La Presentación del Señor
Una fiesta antiquísima que ya se celebraba en Jerusalén en el siglo IV
Fiesta de la Presentación del Señor, llamada Hypapante por los griegos: cuarenta días después de Navidad, Jesús fue llevado al Templo por María y José, y lo que pudo aparecer como cumplimiento de la ley mosaica se convirtió, en realidad, en su encuentro con el pueblo creyente y gozoso. Se manifestó, así, como luz para alumbrar a las naciones y gloria de su pueblo, Israel.
Una fiesta antiquísima que ya se celebraba en Jerusalén en el siglo IV
Fiesta de la Presentación del Señor, llamada Hypapante por los griegos: cuarenta días después de Navidad, Jesús fue llevado al Templo por María y José, y lo que pudo aparecer como cumplimiento de la ley mosaica se convirtió, en realidad, en su encuentro con el pueblo creyente y gozoso. Se manifestó, así, como luz para alumbrar a las naciones y gloria de su pueblo, Israel.
La fiesta del 2 de febrero se celebra desde muy antiguo: el primer
testimonio que tenemos es ya del siglo IV, en Jerusalén (por supuesto,
nada impide que sea aun anterior).
El “Itinerarium Egeriae” (la peregrinación de la monja hispana Egeria
a los lugares santos, hacia el 384) nos dice, en su capítulo XXVI:
“A los cuarenta días de la Epifanía se celebra aquí una gran
solemnidad. Ese día se hace procesión en la Anástasis, todos marchan y
actúan con sumo regocijo, como si fuera pascua. Predican también todos
los presbíteros y el obispo, siempre sobre lo que trata el evangelio de
la fiesta, de cuando a los cuarenta días José y María llevaron al templo
al Señor, y lo vieron Simeón y la profetisa Ana, hija de Fanuel, de las
palabras que dijeron, al ver al Señor, o de la ofrenda que hicieron sus
padres. Así se realiza todo por su orden y según costumbre, se hace la
ofrenda y así finaliza la misa”.
La “Anástasis” era la sección del templo de Constantino en Jerusalén,
que quedaba sobre el lugar donde se había producido la resurrección
(anástasis) del Señor.
Notemos que la fiesta es “40 días después de Epifanía”, es decir,
hacia el 24 de febrero, porque aún no era práctica en Oriente celebrar
la Navidad el 25 de diciembre, costumbre que recién comenzaba en
Occidente, y que llegará a Oriente hacia el siglo VI.
Así que la fiesta de la Epifanía del 6 de enero (como sigue siendo en
las Iglesias ortodoxas) conmemoraba todos los hechos vinculados a la
manifestación (epifanía) en carne de nuestro Señor: el nacimiento, la
adoración de los magos, el bautismo y el primer signo de su poder (las
bodas de Caná); sólo después se van desglosando los distintos hechos en
distintas fiestas.
Para el siglo VI la celebración se hacía ya el 2 de febrero también
en Oriente, sin que disminuyera la gran solemnidad que ya nos comentaba
Egeria, puesto que el propio emperador Justiniano (que gobernó entre el
527 y el 565) decreta ese día como festivo para todo el imperio de
Oriente.
Egeria no dice cómo se llama esa celebración que se hace “con sumo
regocijo, como si fuera Pascua”, pero su contenido lo podemos deducir de
lo que trataban las predicaciones de los presbíteros: de la subida al
templo, del encuentro con Simeón y Ana, de la ofrenda… es decir, lo que
corresponde a la narración de Lucas 2,22-39, se trata sin duda de lo
mismo que conmemoramos hoy.
Sin embargo, ese texto evangélico es muy amplio y complejo, y cada
época, y hasta variando con los lugares, ha hecho un énfasis distinto en
lo que se quiere significar con la celebración.
Así, en Oriente se celebra más bien el encuentro de Jesús con el
Padre a través de las palabras proféticas de Simeón, y la fiesta recibe
el nombre de “hypapante”, que significa “encuentro”.
Pero cuando esta fiesta se trajo a Roma, hacia el siglo VII, más bien
se puso el acento en la purificación de la Virgen después del parto, en
relación, como veremos luego, con el rito señalado en el libro del
Levítico.
El papa Sergio I (687-701) instituye en esta fecha la procesión de
candelas desde la iglesia de San Adrián hasta Santa María la Mayor; las
candelas se pusieron en relación con la frase de Simeón “luz para
alumbrar a las naciones”, sin embargo, la procesión era penitencial, y
no se corresponde muy bien con el sentido de ese texto, lo que hace
pensar en la amalgama de alguna procesión o celebración preexistente.
San Beda, que fue contemporáneo, nos dice que esta celebración de las
candelas reemplazaba a las Lupercalias romanas (una fiesta pagana por
la fecundidad).
Sin embargo tal reemplazo se había producido ya dos siglos antes, a
mediados del IV, por obra del papa Gelasio, y ocurría el 14 de febrero,
fiesta del mártir san Valentín (que por ello queda asociado a las
parejas de enamorados).
Quizás la noticia de Beda significa que el 2 de febrero sustituye al
14 como procesión de candelas, y por tanto tiene su remoto origen en la
fiesta pagana de las Lupercalias, que no se celebraban ya.
Lo cierto es que en Occidente el nombre de la fiesta fue doble: uno
popular en alusión a la procesión con velas, “Candelaria”, y otro el
nombre litúrgico, “Purificación de la Virgen María”; a su vez
“Candelaria” -que en principio sólo indicaba que en esta celebración
tenían un papel destacado las velas- devino, con el tiempo, una
advocación de la Virgen: Nuestra Señora de las Candelas, o de la
Candelaria.
Con esto se perdió para la Iglesia latina uno de los sentidos de la
celebración, el más cristológico, centrado en el Hijo, más que en la
Madre.
La reforma litúrgica del Vaticano II quiso volver a centrar la fiesta
en su aspecto cristológico, y le puso el nombre de “Presentación del
Señor”, relacionándola, a través de la explicación de la fiesta que hace
el Martirologio, con la fiesta de Hypapante de la liturgia griega,
poniendo explícitamente por encima de todo la proclamación de la
profecía de Simeón, antes incluso que el “cumplimiento total de la ley”,
que es otro de los aspectos de esta fiesta.
Artículo originalmente publicado por evangeliodeldia.org
Aleteia