Las Bienaventuranzas propuestas en el Sermón de la montaña hablan de cómo ser feliz en medio de las dificultades de esta vida

Hoy Jesús habla a una multitud sedienta de sus palabras.
“En aquel tiempo, bajó Jesús del monte con los Doce y se paró en un llano, con un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón”.

Son las conocidas bienaventuranzas que tanto me inquietan:
“Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis. Dichosos vosotros, cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo”.

Jesús ve sus rostros llenos de angustia y preocupación. Se conmueve al ver su dolor. Y sabe, como dice el padre José Kentenich, que anhelan vivir alegres: “¡Hambre de alegría! Nuestra alma tiene hambre de alegría, y en forma marcada. Más aún: puedo decir que el alma humana está impulsada en todo momento por esa marcada alegría”[1].

Tengo en mi corazón un deseo inmenso de ser feliz. Y tantas veces no lo soy. Me da miedo vivir amargado o deseando una felicidad inalcanzable: “Ese club de la mayoría de adultos que se confiesan soportablemente infelices, y que están muy cerca de ser ellos mismos los insoportables”[2].

No quiero vivir infeliz. Muchas veces lo soy cuando no soy capaz de llevar con paz y buen ánimo las contrariedades de la vida, los imponderables, todo lo inevitable.

Una felicidad a prueba de oscuridades. No es tan sencillo. Estoy tan lejos… Me muevo en estados de ánimo cambiantes que no me dejan saborear esa plenitud que mi alma anhela. Deseo el cielo en la tierra. Ser feliz aquí y ahora. Con lo que tengo, no con lo que quisiera poseer.

Tal vez Jesús me habla hoy de esa bienaventuranza. Me dice que son bienaventurados y felices los que ahora tienen hambre, lloran, son odiados, excluidos, insultados, proscritos.

Me impresiona.

¿Cómo puedo ser feliz en medio de las tribulaciones de la vida? Me parece imposible. Cuando lloro, lloro, estoy triste y no veo la esperanza. Cuando me persiguen, o excluyen, u odian, no puedo ser feliz. ¿De qué me habla Jesús?

Tengo hambre de alegría y de cosas buenas. De abrazos, de sonrisas, de éxitos, de paz cotidiana. ¿Cómo voy a estar alegre cuando todo se tuerce a mi alrededor? La alegría del alma se torna tristeza.

Y Jesús me habla de la paradoja de la felicidad en Él. Cuando vivo en Él todo lo demás deja de tener peso. Pierde importancia. No me quita la paz.

La felicidad no la encuentro en el mundo inquieto que me turba. Sino sólo cuando descanso en Jesús.

Cuando lloro sé que reiré. Cuando soy perseguido por su causa, triunfaré con Él. La felicidad verdadera me la da Él. En Él descanso.

Mi llanto. El rechazo. La persecución. El odio. La injusticia. La marginación. Todo pasará.

A veces mi felicidad la centro en esta vida caduca. En objetivos muchas veces inalcanzables. Quiero ser bienaventurado, feliz, pleno. Con las bienaventuranzas del mundo.

Feliz si logro lo que quiero. Feliz si me aplauden y reconocen. Feliz si no me juzgan ni condenan. Feliz si no pierdo a ningún ser querido. Feliz si la vida me sonríe. Feliz siempre y cuando todo vaya como yo deseo. Esa felicidad tan condicionada es imposible. Es pasajera, caduca, inalcanzable.

Me gustan más las bienaventuranzas de Jesús. Quiero que sean ya en la tierra y no en el cielo, cuando deje de soñar. Quiero ser feliz aquí y ahora, en medio de las contrariedades de la vida.

Me ayuda la bienaventuranza de la Madre Teresa: “Bienaventurados los que dan sin recordar, y los que reciben sin olvidar”. 

Me gustaría dar sin exigir aplausos. Así sería más feliz. Y no quiero olvidar nada de lo que recibo. Agradeciéndole a la vida todo lo que tengo. Mi felicidad en medio de la tribulación.

Todo es un don de Dios. Una gracia que me viene del cielo. 
¿Cómo voy a ser feliz de otra forma? Imposible.

La felicidad me la da Dios cuando dejo de atarme a la tierra y a los sueños caducos de este mundo. Dejo de pensar en mí egoístamente. Centrado exclusivamente en todo lo que deseo.

El otro día leía: “No creo que él lo sepa, pero Dawsey tiene un raro don de persuasión: nunca pide nada para sí mismo, así que todos están ansiosos por hacer lo que él pide por los demás”[3].

Hay personas que sólo piden para los demás. No para ellos. Piensan en los otros antes que en sus propios intereses. Esa forma de mirar y actuar me conmueve.

Su felicidad está en que los otros sean felices. No tanto ellos mismos con sus deseos y anhelos. Que los otros encuentren su camino y tengan tiempo para ellos.

Quisiera ser así. De esa forma sería más feliz. Eso seguro. Porque la mayoría de las veces mi infelicidad procede de mi incapacidad para realizar mis planes, para lograr lo que deseo.

Bienaventurado si sigo a Jesús en medio de mis cruces. Bienaventurado si doy la vida por Él sin buscar tanto mi interés y mi deseo.

Bienaventurado si dejo de poner el objetivo de mi vida en realizar todos mis planes. Pido hoy de rodillas esa bienaventuranza que deseo.

[1] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal
[2] Mary Ann Shaffer, Annie Barrows, La sociedad literaria de Guermsey y el pastel de piel de patata
[3] Fernando Alberca, Todo lo que sucede importa
Carlos Padilla
Aleteia

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