religiosidad popular sea un valor
añadido y no un sustituto del señorío de Cristo.
Se hacen análisis pastorales y sociológicas del fenómeno y se
proponen remedios, pero hay dificultades para darse cuenta de que el
Espíritu Santo ya ha provisto, de forma grandiosa, a esta necesidad. Ya
no se puede seguir viendo la RCC como parte del problema del éxodo de
los católicos, en lugar de la solución del problema. Para que este
remedio sea realmente eficaz no basta, sin embargo, que los pastores
aprueben y animen a la RC, permaneciendo cuidadosamente fuera. Es
necesario acoger en la propia vida la corriente de gracia. A esto nos
empuja el ejemplo del Pastor de la Iglesia universal, también con la
creación de CHARIS.
No pretendo extenderme más sobre el tema carismas y evangelización.
De ello nos ha hablado nuestro querido coordinador Jean-Luc y nos
hablará en breve, Mary Healy que, sobre este tema, además de
una excelente formación teológica, posee también una notable experiencia
madurada en el tajo diario. Yo termino con una reflexión sobre el
ejercicio de los carismas.
Aludo a algunas de las actitudes o virtudes que más directamente
contribuyen a mantener sano el carisma y a hacer que servir «para la
utilidad común». La primera virtud es la obediencia. Hablamos,
en este caso, de obediencia, sobre todo a la institución, a quien ejerce
el servicio de la autoridad. Los verdaderos profetas y carismáticos, en
la historia de la Iglesia católica también recientemente, han sido los
que han aceptado morir a sus certezas, obedeciendo y callando, antes de
ver que sus propuestas y críticas eran acogidas por la institución. Los
carismas sin la institución están abocados al caos; la institución sin
los carismas es abocada al inmovilismo.
La institución no mortifica el carisma, pero es la que asegura al
carisma un futuro y también un... pasado. Es decir, lo preserva de
agotarse en un fuego de paja, y pone a su disposición toda la
experiencia del Espíritu acumulada por las generaciones anteriores. Es
una bendición de Dios que el despertar carismático en la Iglesia
católica haya nacido con una fuerte impulso a la comunión con la
jerarquía y que el magisterio pontificio haya reconocido en él «una
oportunidad para la Iglesia» y «los primeros signos de una gran
primavera para la cristiandad»[13]. Esta
obediencia nos debería ser mucho más fácil y debida hoy que la
autoridad suprema de la Iglesia no se limita a alabar y animar a la
corriente de gracia del RC, sino que ha trasladado con toda evidencia la
causa y la propone con insistencia a toda la Iglesia.
Otra virtud vital para un uso constructivo de los carismas es la humildad.
Los carismas son operaciones del Espíritu Santo, chispas del fuego
mismo de Dios confiadas a los hombres. ¿Cómo se hace para no quemarse
las manos con él? Esta es la tarea de la humildad. Ella permite a esta
gracia de Dios que pase y circule dentro de la Iglesia y dentro de la
humanidad, sin dispersarse o contaminarse.
La imagen de la «corriente de gracia» que se dispersa en la masa, se
inspira claramente en al mundo de la electricidad. Pero paralela a la
técnica de la electricidad está la técnica del aislante. Cuanto más alta
es la tensión y potente la corriente eléctrica que pasa a través de un
cable, más resistente debe ser el aislante que impida a la corriente
provocar cortocircuitos. La humildad es, en la RC y en la vida
espiritual en general, el gran aislante que permite que la corriente
divina de la gracia pase a través de una persona sin disiparse, o, peor
aún, provocar llamas de orgullo y de rivalidad. Jesús ha introducido el
Espíritu en el mundo humillándose y haciéndose obediente hasta la
muerte; nosotros podremos contribuir a difundir al Espíritu Santo en la
Iglesia del mismo modo: siendo humildes y obedientes hasta la muerte, la
muerte de nuestro «yo» y del hombre viejo que habita en nosotros.
Como asistente eclesiástico, he intentado dar, con esta enseñanza, mi
contribución para una correcta visión de la RC en la historia y en el
presente de la Iglesia. Sin embargo, serán el moderador y los
componentes del Comité Internacional los que deberán sostener el peso
mayor de este nuevo comienzo. A todos ellos expreso mi amistad fraterna y
mi incondicional colaboración, mientras el Señor me dé aún la fuerza de
hacerlo. La carta a los Hebreos recomendaba a los primeros cristianos:
«Acordaos de vuestros jefes, los cuales os han anunciado la palabra de
Dios» (Heb 13,7). Nosotros debemos hacer lo mismo, recordando con afecto
y gratitud a aquellos que vivieron y promovieron los primeros el nuevo
Pentecostés: Patti Mansfield, Ralph Martin, Steve Clark, Kevin y Dorothy
Ranagan y todos los demás que posteriormente han servido a la RCC en el
ICCRS, en la Catholic Fraternity y en otros órganos de servicio.
Termino con una palabra profética que proclamé la primera vez que me
encontré predicando en presencia de san Juan Pablo II. Es la palabra que
el profeta Ageo dirigió a los jefes y al pueblo de Israel en el momento
en que se disponían a reconstruir el templo:
Ahora, sé valiente, Zorobabel —oráculo del Señor—, se valiente,
Josué, hijo de Josadac, sumo sacerdote; se valiente, pueblo entero del
país —oráculo del Señor— y a trabajar, porque yo estoy con vosotros»
(Ag 2,4).
¡Sed valientes Jean-Luc y miembros del comité, sed valientes pueblo
todo de la RCC y a trabajar porque yo estoy con vosotros, dice el
Señor!»
©Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco
[1] Cf. Santo Tomás de Aquino, Comentario de la Carta a los Romanos, cap. V, lect.1, n. 392.
[2] Cf. San Agustín, De Spiritu et littera, 16,28; Sermo Mai 158,4: PLS 2,525.
[3] Cf. Orígenes, Comentario a Juan, I, 29: SCh 120, 158.
[4] Evangelii gaudium, 169.
[5] Cf. Orígenes, In Rom. 5,8; PG 14, 1042.
[6] R. Cantalamessa, La sobria embriaguez del Espíritu (servicio de publicaciones de la R.C.C.E., Madrid 2010).
[7] Cf. S. Ireneo, contra las herejías, V, 6,1.
[8] Cf. F. Lambiasi, Lo Spíritu Santo: mistero e presenza (Bolonia 1987) 278s.
[9] Lumen gentium, 12.
[10] J. A. Möhler, en Tübinger Theologische Quartalschrift 5 (1823) 497.
[11] Recogido en L.J. Suenens, El Espíritu Santo, aliento vital de la Iglesia (Edicep, Valencia 2011).
[12] Leo-Joseph Suenens, Memories and Hopes (Veritas, Dublín 1992) 267 [trad. esp. Recuerdos y esperanzas (Edicep, Valencia 2000)].
[13] Así, respectivamente, Pablo VI en una alocución del 19 de mayo de 1975 (Insegnamenti di Paolo VI, vol. XIII, p. 538) y Juan Pablo II, en L'Osservatore Romano del 14 noviembre de 1996, p.8.
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