Tantas veces mis palabras están vacías, no tienen peso. No son la palabra de Dios que quiero pronunciar en lo profundo

Hoy a Jesús le presentan un sordomudo para que lo sane: Le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos. Él, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y, mirando al cielo, suspiró y le dijo: – Effetá, esto es: – Ábrete. Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad.

Es un hombre que ni oye ni habla. Quieren que Jesús haga un milagro. Y Jesús lo hace. Se hace eco de las palabras de Isaías: Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantar. Porque han brotado aguas en el desierto, torrentes en la estepa el páramo será un estanque, lo reseco un manantial.

Jesús ha venido a hacer todo nuevo. Lo está haciendo. Los sordos oyen. Los ciegos ven. Los mudos hablan. Siempre en el bautismo utilizo esta misma palabra de hoy. Effetá. Ábrete. Para que se le abran los oídos y la boca al niño recién nacido. Para que un día escuche la palabra de Dios en su corazón y pueda proclamar su gloria.

Utilizo las mismas palabras del milagro deseando ese otro milagro. Porque sé que oír con el oído interior a Dios y hablar con mi boca sus palabras llenas de vida es un milagro.

En este mundo que vive de espaldas a Dios, pensar que se puedan abrir los oídos para oír su voz parece imposible. ¡Cuántos sordos y mudos hay a mi alrededor!
Yo mismo siento que soy sordo y mudo. No oigo lo que Dios me quiere decir. Y no soy capaz de proclamar su gloria. No sé decir lo que tengo que decir. No logro darle voz a su palabra. Y queda muda en mis labios. Muerta entre mis manos. Soy sordo para escuchar sus pasos a mi lado.

Leía el otro día: Creo que Dios habla en el silencio. Nunca dejan de asombrarme su discreción, sus maneras delicadas, infinitamente respetuosas con nuestra libertad. Somos frágiles como el cristal, y Dios modera su poder y su palabra para adaptarlos a nuestra debilidad.

Su palabra es un susurro en el silencio. Un paso delicado. Una mano suave. Creo que no estoy sordo al mundo. Escucho todo lo que pasa a mi alrededor. Pero he perdido la finura, la delicadeza, para interpretar los silencios y entender su presencia misteriosa.

Oigo música, ruidos, voces. Intento interpretar los signos de todo lo que me ocurre. Pero tengo una sordera que no me deja abrir mi alma a Dios.

Por eso me gusta el grito: Ábrete. Y se abren mis entrañas, mi entendimiento, mi voluntad, mi corazón. Me abro por dentro como herido por un rayo para que entren dentro de mí su amor y su cercanía. 

El otro día me contaban de un niño que había nacido sordo. No valoro lo que tengo hasta que lo pierdo. O hasta que veo a mi lado a aquel que no lo tiene. Y veo lo difícil que es nacer y no oír los pasos de los hombres, sus voces, los ruidos de la vida.

Tal vez sin oído exterior se desarrolla más el oído interior del alma. Puede ser. Yo a menudo soy sordo en ese oído interior. Los ruidos impiden que oiga lo importante. Oigo bien lo de fuera. Pero paso de largo por las voces interiores. No me callo. Tal vez me convendría ser mudo por un tiempo. Hablar menos.

Por eso pasar un tiempo sin hablar es intentar despojar a las palabras de su poder, dejar de atragantarnos con las palabras. Quiero despojar a mis palabras del poder que tienen. Quiero vivir más callado. Y que Dios me toque en los labios para sacar de mí palabras sabias.

Un dicho conocido viene con frecuencia a mi memoria: Eres esclavo de tus palabras y dueño de tus silencios. Lo soy. Lo tengo claro. Quiero hablar menos y escuchar más. Es eso lo que deseo.

El mudo desea hablar. Así como el sordo desea escuchar. Y el que habla demasiado necesita callar. El que escucha todo quiere permanecer sordo a tantas voces y ruidos. Creo que es así de sencillo. Y así de complicado.

Muchas veces soy sordo a ciertas personas. No las oigo. Y me duele. Quiero que Jesús me abra el oído para acoger más, para escuchar sin preguntas. Para ser un espacio donde muchos puedan encontrar paz en el camino. Tal vez tengo que hablar menos. Saber callar. Pero también saber hablar.

No quiero dejar de alabar a Dios por los milagros que hace en mi vida: Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían: -Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos.

En el colmo del asombro proclaman la verdad. Hacen público lo que ha ocurrido en secreto. El milagro oculto llega a todos los rincones.

A veces callo por pudor. O por miedo al rechazo. Me importa demasiado el qué dirán. Me preocupa la imagen que tengan de mí. Me vuelvo inseguro y callo. No digo todo lo que pienso. No digo todo lo que veo mal. Mi voz profética se calla.

Ábrete. Le pido a Dios que diga esa palabra tocando mis labios. Quiero que me toque el corazón con su saliva, con su barro. Y me haga hablar y oír de nuevo. Hablar para proclamar su gloria.

A veces sale amargura de mis labios. Salen quejas y críticas. Juicios y condenas. Debería aprender a callar con más frecuencia. Me cuesta. Hago ruido con mi voz. Pero tantas veces mis palabras están vacías, no tienen peso. No son la palabra de Dios que quiero pronunciar en lo profundo. Es la verdadera palabra que transforma el mundo con su presencia.

Me gustaría tocar esas palabras y arrojarlas para que den vida. No lo consigo y mis palabras siembran discordia, desavenencias, conflictos, dudas y sospechas. Mis palabras hieren, hacen daño, expulsan, rechazan. Tengo que aprender mucho para poder decir siempre lo que Dios quiere. Es toda una tarea la que tengo por delante. 
Carlos Padilla
Aleteia

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