Esa forma de vivir de otros que no comparto o las incongruencias de mi propia vida me hacen sentir como un nudo en el estómago...
Con frecuencia me veo sin paz. Quiero ser paciente,
pacífico, tranquilo, ecuánime, justo, moderado, prudente. Y me encuentro
con otra versión de mí mismo. Algo diferente a lo esperado.
Es como si dentro de mi alma naciera una duda profunda. Juzgo la
realidad que me rodea sin encontrar la paz que busco. Determino lo que
está bien y lo que está mal. O al menos es así como lo veo.
Me gustaría no caer en la crítica sin misericordia. Me pregunto qué es lo que me quita más la paz.
Si esa forma de vivir de otros, la cual no comparto. O las
incongruencias de mi propia vida que no responde al ideal que persigo.
No sé la respuesta.
El otro día leía: “La persona madura no pierde la paz frente a la
tensión y, por otra parte, es capaz de mantenerse en esa situación,
mostrando así una libertad de fondo que no se extravía en medio de las dificultades y los posibles conflictos,
como la falta de aprobación por parte de los demás o la crítica a raíz
de un comportamiento coherente con la propia opción de vida”[1].
No tengo siempre razones que justifiquen todos mis actos. No tengo la madurez que envidio en otros. Cuando menos lo espero pierdo la paz y brota la ira.
Me gustaría tener un corazón como el de Jesús. Calmado, lleno de
fuego y luz, apacible. Un corazón algo más roto que el mío. Y algo más
lleno de misericordia infinita.
Me sorprendo a veces pensando mal de los que me rodean. No me reconozco en mis pensamientos oscuros. ¿Por qué no son de Dios?
Mi corazón va por un lado mientras que mi cabeza busca razones que calmen mi deseo de verdad. Quisiera que estuvieran unidos en mí la voluntad, el corazón y la cabeza. Pero compruebo una y otra vez que siguen normas propias y se adentran por caminos diferentes.
De vez en cuando siento una mano amiga que toca mi alma por dentro. Y
calma muy lentamente los nervios que tengo, mis ansias, mis pasiones.
Y siento de repente la fuerza del Espíritu de Dios que acalla todos mis miedos. Dejo de temer al que piensa diferente a mí, sin sorprenderme.
Me acostumbro a tocar el cielo con las manos pobres que Dios me ha dado. Pero a veces quiero que el mundo al que amo esté en un orden perfecto. O deseo al menos que algunos tengan esa perfección en sus vidas que yo no poseo.
Me detengo mirando al sol y pensando en todo aquello que me quita la
paz. Un nudo en el estómago. Un nervio profundo. Busco raíces ocultas en
el fondo del alma.
Percibo miedos inconfesables, inseguridades reconocibles, tentaciones insuperables. Y al final siempre de nuevo veo mi pecado.
En medio de esa maraña que descubro en mí, ese mundo de emociones que no controlo, escucho una voz callada que me dice: “Mi gracia te basta”. Y yo me lo creo.
Pero a veces me confundo y me creo que no basta para salir adelante. Que no es suficiente su gracia para vencer mi torpeza.
Sueño con esa armonía que mi alma desea. Es un don que pido cada día
para seguir adelante. Sólo deseo esa gracia que tal vez Dios me conceda.
Mientras tanto, en medio de mis debilidades y pecados, camino confiado. No creo que todo lo que haga esté mal hecho. Y tampoco creo que todo lo que haga sea perfecto.
Esa certeza de la imperfección me acompañará siempre. No para quebrar
mi voluntad en medio de los miedos, ni mi ánimo. Sino para sujetar mis
brazos en medio de la lucha.
Quiero hollar caminos que no conozco y recorrer sendas que nunca he pisado. Sé que temblaré a veces cuando la tormenta arrecie.
Pero no por ello me desanimo ni dejo de caminar un día más, una jornada más, una montaña más. No importa.
Quiero cambiar el mundo con mis manos tan pobres. Y llenar el vacío
que siente mi alma enferma. No de cosas, ni de bienes, sino de un amor
más hondo que lo llene todo.
Quiero levantar al caído para que no se rompa. Sostener al que
tiembla cuando nadie responda. Pero sé también que mi yo a veces es
demasiado fuerte. Lo llamo orgullo.
Y prefiere el egoísmo como camino de vida. En esa lucha eterna se
debate mi alma. Esperando ese día sin retorno en el que tocaré a Dios
con mis propias manos y dejaré mis miedos, mi cansancio y mis dolores en
sus manos llagadas.
Y sonreiré al fin como los niños después de tanta lucha. Abrazado en su regazo. Soñando días eternos para siempre.
[1] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
Carlos Padilla
Aleteia