San Juan de Ávila
Hablaba de tal manera de Dios que la gente cambiaba de vida cuando le escuchaba
Nació en Almodóvar del Campo, Ciudad Real, España, el 6 de enero de 1499 o 1500. Sus padres eran propietarios de unas minas de plata en Sierra Morena, pero el pequeño Juan no estimaba en nada los recursos que poseía.
Hablaba de tal manera de Dios que la gente cambiaba de vida cuando le escuchaba
Nació en Almodóvar del Campo, Ciudad Real, España, el 6 de enero de 1499 o 1500. Sus padres eran propietarios de unas minas de plata en Sierra Morena, pero el pequeño Juan no estimaba en nada los recursos que poseía.
Formado por ellos en la abnegación y el amor al prójimo, se
desprendía de sus pertenencias fácilmente. Así, se deshizo de su sayo
nuevo que ofreció a un niño pobre.
Fue enviado a estudiar a Salamanca cuando tenía 14 años. Y a los 18
regresó al domicilio paterno después de haber cursado leyes, con el
reducto espiritual que le dejó una experiencia de conversión.
Vivió en oración y penitencia hasta que en 1520, alentado por un franciscano, partió a Alcalá de Henares para seguir estudios.
Tomó contacto con el que luego sería arzobispo de Granada, Pedro
Guerrero, y con el venerable Fernando de Contreras. Seguramente conoció
allí a san Ignacio de Loyola.
Entretanto, perdió a sus padres. En honor a ellos, cuando en 1526 fue
ordenado sacerdote eligió su ciudad natal para decir su primera misa
poniendo el signo de invitar a doce pobres a comer a su mesa, entre los
cuales repartió sus bienes; comenzó la evangelización en su propio
pueblo.
Su siguiente etapa fue Sevilla, desde cuyo puerto pensaba embarcar
rumbo a América junto al recién elegido obispo de Tlaxcala, Nueva
España. Los planes de la providencia eran otros.
En el compás de espera compartió sus ansias de pobreza, oración y
sacrificio con el P. Contreras. Ambos asistían a los pobres y les
instruían en la fe. A través de este compañero, la brújula marcó al
santo otro destino para su vida.
Contreras le habló de él a Mons. Manrique, arzobispo de Sevilla, y
éste pidió a Juan que predicara en su presencia. Estuvo toda la noche
orando ante el crucifijo, lleno de gran timidez. Según confesó después,
en esos momentos pensaba en la vergüenza que Cristo pasó desnudo en la
cruz.
El sermón causó tal impresión que le llenaron de alabanzas, y él respondió: «Eso mismo me decía el demonio al subir al púlpito».
De allí partió a Écija, Sevilla y Cádiz, lugares en los que su
predicación y labor como director espiritual siguieron siendo
excepcionales.
Sus acciones le acarrearon persecuciones y enemistades. En 1531 fue procesado por la Inquisición siendo acusado de graves hechos que no cometió.
Pasó un año en la cárcel sin aceptar defensa alguna porque –así lo
reconocía–, estaba en las mejores manos: las de Dios. La celda fue lugar
de celestiales consuelos.
En el juicio respondió a los cargos que se le imputaban dando
testimonio de su fe, sin reprobar a los cinco testigos de la acusación.
De pronto aparecieron 55 que testificaron a favor suyo.
En prisión escribió Audi, Filia. Este periodo le enseñó
mucho más que los libros y experiencias anteriores. Fue liberado, pero
la injusta sentencia señalaba «haber proferido en sus sermones y fuera
de ellos algunas proposiciones que no parecieron bien sonantes». Y le
impusieron, bajo pena de excomunión, que las declarase convenientemente
donde las hubiera expuesto.
En 1535 partió a Córdoba llamado por el obispo Álvarez de Toledo.
Entonces conoció a fray Luis de Granada. Creó los colegios de san
Pelagio y de la Asunción, y un año más tarde se fue a Granada para
ayudar al arzobispo en la fundación de la universidad.
Allí le oyeron predicar san Juan de Dios y san Francisco de Borja; el influjo de sus palabras cambió radicalmente sus vidas.
Tenía gran devoción por el Santísimo Sacramento y por la Virgen. Y
sabiendo de su capacidad persuasiva, un día le pidieron que abogase a
favor de un templo dedicado a María que se estaba construyendo.
Se ofreció él mismo de inmediato: «Yo iré allí, y tomaré una piedra
sobre mis hombros para ponerla en la casa que se edifica a honra de la
Madre de Dios».
Desde luego, como esperaban, movió la generosidad de la gente. Hasta
los pobres respondieron a sus peticiones con sus mermadas pertenencias.
La clave de su fuerza en los sermones se hallaba en el«amar mucho a
Dios». Oración, sacrificio y estudio eran sus pilares. A su espíritu de
pobreza unía paciencia, modestia, prudencia, abnegación, discreción;
hacía de la frugalidad virtud ejemplar dando testimonio con su propia
vida de lo que predicaba.
Renunció a dignidades cardenalicias y episcopales. Formó en Granada
un grupo sacerdotal en 1537, que tuvo bajo su amparo, y en 1539 ayudó a
la fundación de la universidad de Baeza, Jaén.
Gran escritor y predicador, su amor por el sacerdocio le llevó a pedir
la creación de seminarios para una verdadera reforma de la Iglesia y del
clero.
En 1551 enfermó y tuvo que permanecer en la localidad cordobesa de
Montilla. Durante quince años siguió escribiendo y aconsejando a
personas de toda clase, edad, condición y procedencia.
Estuvo relacionado con san Ignacio de Loyola y santa Teresa de Jesús,
quien le dio a examinar el «Libro de su vida», y causó gran influjo en
san Antonio María Claret.
En mayo de 1569 su salud, que ya venía lesionada de atrás, empeoró.
En medio del dolor, exclamaba: «Señor mío, crezca el dolor, y crezca el
amor, que yo me deleito en el padecer por Vos» o «¡Señor, más mal, y más
paciencia!». Esa era su disposición.
Pero cuando le vencía le debilidad, manifestaba: «¡Ah, Señor, que no
puedo!». Incluso una noche en la que arreciaron los dolores pidió a Dios
que los erradicara, y así sucedió. A la mañana siguiente reconoció:
«¡Qué bofetada me ha dado Nuestro Señor esta noche!».
Pronto a partir de este mundo, no hallaba mayor consuelo que la
recepción de la Eucaristía. «¡Denme a mi Señor, denme a mi Señor!»,
suplicaba.
En los postreros instantes, en medio de intensísimo dolor y fatiga
que le hacía proferir: «Bueno está ya, Señor, bueno está», no cesaba de
recitar esta jaculatoria: «Jesús, María; Jesús, María».
Murió el 10 de mayo de 1569. León XIII lo beatificó el 4 de abril de
1894. Pío XII lo designó patrono del clero secular español el 2 de julio
de 1946. Pablo VI lo canonizó el 31 de mayo de 1970. Y el 7 de octubre
de 2012 Benedicto XVI lo declaró doctor de la Iglesia.
Oremos
Señor Dios todopoderoso, que de entre tus fieles elegiste a San Juan
de Ávila para que manifestara a sus hermanos el camino que conduce a ti,
concédenos que su ejemplo nos ayude a seguir a Jesucristo, nuestro
maestro, para que logremos así alcanzar un día, junto con nuestros
hermanos, la gloria de tu reino eterno. Por nuestro Señor Jesucristo, tu
Hijo.
Artículo publicado originalmente por evangeliodeldia.org
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