
"En la Iglesia estamos tan presionados por tareas, problemas que
afrontar, retos a los que responder, que corremos el riesgo de perder de
vista, o dejar como en el trasfondo, el porro unum necessarium del Evangelio, es decir, nuestra relación personal con Dios": así empezó el fraile capuchino su intervención, que había titulado ¡Dios existe!
Su primera reflexión fue en torno a una paradoja del mundo
contemporáneo: "Los hombres de nuestro tiempo se apasionan buscando
señales de la existencia de seres vivos e inteligentes en otros
planetas. Es una búsqueda legítima y comprensible aunque muy incierta.
Pocos, sin embargo, buscan y estudian señales del Ser vivo que ha creado
el universo, que entró en él, en su historia, y vive en él... Tenemos al Viviente real en medio de nosotros y lo descuidamos para buscar seres vivientes hipotéticos que, en el mejor de los casos, podrían hacer muy poco por nosotros, ciertamente no salvarnos de la muerte".
De hecho, ese Dios no está pasivo, sino activo respecto a nosotros: "Promete darse a sí mismo, más allá de las cosas pequeñas que le pedimos, y esta promesa se mantiene siempre infaliblemente. Quien lo busca, lo encuentra; a quien llama, Él abre".
Por eso, "el alma que tiene sed del Dios viviente lo encontrará infaliblemente y con
él y en él encontrará todo, como nos recuerdan las palabras de Santa
Teresa de Jesús: «Nada te turbe, nada te espante; todo se pasa, Dios no
se muda; la paciencia todo lo alcanza; quien a Dios tiene nada le falta.
Sólo Dios basta»".
La "roca" del "Dios vivo"
Cantalamessa recordó cómo la idea de un Dios vivo está presente de
forma reiterada en todas las Sagradas Escrituras, por oposición a los
ídolos, que son divinidades "muertas". Por eso invitó a "romper el
terrible muro de la idea que nos hemos hecho de Él y correr, como con
los brazos abiertos, al encuentro de Dios en persona. Descubrir que Dios no es una abstracción, sino una realidad;
que entre nuestras ideas de Dios y el Dios vivo existe la misma
diferencia que entre un cielo pintado sobre una hoja de papel y el cielo
verdadero".
El predicador pontificio acudió a un texto del ateo Jean-Paul Sartre en La náusea
sobre la "iluminación", con idea de que ese concepto sirva "para
suscitar en nosotros primero la sospecha, luego la certeza de que existe
un conocimiento de Dios que todavía nos es desconocido". Algo parecido,
explicó, a lo que sintió André Frossard al entrar en la iglesia
donde se convirtió: "[Encontré] la evidencia hecha presencia y la
evidencia hecha persona de Aquel mismo a quien yo habría negado un
momento antes".
"La expresión que en nuestra lengua expresa mejor este acontecimiento es: darse cuenta de Dios",
dijo Cantalamessa: "«Darse cuenta» indica un repentino abrirse de los
ojos, un sobresalto de la conciencia, por el que empezamos a ver algo
que estaba allí también antes, pero que no veíamos".
Puso como ejemplo el encuentro de Moisés con Dios en la zarza
ardiente que narra el capítulo tercero del Éxodo: "Aquel día, pues,
Moisés descubrió algo muy simple, pero capaz de poner en marcha y apoyar
todo el proceso de liberación que seguirá. Descubrió que el Dios de
Abraham, Isaac y Jacob existe, está, es una realidad presente y operante en la historia, uno con el que se puede contar. Esto era, por lo demás, lo que Moisés tenía necesidad de saber en ese momento, no una abstracta definición de Dios".
Por eso, y al acercarse el final de su predicación, el padre Cantalamessa no quiso definir la idea de Dios vivo, porque "el Dios vivo, en cuanto vivo, se puede intuir vagamente,
tener de él una especie de sensación o pre-sentimiento. Se puede
suscitar su deseo, la nostalgia. Más no. No se puede encerrar la vida en
una idea. Por esto se puede tener de él más fácilmente el sentimiento, o
la sensación, que la idea, porque la idea circunscribe la persona,
mientras que el sentimiento revela su presencia, dejándola en su
totalidad e indeterminación".
Pero sí encontró útil el concepto de Roca, presente en las Sagradas
Escrituras, para referirse a Dios, porque "Roca no es un título
abstracto; no dice sólo lo que Dios es, sino también qué debemos ser
nosotros. La roca está hecha para ser escalada, buscar refugio en ella,
no sólo para ser contemplada desde lejos. La roca atrae, apasiona. Si Dios es roca, el hombre debe convertirse en un «escalador»...
La insistencia de la Biblia sobre el Dios-roca tiene como objetivo
infundir confianza en la criatura, arrojando los miedos de su corazón".
ADVIENTO 2018
Primera predicación del padre Raniero Cantalamessa, 7 de diciembre de 2018
Traducción: Pablo Cervera Barranco.
¡Dios existe!
Introducción
En la Iglesia estamos tan presionados por tareas, problemas que
afrontar, retos a los que responder, que corremos el riesgo de perder de
vista, o dejar como en el trasfondo, el «porro unum necessarium»
del Evangelio, es decir, nuestra relación personal con Dios. Además de
todo, sabemos por experiencia que una relación personal auténtica con
Dios es la primera condición para abordar todas las situaciones y
problemas que se presentan, sin perder la paz y la paciencia.
He pensado, pues, venerables Padres, hermanos y hermanas, dejar de
lado, en estas predicaciones de Adviento, cualquier referencia a
problemas de actualidad. Trataremos de hacer lo santa Ángela de
Foligno recomendaba a sus hijos espirituales: «Recogernos en unidad y
abismar nuestra alma en el infinito que es Dios»[1]. Hacer un baño matutino de fe, antes de comenzar la jornada de trabajo.
El tema de estas predicaciones de Adviento (y, si Dios lo quiere,
también de la Cuaresma) será el versículo del Salmo: «Mi alma tiene sed
del Dios vivo» (Sal 42,2). Los hombres de nuestro tiempo se apasionan
buscando señales de la existencia de seres vivos e inteligentes en otros
planetas. Es una búsqueda legítima y comprensible aunque muy incierta.
Pocos, sin embargo, buscan y estudian señales del Ser vivo que ha creado
el universo, que entró en él, en su historia, y vive en él. «En Él
vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28) y no nos damos cuenta.
Tenemos al Viviente real en medio de nosotros y lo descuidamos para
buscar seres vivientes hipotéticos que, en el mejor de los casos,
podrían hacer muy poco por nosotros, ciertamente no salvarnos de la
muerte.
Cuántas veces nos vemos obligados a decir a Dios, con san Agustín: «Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo»[2].
Al contrario que nosotros, en efecto, el Dios viviente nos busca, no
hace otra cosa desde la creación del mundo. Sigue diciendo: «Adán,
¿dónde estás?» (Gén 3,9). Nosotros nos proponemos captar señales de este
Dios viviente, responder a su llamamiento, «llamar a su puerta»,
para entrar en un contacto nuevo, vivo, con él.
Nos apoyamos en la palabra de Jesús: «Buscad y hallaréis; llamad y se
os abrirá» (Mt 7,7). Cuando se leen estas palabras, se piensa
inmediatamente que Jesús promete darnos todas las cosas que le pedimos y
nos quedamos perplejos porque vemos que esto rara vez se realiza. Sin
embargo, Él trataba de decir, sobre todo, una cosa: «Buscadme y me
hallaréis, llamad y os abriré». Promete darse a sí mismo, más allá de
las cosas pequeñas que le pedimos, y esta promesa se mantiene siempre
infaliblemente. Quien lo busca, lo encuentra; a quien llama, Él abre y
una vez que lo ha encontrado, todo lo demás pasa a un segundo plano.
El alma que tiene sed del Dios viviente lo encontrará
infaliblemente y con él y en él encontrará todo, como nos recuerdan las
palabras de santa Teresa de Jesús: «Nada te turbe, nada te espante; todo
se pasa, Dios no se muda; la paciencia todo lo alcanza; quien a Dios
tiene nada le falta. Sólo Dios basta». Con estos sentimientos comenzamos
nuestro camino de búsqueda del rostro de Dios vivo.
¡Volver a las cosas!
La Biblia está salpicada de textos que hablan de Dios como del
«vivo». «Él es el Dios vivo», dice Jeremías (Jer 10,10); «Yo soy el
viviente», dice Dios mismo en Ezequiel (Ez 33,11). En uno de los salmos
más bellos del salterio, escrito durante el exilio, el orante exclama:
«Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo» (Sal 42,2). Y también: «Mi
corazón y mi carne retozan por el Dios vivo» (Sal 84, 3). Pedro, en
Cesarea de Filipo, proclama a Jesús «Hijo del Dios vivo» (Mt 16,16).
Se trata evidentemente de una metáfora sacada de la experiencia
humana. Israel se ha resignado a usarla para distinguir a su Dios de los
ídolos de las gentes que son divinidades «muertas». En contraste
con ellos, el Dios de la Biblia es «un Dios que respira» y su
respiración o soplo (ruah) es el Espíritu Santo.
Tras el largo predominio del idealismo y el triunfo de la «idea», en
tiempos más cercanos a nosotros, también el pensamiento secular ha
advertido la necesidad de un regreso a la «realidad» y lo ha expresado
en el grito programático: «¡Volver a las cosas!» [3].
Es decir: no detenerse en las formulaciones dadas de la realidad, en
las teorías construidas sobre ella, a lo que comúnmente se piensa en
torno a ella, sino apuntar directamente a la realidad misma que está a
la base de todo; quitar las diferentes capas de tierra arrastrada y
descubrir la roca subyacente.
Debemos aplicar este programa también al ámbito de la fe. Sobre la
fe, en efecto, santo Tomás de Aquino escribió que «no termina en los
enunciados, sino en las cosas»[4]. Cuando
se trata de la «cosa» suprema en el ámbito de la fe, es decir de Dios,
«volver a las cosas» significa volver al Dios vivo; romper, por así
decirlo, el terrible muro de la idea que nos hemos hecho de él y correr,
como con los brazos abiertos, al encuentro de Dios en persona.
Descubrir que Dios no es una abstracción, sino una realidad; que entre
nuestras ideas de Dios y el Dios vivo existe la misma diferencia que
entre un cielo pintado sobre una hoja de papel y el cielo verdadero.
El programa: «¡Volver a las cosas!» tuvo una aplicación justamente
famosa: la que llevó al descubrimiento de que las cosas... existen. Vale
la pena releer la famosa página de Sartre:
«Hace un rato estaba yo en el jardín público. La raíz del castaño se
hundía en la tierra, justo debajo de mi banco. Yo ya no recordaba que
era una raíz. Las palabras se habían desvanecido, y con ellas la
significación de las cosas, sus modos de empleo, las débiles marcas que
los hombres han trazado en su superficie. Estaba sentado, un poco
encorvado, baja la cabeza, solo frente a aquella masa negra y nudosa,
enteramente bruta y que me daba miedo. Y entonces tuve esa iluminación.
Me cortó el aliento. Jamás había presentido, antes de estos últimos
días, lo que quería decir “existir”. Era como los demás, como los que se
pasean a la orilla del mar con sus trajes de primavera. Decía como
ellos: “el mar es verde”, “aquel punto blanco, allá arriba, es una
gaviota”, pero no sentía que aquello existía, que la gaviota era una
“gaviota-existente”; de ordinario la existencia se oculta. Está ahí,
alrededor de nosotros, en nosotros, ella es nosotros, no es posible
decir dos palabras sin hablar de ella y, finalmente, queda intocada.... Y
de golpe estaba allí, clara como el día: la existencia se descubrió de
improviso»[5].
El filósofo que hizo este «descubrimiento» se declaraba ateo y por
eso no fue más allá de la constatación de que yo existo, que el mundo
existe, que las cosas existen. Pero nosotros no podemos partir de esta
experiencia y convertirla en el trampolín de lanzamiento para el
descubrimiento de otro Existente, la chispa que hace posible otra
iluminación. Lo que fue posible con la raíz del castaño, ¿por qué no
debería ser posible con Dios? ¿Acaso Dios, para la mente del hombre, es
menos real de cuanto lo es la raíz de castaño para su ojo? Los padres no
dudaban en poner al servicio de la fe las intuiciones de verdad
presentes en los filósofos paganos, incluso de aquellos cuya autoridad
venía gustosamente adoptada contra los cristianos. Nosotros debemos
imitarlos y hacer lo mismo en nuestro tiempo.
¿Qué podemos, pues, considerar de la «iluminación» de aquel filósofo?
Ninguna aplicación directa, o de contenido, sino solo una indirecta y
de método. Leído ese relato con una cierta disposición de ánimo
favorecida por la gracia, parece hecho a propósito para sacudirnos de la
costumbre, para suscitar en nosotros primero la sospecha, luego la
certeza de que existe un conocimiento de Dios que todavía nos es
desconocido. Que, quizás, antes de ahora, ni siquiera nosotros hemos
intuido nunca lo que quiere decir que «Dios existe», que él es un
Dios-existente, o, como dice la Biblia, un Dios vivo. Que tenemos, pues,
una tarea ante nosotros, un descubrimiento que realizar: descubrir que
Dios «existe», hasta el punto de que tener, también nosotros, por un
instante, ¡la respiración cortada! Sería la aventura de la vida.
Nos ayuda a comprender de qué se trata la experiencia de algunos
convertidos, a los cuales la existencia de Dios se les revela
repentinamente, en un cierto momento de la vida, después de haberla
ignorado o negado tenazmente.
Uno de ellos fue el periodista francés Andrè Frossard, muerto el 2 de
febrero de 1995. Así describe su vida antes de la conversión:
«Dios no existía. Su imagen, en fin, las imágenes que evocan su
existencia o aquellas de lo que podría llamarse su descendencia
histórica, los santos, los profetas, los héroes de la Biblia, no
figuraban en parte alguna de nuestra casa. (…) Éramos ateos perfectos,
de esos que ni se preguntan por su ateísmo. Los últimos militantes
anticlericales que todavía predicaban contra la religión en las
reuniones públicas nos parecían patéticos y un poco ridículos,
exactamente igual que lo serían unos historiadores esforzándose por
refutar la fábula de Caperucita Roja».
En una jornada de verano, cansado de esperar al amigo con el que se había citado, el joven Frossard entra en la iglesia cercana, observa su arquitectura y mira a las personas que rezan en ella. Y he aquí cómo narra lo que sucedió:
«Antes que nada, se me sugieren estas palabras: vida espiritual. No
se me dicen, no las formo yo mismo, las escucho como si fuesen
pronunciadas cerca de mí, en voz baja, por una persona que vería lo que
yo no veo aún. La última sílaba de este preludio murmurado alcanza
apenas en mí la orilla de lo consciente, que comienza una avalancha al
revés. […] ¿Cómo describirlo con estas palabras huidizas, […] un mundo
distinto de un resplandor y de una densidad que despiden al nuestro a
las sombras frágiles de los sueños incompletos. Él es la realidad, él es
la verdad, la veo desde la ribera oscura donde aún estoy retenido. Hay
un orden en el universo, y en su vértice, más allá de este velo de bruma
resplandeciente, la evidencia de Dios; la evidencia hecha presencia y
la evidencia hecha persona de Aquel mismo a quien yo habría negado un
momento antes. […] Su irrupción desplegada, plenaria, se acompaña de una
alegría que no es sino la exultación del salvado».
Al salir de la iglesia, su amigo, viendo que algo había sucedido, le
pregunta: «¿Que te pasa?» — Responde: «Soy católico», y, como si temiera
no haber sido suficientemente explícito, añadió: «apostólico y romano».
La expresión que en nuestra lengua expresa mejor
este acontecimiento es: darse cuenta de Dios. «Darse cuenta» indica un
repentino abrirse de los ojos, un sobresalto de la conciencia, por el
que empezamos a ver algo que estaba allí también antes, pero que no
veíamos.
Probemos a releer, sobre la ola de la «iluminación» descrita por
Sartre, el episodio de la zarza ardiente. Nos servirá, entre otras
cosas, para constatar cómo también el pensamiento moderno «existencial»
nos puede ayudar a descubrir, en la Biblia, algo nuevo, que el
pensamiento antiguo, todo el orientado en sentido ontológico, aun con
toda su riqueza, no era capaz de captar.
La página de la Biblia que narra la zarza ardiente (Éx 3,1ss.) es
ella misma una zarza ardiente. Arde, pero no se consume. A distancia de
milenios no ha perdido nada de su poder de transmitir el sentido de lo
divino. Muestra, mejor que cualquier discurso, qué sucede cuando se
encuentra realmente al Dios vivo. «Moisés pensó: “Quiero acercarme...”».
Todavía piensa y quiere. Es dueño de sí; él es quien conduce (o cree
conducir) el juego. Pero he aquí que lo divino irrumpe con su ser e
impone su ley. «¡Moisés, Moisés! No te acerques. Yo soy el Dios de tu
padre». Todo cambió de repente. Moisés se hace dócil de golpe, sumiso.
«¡Heme aquí!», responde y se cubre el rostro, como los serafines se
cubrían los ojos con las alas (cf. Is 6, 2). Lo numinoso está en el
aire. Moisés entra en el misterio.
En esta atmósfera Dios revela su nombre: «Yo soy el que soy».
Trasplantada en el terreno cultural helénico, ya con los Setenta, esta
palabra fue interpretada como una definición de lo que Dios es, el Ser
absoluto, como una afirmación de su esencia más profunda. Pero semejante
interpretación, dicen hoy los exégetas, es «completamente ajena al modo
de pensar del Antiguo Testamento». La frase significa: «Yo soy aquel
que estoy; o, más simplemente todavía: «¡Yo estoy (o yo estaré) para
vosotros!»[6].
Se trata de una afirmación concreta, no abstracta; se refiere más a la
existencia de Dios que a su esencia, más a su «estar», que no a lo «que
es». No estamos lejos del «Yo vivo», «Yo soy el viviente», que Dios
pronuncia en otras partes de la Biblia.
Aquel día, pues, Moisés descubrió algo muy simple, pero capaz de
poner en marcha y apoyar todo el proceso de liberación que seguirá.
Descubrió que el Dios de Abraham, Isaac y Jacob existe, está, es una
realidad presente y operante en la historia, uno con el que se puede
contar. Esto era, por lo demás, lo que Moisés tenía necesidad de saber
en ese momento, no una abstracta definición de Dios.
Hay algo que une la experiencia del filósofo ante la raíz del castaño
y la de Moisés ante la zarza ardiente. Ambos descubren el misterio del
ser: el primero, el ser de las cosas, el segundo, el Ser de Dios. Pero
mientras que descubrir que Dios existe es fuente de valor y de alegría,
descubrir solo que las cosas existen no produce, según dice ese mismo
filósofo, más que «náusea».
Dios, sentimiento de una presencia
«Qué significa y cómo se define el Dios vivo? Por un momento he
acariciado el propósito de responder a esta pregunta, trazando un perfil
del Dios vivo, a partir de la Biblia, pero luego he visto que sería una
gran tontería. Querer describir al Dios vivo, trazar su perfil, aun
basándose en la Biblia, es recaer en el intento de reducir el Dios vivo
a idea del Dios vivo.
Lo que podemos hacer, incluso respecto del Dios vivo, es
superar «los tenues signos de reconocimiento que los hombres han trazado
sobre su superficie», romper las pequeñas cáscaras de nuestras ideas de
Dios, o las «vasijas de alabastro» en las que lo tenemos encerrado, de
modo que su perfume se expanda y «llene la casa». En esto nos es maestro
san Agustín. El santo nos ha dejado una especie de método para
elevarnos con el corazón y la mente al Dios vivo y verdadero. Consiste
en repetirnos a nosotros mismos, después de cada reflexión sobre Dios:
«¡Pero Dios no es esto, pero Dios no es esto!» Piensa en la tierra,
piensa en el cielo, piensa en los ángeles o en cualquier cosa o persona;
piensa, finalmente, en lo que tú mismo piensas de Dios, y repite cada
vez: «¡Sí, pero Dios no es esto, Dios no es esto!» «Busca por encima de
nosotros», responden, una a una, todas las criaturas preguntadas[7]. ¡Debemos creer en un Dios que está más allá del Dios en el que creemos!
El Dios vivo, en cuanto vivo, se puede intuir vagamente, tener de él
una especie de sensación o pre-sentimiento. Se puede suscitar su deseo,
la nostalgia. Más no. No se puede encerrar la vida en una idea. Por esto
se puede tener de él más fácilmente el sentimiento, o la sensación, que
la idea, porque la idea circunscribe la persona, mientras que el
sentimiento revela su presencia, dejándola en su totalidad e
indeterminación. San Gregorio de Nisa habla de la más alta forma de
conocimiento de Dios como un «sentimiento de presencia»[8].
Lo divino es una categoría absolutamente distinta de cualquier otra,
que no puede ser definida, sino solo aludida; se puede hablar de ella
solo por analogías y contraposiciones. Una imagen que en la Biblia nos
habla así de Dios es la roca. Pocos títulos bíblicos son capaces de
crear en nosotros un sentimiento tan vivo de Dios —sobre todo de lo que
Dios es para nosotros— como este de Dios-roca. Tratemos también nosotros
de libar, como dice la Escritura, «miel de la roca» (cf. Dt 32,13).
Más que un simple título, roca aparece, en la Biblia, como una
especie de nombre personal de Dios, hasta el punto de que es escrito, a
veces, con letra mayúscula. «Él es la Roca, perfecta es su obra» (Dt
32,4); «El Señor es una roca eterna» (Is 26, 4). Pero para que esta
imagen no nos infunda miedo y sujeción por la dureza y la
impenetrabilidad que evoca, la Biblia agrega enseguida otra verdad: él
es «nuestra» Roca, «mi» roca. Es decir, una roca para nosotros, no
contra nosotros. «El Señor es mi roca» (Sal 18,3), la «roca de mi
defensa» (Sal 31, 4), la «roca de nuestra salvación» (Sal 95,1).
Los primeros traductores de la Biblia, los Setenta, se asustaron ante
una imagen tan material de Dios que parecía abajarlo y sustituyeron
sistemáticamente el concreto «roca» con abstractos, como «fuerza»,
«refugio», «salvación». Pero, con razón, todas las traducciones modernas
han restituido a Dios el título original de roca.
Roca no es un título abstracto; no dice sólo lo que Dios es, sino
también qué debemos ser nosotros. La roca está hecha para ser escalada,
buscar refugio en ella, no sólo para ser contemplada desde lejos. La
roca atrae, apasiona. Si Dios es roca, el hombre debe convertirse en un
«escalador». Jesús decía: «Aprended del dueño de casa»; «Mirad a los
pescadores»; Santiago continúa diciendo: «Mirad a los agricultores».
Nosotros podemos añadir: «¡Mirad a los escaladores!». Si cae la noche o
viene una tormenta, no cometen la imprudencia de intentar bajar, sino
que se agarrán aún más a la roca y esperan a que pase la tormenta.
La insistencia de la Biblia sobre el Dios-roca tiene como objetivo
infundir confianza en la criatura, arrojando los miedos de su corazón.
«No temamos si tiembla la tierra, si se derrumban los montes en el fondo
del mar», dice un salmo; y el motivo que se aduce es: «Nuestra roca es
el Dios de Jacob» (Sal 46, 3.8).
¡Dios existe y eso basta!
El primer biógrafo de san Francisco de Asís, Tomás de Celano,
describe un momento de oscuridad, y casi de desánimo, que el santo vivió
hacia el final de su vida, a causa de las desviaciones que veía, en
torno a sí, del primitivo estilo de vida de sus hermanos.
Estando turbado —escribe— por los malos ejemplos, y habiendo
recurrido un día, tan amargado, a la oración, se sintió amonestado de
este modo por el Señor: ¿Por qué tú, insignificante, te turbas? ¿Acaso
te he establecido pastor de mi Orden de manera que olvidaras que yo sigo
siendo el patrón principal? […] No te turbes, pues, sino espera tu
salvación, porque si la Orden se redujera incluso a sólo tres frailes,
permanecerá mi ayuda siempre estable»[9].
El estudioso franciscano francés P. Eloi Leclerc, el que mejor de
todos ha expuesto esta fase atormentada de la vida de Francisco, dice
que el santo fue tan reanimado por las palabras de Cristo que
iba repitiendo dentro de sí una exclamación: «Dieu est, et cela suffit».
¡Francisco, Dios existe y eso basta! ¡Dios existe y eso basta!»[10].
Aprendamos a repetir también nosotros estas sencillas
palabras cuando, en la Iglesia o en nuestra vida, nos encontremos con
situaciones similares a las de Francisco y muchas nubes se desvanecerán.
© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco
[1] Santa Ángela de Foligno.
[2] San Agustín.
[3] «Zu den Sachen selbst»: es el programa de la Escuela fenomenológica de Husserl.
[4] Santo Tomás de Aquino, S.Th. II-IIae, q.1,a.2, 2.
[5] J.-P. Sartre, La nausea (Mondadori, Milán 1984) 193s [trad. esp. La náusea (Alianza, Madrid 2016).
[6] Cf. G. von Rad, Theologie des alten Testaments, I (Múnich 1966) 194 [tras. Esp. Teología del Antiguo Testamento (Sígueme, Salamanca 92002).
[7] San Agustín, Comentario al Salmo 85, 12: CCL 39, 1136); cf. también Confesiones, X, 6, 9.
[8] San Gregorio de Nisa, Cant. XI,5,2: PG 44,1001.
[9] Celano, Vida Segunda CXVII, 158: Fuentes Franciscanas, n. 742.
[10] Eloi Leclerc, Sagesse d'un Pauvre (Editions Franciscaines, París 1959) 75-78 [tras. esp. Sabiduría de un pobre (Encuentro, Madrid 2007)].
Raniero Cantalamessa
ReligiónenLibertad