La
Iglesia Católica en Estados Unidos se ha visto salpicada en las últimas
semanas por unos terribles escándalos de abusos sexuales cometidos por
sacerdotes e incluso cardenales. Especial mención ha tenido el informe
publicado por el fiscal general de Pensilvania sobre los cientos de casos de abusos producidos por numerosos sacerdotes en las últimas siete décadas.
Ante la gravedad de la situación el Papa Francisco ha querido escribir este lunes 20 de agosto una carta a todo el Pueblo de Dios sobre este escabroso asunto. “El dolor de las víctimas y sus familias es también nuestro dolor,
por eso urge reafirmar una vez más nuestro compromiso para garantizar
la protección de los menores y de los adultos en situación de
vulnerabilidad”, ha expresado el Santo Padre.
En su misiva dirigida a todos los católicos del mundo hace referencia al demoledor informe de Pensilvania asegurando que “el dolor de estas víctimas es un gemido que clama al cielo,
que llega al alma y que durante mucho tiempo fue ignorado, callado o
silenciado. Pero su grito fue más fuerte que todas las medidas que lo
intentaron silenciar o, incluso, que pretendieron resolverlo con
decisiones que aumentaron la gravedad cayendo en la complicidad”.
"No supimos estar donde teníamos que estar"
Francisco asegura que “con vergüenza y arrepentimiento, como comunidad eclesial, asumimos que no supimos estar donde teníamos que estar,
que no actuamos a tiempo reconociendo la magnitud y la gravedad del
daño que se estaba causando en tantas vidas. Hemos descuidado y
abandonado a los pequeños”.
De este modo, el Pontífice admite que “la magnitud y gravedad de los
acontecimientos exige asumir este hecho de manera global y comunitaria” y
asegura que exige “denunciar todo aquello que ponga en peligro la integridad de cualquier persona”.
El Papa pide ayuno y oración
Pese a reconocer que en muchos lugares ya se actúa de manera
contundente para que no se produzcan más casos como los conocidos
recientemente, el Papa pide la ayuda y participación de todo el pueblo de Dios.
El fiscal general de Pensilvania, Josh Saphiro, fue el que dio a
conocer el terrible informe de abusos sexuales cometidos por clérigos de
varias diócesis
Para ello, Francisco hace este llamamiento: “Invito a todo el santo Pueblo fiel de Dios al ejercicio penitencial de la oración y el ayuno
siguiendo el mandato del Señor, que despierte nuestra conciencia,
nuestra solidaridad y compromiso con una cultura del cuidado y el ‘nunca
más’ a todo tipo y forma de abuso”.
“Es imprescindible que como Iglesia podamos reconocer y condenar con
dolor y vergüenza las atrocidades cometidas por personas consagradas,
clérigos e incluso por todos aquellos que tenían la misión de velar y
cuidar a los más vulnerables. Pidamos perdón por los pecados propios y ajenos.
La conciencia de pecado nos ayuda a reconocer los errores, los delitos y
las heridas generadas en el pasado y nos permite abrirnos y
comprometernos más con el presente en un camino de renovada conversión”,
agrega.
Además, Francisco considera que “la penitencia y la oración nos ayudará a sensibilizar nuestros ojos
y nuestro corazón ante el sufrimiento ajeno y a vencer el afán de
dominio y posesión que muchas veces se vuelve raíz de estos males”.
Carta del Papa Francisco al Pueblo de Dios
«Si un miembro sufre, todos sufren con él» (1 Co 12,26). Estas
palabras de san Pablo resuenan con fuerza en mi corazón al constatar una
vez más el sufrimiento vivido por muchos menores a causa de abusos
sexuales, de poder y de conciencia cometidos por un notable número de
clérigos y personas consagradas. Un crimen que genera hondas heridas de
dolor e impotencia; en primer lugar, en las víctimas, pero también en
sus familiares y en toda la comunidad, sean creyentes o no creyentes.
Mirando hacia el pasado nunca será suficiente lo que se haga para pedir
perdón y buscar reparar el daño causado. Mirando hacia el futuro nunca
será poco todo lo que se haga para generar una cultura capaz de evitar
que estas situaciones no solo no se repitan, sino que no encuentren
espacios para ser encubiertas y perpetuarse. El dolor de las víctimas y
sus familias es también nuestro dolor, por eso urge reafirmar una vez
más nuestro compromiso para garantizar la protección de los menores y de
los adultos en situación de vulnerabilidad.
1. Si un miembro sufre
En los últimos días se dio a conocer un informe donde se detalla lo
vivido por al menos mil sobrevivientes, víctimas del abuso sexual, de
poder y de conciencia en manos de sacerdotes durante aproximadamente
setenta años. Si bien se pueda decir que la mayoría de los casos
corresponden al pasado, sin embargo, con el correr del tiempo hemos
conocido el dolor de muchas de las víctimas y constatamos que las
heridas nunca desaparecen y nos obligan a condenar con fuerza estas
atrocidades, así como a unir esfuerzos para erradicar esta cultura de
muerte; las heridas “nunca prescriben”. El dolor de estas víctimas es un
gemido que clama al cielo, que llega al alma y que durante mucho tiempo
fue ignorado, callado o silenciado. Pero su grito fue más fuerte que
todas las medidas que lo intentaron silenciar o, incluso, que
pretendieron resolverlo con decisiones que aumentaron la gravedad
cayendo en la complicidad. Clamor que el Señor escuchó demostrándonos,
una vez más, de qué parte quiere estar. El cántico de María no se
equivoca y sigue susurrándose a lo largo de la historia porque el Señor
se acuerda de la promesa que hizo a nuestros padres: «Dispersa a los
soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los
humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los
despide vacíos» (Lc 1,51-53), y sentimos vergüenza cuando constatamos
que nuestro estilo de vida ha desmentido y desmiente lo que recitamos
con nuestra voz.
Con vergüenza y arrepentimiento, como comunidad eclesial, asumimos
que no supimos estar donde teníamos que estar, que no actuamos a tiempo
reconociendo la magnitud y la gravedad del daño que se estaba causando
en tantas vidas. Hemos descuidado y abandonado a los pequeños. Hago mías
las palabras del entonces cardenal Ratzinger cuando, en el Via Crucis
escrito para el Viernes Santo del 2005, se unió al grito de dolor de
tantas víctimas y, clamando, decía: «¡Cuánta suciedad en la Iglesia y
entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente
entregados a él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia! [...] La
traición de los discípulos, la recepción indigna de su Cuerpo y de su
Sangre, es ciertamente el mayor dolor del Redentor, el que le traspasa
el corazón. No nos queda más que gritarle desde lo profundo del alma: Kyrie, eleison – Señor, sálvanos (cf. Mt 8,25)» (Novena Estación).
2. Todos sufren con él
La magnitud y gravedad de los acontecimientos exige asumir este hecho
de manera global y comunitaria. Si bien es importante y necesario en
todo camino de conversión tomar conocimiento de lo sucedido, esto en sí
mismo no basta. Hoy nos vemos desafiados como Pueblo de Dios a asumir el
dolor de nuestros hermanos vulnerados en su carne y en su espíritu. Si
en el pasado la omisión pudo convertirse en una forma de respuesta, hoy
queremos que la solidaridad, entendida en su sentido más hondo y
desafiante, se convierta en nuestro modo de hacer la historia presente y
futura, en un ámbito donde los conflictos, las tensiones y
especialmente las víctimas de todo tipo de abuso puedan encontrar una
mano tendida que las proteja y rescate de su dolor (cf. Exhort. ap.
Evangelii gaudium, 228). Tal solidaridad nos exige, a su vez, denunciar
todo aquello que ponga en peligro la integridad de cualquier persona.
Solidaridad que reclama luchar contra todo tipo de corrupción,
especialmente la espiritual, «porque se trata de una ceguera cómoda y
autosuficiente donde todo termina pareciendo lícito: el engaño, la
calumnia, el egoísmo y tantas formas sutiles de autorreferencialidad, ya
que “el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz (2 Co 11,14)”»
(Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 165). La llamada de san Pablo a
sufrir con el que sufre es el mejor antídoto contra cualquier intento de
seguir reproduciendo entre nosotros las palabras de Caín: «¿Soy yo el
guardián de mi hermano?» (Gn 4,9).
Soy consciente del esfuerzo y del trabajo que se realiza en distintas
partes del mundo para garantizar y generar las mediaciones necesarias
que den seguridad y protejan la integridad de niños y de adultos en
estado de vulnerabilidad, así como de la implementación de la
“tolerancia cero” y de los modos de rendir cuentas por parte de todos
aquellos que realicen o encubran estos delitos. Nos hemos demorado en
aplicar estas acciones y sanciones tan necesarias, pero confío en que
ayudarán a garantizar una mayor cultura del cuidado en el presente y en
el futuro.
Conjuntamente con esos esfuerzos, es necesario que cada uno de los
bautizados se sienta involucrado en la transformación eclesial y social
que tanto necesitamos. Tal transformación exige la conversión personal y
comunitaria, y nos lleva a mirar en la misma dirección que el Señor
mira. Así le gustaba decir a san Juan Pablo II: «Si verdaderamente hemos
partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir
sobre todo en el rostro de aquellos con los que él mismo ha querido
identificarse» (Carta ap. Novo millennio ineunte, 49). Aprender a mirar
donde el Señor mira, a estar donde el Señor quiere que estemos, a
convertir el corazón ante su presencia. Para esto ayudará la oración y
la penitencia. Invito a todo el santo Pueblo fiel de Dios al ejercicio
penitencial de la oración y el ayuno siguiendo el mandato del Señor,(1)
que despierte nuestra conciencia, nuestra solidaridad y compromiso con
una cultura del cuidado y el “nunca más” a todo tipo y forma de abuso.
Es imposible imaginar una conversión del accionar eclesial sin la
participación activa de todos los integrantes del Pueblo de Dios. Es
más, cada vez que hemos intentado suplantar, acallar, ignorar, reducir a
pequeñas élites al Pueblo de Dios construimos comunidades, planes,
acentuaciones teológicas, espiritualidades y estructuras sin raíces, sin
memoria, sin rostro, sin cuerpo, en definitiva, sin vida (2). Esto se
manifiesta con claridad en una manera anómala de entender la autoridad
en la Iglesia —tan común en muchas comunidades en las que se han dado
las conductas de abuso sexual, de poder y de conciencia— como es el
clericalismo, esa actitud que «no solo anula la personalidad de los
cristianos, sino que tiene una tendencia a disminuir y desvalorizar la
gracia bautismal que el Espíritu Santo puso en el corazón de nuestra
gente» (3). El clericalismo, favorecido sea por los propios sacerdotes
como por los laicos, genera una escisión en el cuerpo eclesial que
beneficia y ayuda a perpetuar muchos de los males que hoy denunciamos.
Decir no al abuso, es decir enérgicamente no a cualquier forma de
clericalismo.
Siempre es bueno recordar que el Señor, «en la historia de la
salvación, ha salvado a un pueblo. No existe identidad plena sin
pertenencia a un pueblo. Nadie se salva solo, como individuo aislado,
sino que Dios nos atrae tomando en cuenta la compleja trama de
relaciones interpersonales que se establecen en la comunidad humana:
Dios quiso entrar en una dinámica popular, en la dinámica de un pueblo»
(Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 6). Por tanto, la única manera que
tenemos para responder a este mal que viene cobrando tantas vidas es
vivirlo como una tarea que nos involucra y compete a todos como Pueblo
de Dios. Esta conciencia de sentirnos parte de un pueblo y de una
historia común hará posible que reconozcamos nuestros pecados y errores
del pasado con una apertura penitencial capaz de dejarse renovar desde
dentro. Todo lo que se realice para erradicar la cultura del abuso de
nuestras comunidades, sin una participación activa de todos los miembros
de la Iglesia, no logrará generar las dinámicas necesarias para una
sana y realista transformación. La dimensión penitencial de ayuno y
oración nos ayudará como Pueblo de Dios a ponernos delante del Señor y
de nuestros hermanos heridos, como pecadores que imploran el perdón y la
gracia de la vergüenza y la conversión, y así elaborar acciones que
generen dinamismos en sintonía con el Evangelio. Porque «cada vez que
intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura del Evangelio,
brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión,
signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el
mundo actual» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 11).
Es imprescindible que como Iglesia podamos reconocer y condenar con
dolor y vergüenza las atrocidades cometidas por personas consagradas,
clérigos e incluso por todos aquellos que tenían la misión de velar y
cuidar a los más vulnerables. Pidamos perdón por los pecados propios y
ajenos. La conciencia de pecado nos ayuda a reconocer los errores, los
delitos y las heridas generadas en el pasado y nos permite abrirnos y
comprometernos más con el presente en un camino de renovada conversión.
Asimismo, la penitencia y la oración nos ayudará a sensibilizar
nuestros ojos y nuestro corazón ante el sufrimiento ajeno y a vencer el
afán de dominio y posesión que muchas veces se vuelve raíz de estos
males. Que el ayuno y la oración despierten nuestros oídos ante el dolor
silenciado en niños, jóvenes y minusválidos. Ayuno que nos dé hambre y
sed de justicia e impulse a caminar en la verdad apoyando todas las
mediaciones judiciales que sean necesarias. Un ayuno que nos sacuda y
nos lleve a comprometernos desde la verdad y la caridad con todos los
hombres de buena voluntad y con la sociedad en general para luchar
contra cualquier tipo de abuso sexual, de poder y de conciencia.
De esta forma podremos transparentar la vocación a la que hemos sido
llamados de ser «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la
unidad de todo el género humano» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen gentium, 1).
«Si un miembro sufre, todos sufren con él», nos decía san Pablo. Por
medio de la actitud orante y penitencial podremos entrar en sintonía
personal y comunitaria con esta exhortación para que crezca entre
nosotros el don de la compasión, de la justicia, de la prevención y
reparación. María supo estar al pie de la cruz de su Hijo. No lo hizo de
cualquier manera, sino que estuvo firmemente de pie y a su lado. Con
esta postura manifiesta su modo de estar en la vida. Cuando
experimentamos la desolación que nos produce estas llagas eclesiales,
con María nos hará bien «instar más en la oración» (S. Ignacio de
Loyola, Ejercicios Espirituales, 319), buscando crecer más en amor y
fidelidad a la Iglesia. Ella, la primera discípula, nos enseña a todos
los discípulos cómo hemos de detenernos ante el sufrimiento del
inocente, sin evasiones ni pusilanimidad. Mirar a María es aprender a
descubrir dónde y cómo tiene que estar el discípulo de Cristo.
Que el Espíritu Santo nos dé la gracia de la conversión y la unción
interior para poder expresar, ante estos crímenes de abuso, nuestra
compunción y nuestra decisión de luchar con valentía.
Vaticano, 20 de agosto de 2018
FRANCISCO
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1 «Esta clase de demonios solo se expulsa con la oración y el ayuno» (Mt 17,21).
2 Cf. Carta al Pueblo de Dios que peregrina en Chile (31 mayo 2018).
3 Carta al Cardenal Marc Ouellet, Presidente de la Pontificia Comisión para América Latina (19 marzo 2016).
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