Eulalia nació en la inmediaciones de la ciudad de Barcelona, probablemente hacia los últimos años del siglo tercero.
Descendía, según parece, de noble familia; sus padres, con quienes
vivía en una quinta de su propiedad, más que amarla la mimaban
cariñosísimamente, impelidos por la humildad, la sabiduría y la
prudencia que resplandecían en ella de una manera impropia de su tierna
edad.
Por encima de todo brillaba en aquella virtuosa niña un acendrado amor a Dios Nuestro Señor; su piedad la llevaba a encerrarse cotidianamente en una pequeña celda de su casa con un grupo de amiguitas que
había reunido junto a sí para pasar buena parte del día en el servicio
del Señor, rezando oraciones que alternaban con el canto de himnos.
Habiendo llegado a la pubertad, hacia los doce o trece años,
llegó a los oídos de los barceloneses la noticia de que la persecución
contra los cristianos volvía a arder de nuevo en todo el
Imperio, de manera que quienquiera que se obstinara en negarse a
sacrificar a los ídolos era atormentado con los más diversos y
espantosos suplicios.
Los emperadores romanos Diocleciano y Maximiano, que hablan oído
contar la rápida y maravillosa propagación de la fe cristiana en las
lejanas tierras de España, donde hasta entonces había sido tan rara
aquella fe, mandaron al más cruel y feroz de sus jueces, llamado
Daciano, para que acabara de una vez con aquella “superstición”.
Al entrar en Barcelona hizo, con todo su séquito, públicos y solemnes
sacrificios a los dioses, y dio orden de buscar cautelosamente a todos
los cristianos para obligarles a hacer otro tanto.
Con inusitada rapidez se divulgó entre los cristianos de Barcelona y su comarca la noticia de que la ciudad era perturbada por un juez impío e inicuo como hasta entonces no se había conocido otro.
Oyéndolo contar santa Eulalia se regocijaba en su espíritu y se le
oía repetir alegremente: “Gracias os doy, mi Señor Jesucristo, gloria
sea dada a vuestro nombre porque veo muy cerca lo que tanto anhelé, y estoy segura de que con vuestra ayuda podré ver cumplida mi voluntad”.
Sus familiares estaban vivamente preocupados por la causa de aquel
deseo tan vehemente que Eulalia les ocultaba, ella que precisamente no
les escondía ningún secreto, sino que siempre les explicaba con la
prudencia y circunspección debidas cuanto Dios Nuestro Señor le
revelaba.
Pero santa Eulalia seguía sin contar a nadie lo que iba meditando en
su corazón, ni a sus padres, que tan tiernamente la amaban, ni a ninguna
de sus amigas o de sus servidoras que la querían más que a su propia
vida.
Hasta que un día, a la hora de mayor silencio, mientras los suyos dormían, emprendió sigilosamente el camino de Barcelona, al rayar el alba.
Llevada de las ansias que la enardecían y la hacían infatigable, hizo
todo el trayecto a pie, a pesar de que la distancia que la separaba de
la ciudad fuese tal como para no poder andarla una niña tan delicada
como ella.
Llegado que hubo a las puertas de la ciudad, y así que entró, oyó la
voz del pregonero que leía el edicto, y se fue intrépida al foro.
Allí vio a Daciano sentado en su tribunal y, penetrando valerosamente
por entre la multitud, mezclada con los guardianes, se dirigió hacia
él, y con voz sonora le dijo: “Juez inicuo, ¿de esta manera tan soberbia te atreves a sentarte para juzgar a los cristianos? ¿Es
que no temes al Dios altísimo y verdadero que está por encima de todos
tus emperadores y de ti mismo, el cual ha ordenado que todos los hombres
que Él con su poder creó a su imagen y semejanza le adoren y sirvan a
Él solamente?
Él me alienta y conforta, de manera que ya puedes aplicarme cuantas torturas quieras, que las tengo por nada”.
Desesperado ya y rugiendo como un león ante aquel caso de insólita rebeldía, Daciano mandó
a los soldados que, extendida todavía sobre el potro, aplicaran
hachones encendidos a sus virginales pechos para que pereciera envuelta
en llamas.
Al oír aquella decisión judicial, santa Eulalia, contenta y alegre, repetía las palabras del salmo: “He aquí que Dios me ayuda
y el Señor es el consuelo de mi alma. Dad, Señor, a mis enemigos lo que
merecen, y confundidles; voluntariamente me sacrificaré por Vos y
confesaré vuestro nombre, pues sois bueno, porque me habéis librado de
toda tribulación y os habéis fijado en mis enemigos”.
Y habiendo dicho esto, las llamas empezaron a volverse contra los mismos soldados.
Viendo lo cual Santa Eulalia, levantando la vista al cielo, oraba con
voz más clara todavía, diciendo: “Oh Señor mío Jesucristo, escuchad mis
ruegos, compadeceos misericordiosamente de mí y mandad ya recibirme entre vuestros escogidos en el descanso de la vida eterna, para que, viendo vuestros creyentes la bondad que habéis obrado en mí, comprueben y alaben vuestro gran poder”.
Luego que hubo terminado su oración se extinguieron aquellos hachones
encendidos que, empapados como estaban en aceite, debían haber ardido
por mucho tiempo, no sin antes abrasar a los verdugos que los sostenían,
los cuales, amedrentados, cayeron de hinojos, mientras santa Eulalia
entregaba al Señor su espíritu, que voló al cielo saliendo de su boca en
forma de blanca paloma.
El pueblo que asistía a aquel espectáculo, al ver tantas maravillas,
quedó fuertemente impresionado y admirado, en especial los cristianos,
que se regocijaban por haber merecido tener en los cielos como patrona y
abogada una conciudadana suya.
Pero Daciano, al ver que después de aquella enconada controversia y
que, a pesar de tantos suplicios, nada había aprovechado, descendió del
tribunal, mientras, enfurecido, daba la orden de que fuera
colgada en una cruz y vigilada cautelosamente por unos guardianes: “Que
sea suspendida en una cruz hasta que las aves de rapiña no dejen
siquiera los huesos”.
Y he aquí que al punto de ejecutarse la orden cayó del cielo una copiosa nevada que cubrió y protegió su virginidad.
Los guardas, aterrorizados, la abandonaron para seguir vigilándola a lo menos desde lejos, según se les había ordenado.
Tan pronto se divulgó lo acaecido por los poblados circunvecinos de
la ciudad, muchos quisieron ir a Barcelona para ver las maravillas
obradas por Dios.
Sus mismos padres y amigas corrieron enseguida con gran alegría, pero
lamentando al propio tiempo no haber conocido antes lo sucedido.
Después de tres días que santa Eulalia pendía de la cruz, unos
hombres temerosos de Dios la descolgaron con gran sigilo, sin que se
dieran cuenta los soldados o guardianes; y habiéndosela llevado, la
embalsamaron con fragantes aromas y amortajaron con purísimos lienzos.
Entre ellos había uno que dicen se llamaba Félix, que con ella había
también sufrido confesando a Cristo, el cual con gran alegría dijo al
cuerpo de la santa: “Oh señora mía, ambos confesamos juntos, pero vos
merecisteis la palma del martirio antes que yo”.
Y he aquí que la santa le contestó con una sonrisa. Los demás, mientras la llevaban a enterrar, alegrábanse entonando cánticos e himnos al Señor: “Los justos os invocarán, oh Señor, y Vos los habéis escuchado. mientras les librabais de cualquier tribulación”.
Al oírse aquellos cantos, fue asociándose a la comitiva una gran multitud, hasta que con gran regocijo le dieron sepultura.
ANGEL FÁBREGA GRAU, PBRO.
Artículo publicado originalmente por Mercabá
Aleteia