Jesús no manifestó su poder a sus vecinos y familiares
¡Cuánto me cuesta aceptar las cosas que no son como esperaba! Hoy Jesús es rechazado en su propio hogar.
Después de haber despertado la admiración al leer al profeta Isaías: “Todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios”.
Después de la alabanza viene la reprobación y el rechazo: “Al oír
esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo
empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se
alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo”.
Lo rechazan, porque no creen en Él. Porque es uno de ellos: “Y decían: – ¿No es este el hijo de José?”.
Jesús esperaba más fe en su pueblo, en sus familiares y amigos. Y recibe dudas, desconfianza y desprecio.
Tal vez es lo mismo que me sucede a mí. Me resulta difícil ver a Dios oculto en lo cotidiano, en lo vulgar, en lo conocido.
Me es más fácil mirarlo de lejos, tomando distancia. Cuando lo miro en la lejanía me parece más perfecto todo lo que veo.
Las personas a las que admiro me resultan más inmaculadas y dignas de
admiración. Pero luego, cuando lo miro de cerca en la carne humana,
dejo de ver lo extraordinario en lo que me resulta familiar. Deja de
llamarme la atención.
A mí me pasa tanto en la vida… No admiro la santidad de los que
conozco, de los míos, de los que están más cerca. Con facilidad elogio
al santo que veo de lejos.
Decía el papa Francisco en Panamá: “No siempre creemos que Dios
pueda ser tan concreto, tan cotidiano, tan cercano y tan real, y menos
aún que se haga tan presente y actúe a través de alguien conocido como
puede ser un vecino, un amigo, un familiar”.
Admiro las virtudes que no me rozan. Exagero su bondad y su belleza cuando no veo tan bien. No me alegro de las personas que conozco en su fragilidad.
No me alegro de mí mismo porque sé cuál es mi miseria. No me emociono
con la pobreza de aquel al que conozco. Aunque haga milagros y otros
los admiren, yo no admiro su carne humana. Quizás tiene razón hoy Jesús:
“Os aseguro, ningún profeta es bien mirado en su tierra”.
Nadie es profeta en su tierra. Allí soy uno más. Uno del montón, del grupo. Uno que no destaca por nada en especial.
Jesús era sólo el hijo del carpintero. Me da miedo el rechazo de los que me juzgan y condenan por mis obras y mis palabras. Vivo expuesto a las críticas y al rechazo. ¿Por qué lo temo tanto?
También a mí en algún momento querrán despeñarme por el barranco como
a Jesús. Querrán mi muerte cuando sean testigos de mi pobreza, de mi
pecado. Cuando se escandalicen de mi vida y no me consideren digno de
alabanza.
Temo tanto el rechazo. Busco la admiración y la alabanza de los que me rodean. Hay cosas que hago deseando la aprobación. Quiero que otros se alegren de mis éxitos.
Pero no quiero seguir la senda de Jesús que me puede llevar al fracaso. No quiero aceptar mi verdad, mi debilidad, mi imperfección.
Los demás desean ver en mí lo que ellos no poseen. Yo hago lo mismo
con aquellos a los que admiro. Tapo su pecado buscando que sean
perfectos e invencibles. No quiero ver su mancha, su fragilidad, su
derrota. Me parecen inmaculados aun sabiendo que no lo son.
Y yo deseo tanto la aprobación, el aplauso, el éxito. Pienso en mí,
en mi propia fama, en mi propia felicidad. Me importa más que la gloria
de toda la Iglesia.
Siempre recuerdo ese dibujo de un niño mirando una torre en la distancia comparada con su dedo: “Sin duda mi dedo es más grande que la torre”, decía. Es verdad.
Me importa más mi dolor que el dolor de muchos. Me afecta más mi rechazo que el que sufren otros.
Comenta el escritor japonés Yoshida Kenko: “Que alguien
que no entienda mi forma de pensar me llame loco si así lo desea, que
piense que no estoy en mis cabales y que carezco de sentimientos. Los
insultos no me molestarán y las alabanzas no las escucharé”.
Me gustaría reaccionar así frente a los insultos y las alabanzas. Santa indiferencia.
Quiero vivir así sin importarme tanto cómo me ven los demás, cómo me
juzgan, qué opinan de mí. No vivir tan pendiente del éxito de todas mis
empresas.
Hoy Jesús fracasa. Quiere estar con los suyos y los suyos no quieren que se quede con ellos. No tienen fe en Él, porque esperaban milagros: “Haz también aquí en tu tierra lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaúm”.
Conocían su fama. No pueden entender que no haga milagros en su tierra, con los suyos. No entienden que no se manifieste con su poder salvando a sus vecinos y familiares.
¿Quién es Él? Sólo es el hijo del carpintero. Un impostor. Un hombre como cualquiera de ellos.
Puede pasarme lo mismo. Llego a un lugar en el que me miran con recelo y desconfianza. Y no muestro lo que hago, lo que pienso.
Puede que lejos de ahí, en otro entorno más receptivo, sí lo haga. Y quizás con los míos, con mis hermanos, no me muestro.
Puede suceder en mi familia. Allí guardo silencio, no actúo, no digo lo que hago fuera con otras personas.
Temo el rechazo y la crítica. Me da miedo que los míos no me alaben
ni admiren mis capacidades. Las escondo por temor, por pudor.
Soy alguien distinto fuera cuando veo que tengo una misión y
experimento la aceptación. Tal vez sea cierto que nadie es profeta en su
tierra.
Porque allí saben de dónde vengo. Palpan a diario mi debilidad. Son conscientes de mis imperfecciones y se sorprenden. Me miran con cierto desprecio. No valoran lo que hago bien ni me ponen en el centro.
Allí, con los míos, no destaco en nada. Soy uno más en la masa. Y nadie conoce de verdad lo que soy para otros.
El límite es mío. El problema es mío. Prefiero guardar silencio antes que ser rechazado. Callo para que no se burlen de mí. Me escondo buscando mi seguridad.
Carlos Padilla
Aleteia