El Papa presidió este sábado por la tarde en la basílica de San Pedro la Eucaristía con ocasión de la Jornada Mundial de la Vida Consagrada,
que coincide además con la fiesta de la Presentación del Señor. En un
templo repleto de personas consagradas de decenas de órdenes y
congregaciones diferentes, Francisco afirmó que “Dios nos llama a que lo
encontremos a través de la fidelidad en las cosas concretas: oración
diaria, la misa, la confesión, una caridad verdadera, la Palabra de Dios
de cada día”.
El Pontífice explicó que al Dios de la vida hay que encontrarlo cada
día de la existencia, no de vez en cuando, sino todos los días. “Seguir a Jesús no es una decisión que se toma de una vez por todas, es una elección cotidiana.
Y al Señor no se le encuentra virtualmente, sino directamente,
descubriéndolo en la vida. De lo contrario – advierte el Papa – Jesús se
convierte en un hermoso recuerdo del pasado. Pero cuando lo acogemos
como el Señor de la vida, el centro de todo, el corazón palpitante de
todas las cosas, entonces él vive y revive en nosotros”.
Según recoge Vatican News, el encuentro con el Señor es la fuente. Por tanto, Francisco considera que es importante volver a las fuentes: “retornar
con la memoria a los encuentros decisivos que hemos tenido con él,
reavivar el primer amor, tal vez escribir nuestra historia de amor con
el Señor. Le hará bien a nuestra vida consagrada, para que no se convierta en un tiempo que pasa, sino que sea tiempo de encuentro”.
“El Evangelio nos lo dice, mostrando cómo el encuentro tiene lugar en
el pueblo de Dios, en su historia concreta, en sus tradiciones vivas:
en el templo, según la Ley, en clima de profecía, con los jóvenes y los
ancianos juntos”. Lo mismo en la vida consagrada, precisa el Papa: germina y florece en la Iglesia; si se aísla, se marchita.
Madura cuando los jóvenes y los ancianos caminan juntos, cuando los
jóvenes encuentran las raíces y los ancianos reciben los frutos. En
cambio, se estanca cuando se camina solo, cuando se queda fijo en el
pasado o se precipita hacia adelante para intentar sobrevivir.
El Papa explicó además que la llamada es doble: “Hay una primera
llamada ‘según la Ley’. Es la de José y María, que van al templo para
cumplir lo que la ley prescribe. El texto lo subraya casi como un
estribillo, cuatro veces. No es una constricción: los padres de Jesús no
van a la fuerza o para realizar un mero cumplimiento externo; van para
responder a la llamada de Dios. Luego hay una segunda llamada, según el Espíritu. Es la de Simeón y Ana.
También esta está resaltada con insistencia: tres veces, refiriéndose a
Simeón, se habla del Espíritu Santo y concluye con la profetisa Ana
que, inspirada, alaba a Dios”.
Esta doble llamada, de la Ley y del Espíritu, ¿qué nos enseña para nuestra vida espiritual y nuestra vida consagrada?
Que todos estamos llamados a una doble obediencia: a la ley —en el
sentido de lo que da orden bueno a la vida—, y al Espíritu, que hace
todo nuevo en la vida.
Una llamada a la obediencia
También hay allí una llamada a la obediencia, cuando María dice:
"Haced lo que él os diga" (Jn 2,5). Lo que él diga. Y Jesús pide una
cosa particular; no hace una cosa nueva de inmediato, no saca de la nada
el vino que falta, sino que pide algo concreto y exigente. Pide llenar seis grandes ánforas de piedra para la purificación ritual, que recuerdan la Ley.
Significaba verter unos seiscientos litros de agua del pozo: tiempo y
esfuerzo, que parecían inútiles, porque lo que faltaba no era agua, sino
vino. Y, sin embargo, precisamente de esas ánforas bien llenas, “hasta
el borde”, Jesús saca el vino nuevo.
Por ello, el Papa Francisco señala que, lo mismo para nosotros,
Dios nos llama a que lo encontremos a través de la fidelidad en las
cosas concretas: oración diaria, la misa, la confesión, una caridad
verdadera, la Palabra de Dios de cada día. Cosas concretas, como en
la vida consagrada la obediencia al Superior y a las Reglas. Si esta ley
se practica con amor, el Espíritu viene y trae la sorpresa de Dios,
como en el templo y en Caná. El agua de la vida cotidiana se transforma
entonces en el vino de la novedad y la vida, que pareciendo más
condicionada, en realidad se vuelve más libre.
El encuentro, que nace de la llamada, culmina en la visión
Simeón dice: “Mis ojos han visto a tu Salvador”. Ve al Niño y ve la
salvación. No ve al Mesías haciendo milagros, sino a un niño pequeño. No ve nada de extraordinario, sino a Jesús con sus padres,
que llevan al templo dos pichones o dos palomas, es decir, la ofrenda
más humilde (cf. v. 24). Simeón ve la sencillez de Dios y acoge su
presencia. No busca nada más, pide y no quiere nada más, le basta con
ver al Niño y tomarlo en brazos: “Nunc dimittis, ahora puedes dejarme
ir”.
Le basta Dios así como es. En él encuentra el sentido último de la vida.
Es la visión de la vida consagrada, una visión sencilla y profética,
donde al Señor se le tiene ante los ojos y entre las manos, y no se
necesita nada más. La vida es él, la esperanza es él, el futuro es él.
La vida consagrada es esta visión profética en la Iglesia: es mirada que
ve a Dios presente en el mundo, aunque muchos no se den cuenta; es voz
que dice: «Dios basta, lo demás pasa»; es alabanza que brota a pesar de
todo, como lo muestra la profetisa Ana. Era una mujer muy anciana, que
había vivido muchos años como viuda, pero no era una persona sombría,
nostálgica o encerrada en sí misma; al contrario, llega, alaba a Dios y
habla solo de él (cf. v. 38).
Finalmente, el Santo Padre afirma que la Vida Consagrada es:
alabanza que da alegría al pueblo de Dios, visión profética que revela
lo que importa. Cuando es así, florece y se convierte en un reclamo
para todos contra la mediocridad: contra el descenso de altitud en la
vida espiritual, contra la tentación de jugar con Dios, contra la
adaptación a una vida cómoda y mundana, contra el lamento, la
insatisfacción y el llanto, contra la costumbre del «se hace lo que se
puede» y el «siempre se ha hecho así». La vida consagrada no es
supervivencia, es vida nueva. Es un encuentro vivo con el Señor en su
pueblo. Es llamada a la obediencia fiel de cada día y a las sorpresas
inéditas del Espíritu. Es visión de lo que importa abrazar para tener la
alegría: Jesús.
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