San Pedro de Alcántara
El místico asceta que tanto ayudó a santa Teresa de Jesús con sus fundaciones
San Pedro de Alcántara fue un sacerdote de la Orden de Hermanos Menores, que, con el don de consejo y de vida penitente y austera, reformó la disciplina regular en los conventos de la Orden en España, y fue consejero de santa Teresa de Jesús en su obra reformadora de la Orden Carmelitana.
El místico asceta que tanto ayudó a santa Teresa de Jesús con sus fundaciones
San Pedro de Alcántara fue un sacerdote de la Orden de Hermanos Menores, que, con el don de consejo y de vida penitente y austera, reformó la disciplina regular en los conventos de la Orden en España, y fue consejero de santa Teresa de Jesús en su obra reformadora de la Orden Carmelitana.
Pedro Garavita nació en el pueblecito de Alcántara, en Extremadura,
en 1499. Su padre, que era abogado, ejercía el cargo de gobernador de la
localidad, su madre era de muy buena familia y ambos se distinguían por
su piedad y cualidades personales.
Pedro empezó los estudios en la escuela del lugar, pero su padre murió antes de que hubiese terminado la filosofía.
Su padrastro le envió más tarde a la Universidad de Salamanca, donde
Pedro determinó hacerse franciscano y tomó el hábito en el convento de
Manjaretes, situado en las montañas que separan a España de Portugal.
Escogió precisamente ese convento por su ardiente espíritu de
penitencia, ya que en él se hallaban reunidos los observantes que
ansiaban una vida más rigurosa.
Durante el noviciado, se le confiaron sucesivamente los oficios de
sacristán, refitolero y portero, que desempeñó con gran asiduidad,
aunque no siempre con eficacia, pues era un tanto distraído.
Por ejemplo, su superior tuvo que reprenderle porque, al cabo de seis
meses como refitolero, no había servido ni una sola vez fruta a la
comunidad.
El joven se excusó diciendo que nunca había encontrado fruta, cuando
le hubiese bastado levantar los ojos para ver que del techo del
refectorio colgaban enormes racimos.
Con el tiempo, la mortificación le hizo perder absolutamente el
sentido del gusto; en cierta ocasión, encontró en su plato vinagre
salado y lo tomó como si fuese la sopa ordinaria.
Su lecho consistía en una piel sobre el suelo; solía emplearlo para
arrodillarse a orar una buena parte de la noche y dormía sentado, con la
cabeza contra la pared.
Sus vigilias constituían el aspecto más notable de sus mortificaciones, de suerte que el pueblo cristiano ha hecho de él el patrono de los guardias y veladores nocturnos. El santo fue reduciendo gradualmente el tiempo de su vigilia para no dañar su salud.
Algunos años después de su profesión, se le envió a fundar un pequeño
convento en Badajoz, aunque no tenía más que veintidós años, y no era
aún sacerdote.
Ejerció el superiorato durante tres años, al cabo de los cuales fue ordenado sacerdote, en 1524. Sus superiores le dedicaron inmediatamente a la predicación y, más tarde, le nombraron sucesivamente guardián de los conventos de Robredillo y de Plasencia.
San Pedro precedía a sus súbditos con el ejemplo, observando a la letra los consejos evangélicos; por ejemplo, sólo tenía un hábito, de suerte que cuando lo daba a lavar o a remendar, se retiraba a esperar, desnudo, en un rincón del huerto.
Por aquella época, predicó en toda Extremadura, con gran fruto de las almas.
Además de su talento natural y de sus conocimientos, Dios le había favorecido con la ciencia infusa
y el sentido de las cosas espirituales; estos últimos son dones
sobrenaturales que Dios no suele conceder sino a quienes se han
ejercitado largamente en la oración y la práctica de las virtudes.
La sola presencia del santo era ya una especie de sermón y se dice
que le bastaba con presentarse en un sitio para empezar a convertir a
los pecadores.
Gustaba particularmente de predicar a los pobres, basándose en los
textos de los libros de la sabiduría y de los profetas del Antiguo
Testamento. San Pedro se sintió toda su vida atraído por la soledad.
Como hubiese rogado a sus superiores que le enviasen a algún
monasterio remoto en el que pudiese entregarse a la contemplación, éstos
le enviaron al convento de Lapa, que era un sitio muy poco poblado, con
el cargo de superior.
Allí compuso san Pedro su libro sobre la oración, tan estimado por
santa Teresa, fray Luis de Granada, san Francisco de Sales y otros.
Es una verdadera obra maestra que ha sido traducida a la mayoría de
las lenguas occidentales. San Pedro aprovechó para escribirlo su propia
experiencia del amor divino, ya que vivía en continua unión con Dios.
Con frecuencia, era arrebatado en éxtasis que duraban largo tiempo y estaban acompañados de otros fenómenos extraordinarios.
La fama de san Pedro de Alcántara llegó a oídos del rey Juan III de
Portugal, quien le llamó a Lisboa y trató en vano de retenerle allí.
En 1538, el santo fue elegido ministro provincial de los frailes de
la estricta observancia de la provincia de San Gabriel, en Extremadura.
En el ejercicio de su cargo redactó una regla aún más severa que la
ya existente y la propuso, en 1540, en el capítulo general de Plasencia.
Como la propuesta encontrase una fuerte oposición, el santo renunció a su cargo y fue a reunirse con fray Martín de Santa María.
Dicho fraile, interpretando la regla de San Francisco como un
llamamiento a la vida eremítica, construía una ermita en una desolada
colina, llamada la Arábida, a orillas del Tajo, en la ribera opuesta a
la de Lisboa.
San Pedro alentó a fray Martín y sus compañeros y le sugirió varias disposiciones que fueron adoptadas.
Los ermitaños iban descalzos, dormían en esteras o al ras del suelo, jamás tomaban carne ni vino y no tenían biblioteca.
Poco a poco, varios frailes de España y Portugal se adhirieron a la
reforma, y los conventos empezaron a multiplicarse. En la ermita de
Palhaes se fundó el noviciado, y san Pedro fue nombrado guardián y
maestro de novicios.
El santo estaba muy angustiado a causa de las pruebas por las que la
Iglesia atravesaba entonces. Para oponer el dique de la penitencia a la
relajación de las costumbres y a las falsas doctrinas, concibió, en
1554, el proyecto de establecer una congregación de frailes de
observancia aún más estricta.
El provincial de Extremadura no aceptó el proyecto; en cambio, el
obispo de Soria acogió la idea con entusiasmo, y san Pedro se retiró con
un compañero a dicha diócesis a hacer un ensayo de la nueva vida
eremítica.
Poco después fue a Roma, viajando descalzo, con el objeto de obtener
el apoyo de Julio III. Aunque el ministro general de los observantes
veía con malos ojos el proyecto del santo, éste consiguió que el Papa lo
pusiera bajo la obediencia del ministro general de los conventuales, y
obtuvo permiso para fundar un convento tal como él lo concebía.
A su vuelta a España, un amigo suyo construyó en Pedrosa un convento a
su gusto. Tales fueron los comienzos de la rama franciscana conocida
con el nombre de la Observancia de San Pedro de Alcántara.
Las celdas eran muy pequeñas; la mitad de cada una de ellas estaba
ocupada por el lecho, que consistía en tres tablas desnudas. La iglesia
hacía juego con el resto.
Los frailes no podían olvidar que estaban llamados a hacer
penitencia, dado que sus celdas parecían más bien sepulcros que
habitaciones.
Un amigo de san Pedro, que le había ayudado a llevar a cabo la “reforma”, se quejó un día de la malicia del mundo.
El santo replicó: “El remedio es muy sencillo. El primer paso sería que vos y yo fuésemos lo que deberíamos ser; entonces estaremos en paz con nosotros mismos. Si todos hicieran eso, el mundo sería perfecto. Lo malo es que pensamos en reformar a otros antes de reformarnos a nosotros”.
Poco a poco, otros conventos adoptaron la reforma. San Pedro escribió
en sus reglas que las celdas no debían tener más de dos metros de
largo; que el número de frailes de cada convento no debía pasar de ocho;
que los frailes debían andar descalzos, consagrar a la oración mental
tres horas diarias y no recibir estipendios por las misas.
Igualmente les impuso otras prácticas rigurosas que se acostumbraban
en la Arábida. En 1561, la nueva custodia fue elevada a la categoría de
provincia con el nombre de San José y el papa Pío IV la retiró de la
jurisdicción de los conventuales y la pasó a la de los observantes (Los
“alcantarinos” dejaron de ser un cuerpo diferente en 1897, cuando León
XIII reunió las distintas ramas de los observantes).
Como suele acontecer en tales casos, la provincia de san Gabriel, a
la que San Pedro había pertenecido, no vio con buenos ojos su empresa, y
el santo fue tratado de hipócrita, traidor, turbulento y ambicioso por sus antiguos superiores.
A esas acusaciones replicó sencillamente: “Padres míos, os ruego que
toméis en cuenta la buena intención que me guía en esta empresa; pero,
si estáis plenamente convencidos de que no es para la gloria de Dios,
haced cuanto podáis por echarla a pique”.
Efectivamente, los frailes de san Gabriel hicieron cuanto pudieron
por echarla a pique, pero la “reforma” siguió ganando terreno a pesar de
todo.
En 1560, en el curso de una visita a su provincia, san Pedro de
Alcántara pasó por Avila, movido por una orden recibida del cielo.
Por entonces, santa Teresa se hallaba todavía en el convento de la
Encarnación y atravesaba por un período de ansiedad y escrúpulos, pues
muchas personas le habían dicho que era víctima de los engaños del
demonio.
Una amiga de la santa consiguió permiso para que ésta fuese a pasar
una semana en su casa, y allí la visitó san Pedro de Alcántara.
Guiado por su propia experiencia en materia de visiones, san Pedro
entendió perfectamente el caso de Teresa, disipó sus dudas, le aseguró
que sus visiones procedían de Dios y habló en favor de la santa con el
confesor de ésta.
La autobiografía de santa Teresa nos proporciona
muchos datos sobre la vida y milagros de san Pedro de Alcántara, ya que
éste le contó muchos detalles de sus cuarenta y siete años de vida
religiosa.
Santa Teresa escribió: “Me dijo, si mal no recuerdo, que en los
últimos cuarenta años no había dormido más de una hora y media por día.
Al principio, su mayor mortificación consistía en vencer el sueño, por
lo cual tenía que estar siempre de rodillas o de pie […] En todo ese
tiempo, jamás se caló el capuchón, por ardiente que fuese el sol o
tupida la lluvia. Siempre iba descalzo y su único vestido era un hábito
de tejido muy burdo, tan corto y estrecho como era posible, y un manto
de la misma tela; debajo del hábito no llevaba camisa. Me dijo que
cuando el frío era muy intenso, acostumbraba quitarse el manto y abrir
la puerta y la ventana de su celda para sentir un poco de calor al
volverlas a cerrar y al ponerse el manto.
Estaba acostumbrado a comer una vez cada tres días y se extrañó
de que ello me maravillase, pues decía que era una cuestión de
costumbre.
Uno de sus compañeros me contó que algunas veces no comía en toda
la semana; probablemente eso sucedía cuando estaba en oración, porque
solía tener grandes arrebatos y transportes de amor divino, de uno de
los cuales yo misma fui testigo.
Desde su juventud, había practicado la pobreza con el mismo rigor
que la mortificación […] Cuando yo le conocí era ya muy viejo y su
cuerpo estaba tan débil y vacilante, que parecía más bien hecho de
raíces y corteza de árbol que de carne.
Era un hombre muy amable, pero sólo hablaba cuando le preguntaban
algo; respondía con pocas palabras, pero valía la pena oírlas, pues
poseía un juicio excelente”.
Cuando Teresa volvió de Toledo a Ávila, en 1562, encontró nuevamente
allí a san Pedro de Alcántara, quien consagró la mejor parte de sus
últimos meses de vida y las fuerzas que le quedaban, a ayudar a la santa en la fundación de la primera casa de carmelitas reformadas.
El éxito de Teresa se debió, en gran parte, a los consejos y al apoyo
de san Pedro, quien empleó toda su influencia con el obispo de Ávila y
otros personajes.
El santo asistió el 24 de agosto a la primera misa que se celebró en
el nuevo convento de San José. En la época turbulenta de las
fundaciones, santa Teresa fue fortalecida y consolada más de una vez por
las apariciones de san Pedro de Alcántara, quien ya había muerto para
entonces.
Según el testimonio de Teresa, citado en el decreto de canonización,
san Pedro fue quien más hizo por ayudarla en la empresa de la reforma
del Carmelo.
La carta que el santo escribió a Teresa acerca de la pobreza absoluta de la nueva fundación, muestra que las dos almas se comprendían perfectamente:
“Confieso que me sorprendo de que hayáis pedido el parecer de los
hombres de ciencia para una cuestión en la que carecen de competencia.
Los litigios y los casos de conciencia son el campo de los canonistas y
teólogos; los problemas de la vida de perfección tienen que resolverlos
quienes la practican. Nadie puede hablar de lo que no conoce y no toca a
los hombres de ciencia determinar si vos o yo hemos de practicar los
consejos evangélicos … Aquel que da el consejo, da también los medios …
Los abusos que se observan en los monasterios que no tienen rentas,
proceden no de la pobreza, sino de la falta de deseo de pobreza”.
Dos meses después de la inauguración del convento de San José, san
Pedro de Alcántara cayó enfermo y fue trasladado al convento de Arenas
para que muriese entre sus hermanos.
En sus últimos momentos, repitió las palabras del salmista:
“Mi alma se regocija porque me han dicho: Iremos a la casa del Señor”
(salmo 122,1). En seguida se arrodilló y murió en esa actitud.
Santa Teresa escribió: “Después que murió, el Señor ha tenido a
bien que me aproveche más que cuando vivía, ya que me ha ayudado y
aconsejado en muchos asuntos y Ie he visto frecuentemente en la gloria …
Nuestro Señor me dijo una vez que escucharía cuantas peticiones se le
hiciesen en honor de san Pedro de Alcántara. Yo le he encomendado que me
obtenga muchas cosas de Nuestro Señor y todas mis peticiones han sido
oídas”.
San Pedro de Alcántara fue canonizado en 1669.
Artículo originalmente publicado por evangeliodeldia.org
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