Tenemos que decidir si optamos por la fuerza o por la debilidad. Nuestra debilidad es una fuerza más grande que cualquier otra, porque tiene la fuerza de Dios
Me atrae lo que
brilla, lo que suena, lo que destaca. Es como un hilo invisible que me
conduce hacia el que triunfa y tiene éxito. No sé, no es tan fácil huir
del ruido, de lo que llama la atención.
Me gusta la mirada de santa Teresita del Niño Jesús: “Mantengámonos
pues, muy lejos de todo lo que brilla, amemos nuestra pequeñez,
deseemos no sentir nada. Entonces seremos pobres de Espíritu y Jesús irá
a buscarnos, por lejos que nos encontremos, y nos transformará en
llamas de amor”.
El pobre de Espíritu es el que ama su fragilidad. Es
el pobre abandonado en su pobreza, en su pequeñez, que mira a Dios y lo
ama. El pobre que no tiene razones para estar orgulloso de nada. Porque
no es perfecto y comete errores.
Creo que tengo que aceptar mi imperfección y pobreza para ser feliz, para hacer felices a otros.
Como leía el otro día: “Las relaciones con nosotros mismos y con
nuestra vida cotidiana, se volverán paradisiacas cuando consigamos
acogernos y amarnos, no a pesar, sino por medio de todas nuestras
heridas y debilidades”[1].
Me reconozco pobre de espíritu. Pobre y necesitado. Dejo de lado mi orgullo y prescindo de mi amor propio.
En nada me ayudan. No quiero brillar, no quiero destacar. No quiero ser
el primero. Quiero simplemente vivir feliz con mi vida como es hoy.
Acepto mi pequeñez: “Tenemos que decidir si
optamos por la fuerza o por la debilidad. Nuestra debilidad es una
fuerza más grande que cualquier otra, porque tiene la fuerza de Dios: cuando soy débil entonces soy fuerte (2Cor 12,10)”[2].
Mi camino de santidad pasa por aceptar con alegría mis
límites, mis inmadureces, mis debilidades, mis incapacidades, mis zonas
oscuras, mis trasgresiones, mis pecados. Aceptarlos y besarlos como un gran tesoro.
Siempre recuerdo el ejemplo de la perla. Cuando la
ostra es pequeña no tiene ninguna protección. Flota en el agua. Después,
cuando se empieza a formar la concha, se va al fondo del mar.
Es allí donde se adhiere a la roca. Entonces se abre un poco para
dejar entrar plancton que le sirve de alimento. En ese proceso a veces
entra un grano de arena o un animal diminuto.
La ostra se defiende y segrega una sustancia conocida como nácar.
Cubre al objeto extraño hasta convertirlo en perla. Este increíble
proceso puede durar de tres a seis años. Me impresiona. Un objeto
extraño que incomoda.
En mi vida suele ser así. Tengo objetos extraños en mi alma que me molestan. Me incomodan mis límites.
Me duelen dentro los pecados que han ido anidando en el alma. Me
turban mis imperfecciones que me hieren con sus aristas. Me molestan mis
debilidades y fragilidades. Son como granos de arena. Me incomodan y
viven en mi interior.
No me defiendo. No los echo fuera de mí. No pretendo que desaparezcan.
Sé que no es fácil aceptar algo ajeno a mí que me duele. Requiere mucha humildad aceptar la pequeñez.
Pienso en la perla y sus años de maduración. Sé que si acepto en mi
vida lo que es frágil quizás pueda llegar a ser parte de esa perla que
nace en mi interior.
Todo lleva su tiempo. El grano de arena puede llegar
a ser perla. Pero cuando intento expulsarlo de mi interior y no lo
acepto, vivo lleno de amargura, frustrado.
Sólo cuando lo integro y cubro con lo que hay en mí, todo cambia. Lo acepto como parte de mi camino de santidad y al final surge la perla. Eso es lo que me salva. Lo que no es asumido no es redimido.
Cuando beso lo peor de mí, lo que me duele y es extraño a mí, se transforma en una perla preciosa. Mi dolor en fuente de vida para otros. Mis incompetencias son mi camino de santidad.
Se desvela ante mí una forma diferente de entender la vida. Me han enseñado a rechazar la debilidad y elegir la fuerza. Me han dicho que no se llora por las pérdidas, ni se lamentan los fracasos. Me han pedido que sea duro como el pedernal.
Pero no es el camino. Soy frágil como esa ostra que flota en el mar y luego se posa en la roca intentando hacerse fuerte.
Yo solo no puedo. Si no me apego a la roca que es Dios no podré llegar a ser perla. Si no me sostengo en Él, no podré fortalecer mi espíritu. Eso es lo que deseo.
Me acepto cuando me sé querido y admirado por Dios. Si no es así, si no lo vivo, resulta imposible. No me quiero fijar en lo que brilla. No pretendo hacerlo todo bien.
Reconozco mis fragilidades. Miro con alegría mi imperfección. Me muestra el camino de mi liberación.
Acepto mi verdad, mi realidad. Todo como es. Nada temo. Miro mi pobreza y mi debilidad. Y sé que Jesús va a venir a buscarme en mi pobreza. A levantarme cuando yo esté caído. Esa es la verdad.
Pero no basta quizás con aceptarlo todo. Hay que aceptar algo más todavía: “El
segundo grado de la humildad consiste en alegrarse de que los demás
reconozcan nuestras limitaciones y debilidades, y saberse juzgados según
ellas. En el tercer grado de la humildad uno se alegra de ser tratado
según dicho juicio”[3].
No basta con conocer y aceptar mi debilidad. Es necesario que los
otros también la conozcan y me traten de acuerdo con ella. Es una
humildad que no tengo. Me falta, pero la anhelo.
No quiero hacerlo todo bien. No pretendo ser perfecto. Es imposible y
lo asumo. ¿Por qué me empeño siempre en hacerlo todo de forma
impecable? No lo entiendo. Vive dentro de mí un deber ser que me enferma
y estresa.
Hoy pongo mi pobreza ante Dios y la beso. Acepto que otros me traten por lo que soy. Pobre y débil. No brillo.
[1] Paolo Squizzato, Elogio de la vida imperfecta
[2] Paolo Squizzato, Elogio de la vida imperfecta
[3] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan Niehaus
Carlos Padilla
Aleteia