Una profunda herida del corazón…
Pienso con frecuencia que la fama no es lo importante. La popularidad. Pero luego la busco.
Hoy hay noticias que se hacen virales en un momento y rápidamente
pasan y mueren. Las redes sociales crean y destruyen la fama de las
personas. Miles de seguidores. O ninguno.
Surge el interés desmedido por personas que destacan. Pero luego la fama es efímera. Hoy está. Mañana puede haber desaparecido.
El otro día leía lo que decía Arnold Schwarzenegger: “Cuando estaba en una posición importante, siempre me felicitaban, y cuando perdí esta posición, se olvidaron de mí
y no cumplieron su promesa. No confíes en tu posición ni en la cantidad
de dinero que tienes, ni tu poder, ni tu inteligencia, eso no durará.
No siempre eres quien crees que siempre serás, nada dura para siempre”.
A veces busco la fama de forma inconsciente. Que me sigan. Que me reconozcan.
¡Cuántos niños hoy sueñan con ser youtuber de mayor! Tener un canal
propio donde pueda dar a conocer sus opiniones y crear corrientes de
opinión.
Es tan vacía la fama… Ser reconocido, seguido, ¿para qué? De poco importa. La fama es algo tan frágil…
Con mis palabras puedo crear a otros mala o buena fama.
Hablo bien de alguien, lo recomiendo. Extiendo su fama. Hago que sus
palabras y obras ganen popularidad. Pero también puedo hacer lo
contrario. Hablo mal. La fama se pierde.
Jesús nunca valoró su fama. Y eso que en poco tiempo su popularidad
se extendió por toda Galilea. Jesús se hace famoso por sus milagros, por
sus palabras. Todo es novedad.
¡Qué cambio tan grande después del silencio y la paz de Nazaret! ¡Qué
cansado y a la vez qué feliz estaría! Por fin podía da todo lo que
llevaba atesorando en su alma durante esos treinta años.
No sería fácil estar con tanta gente todos los días. Lo siguen porque necesitan algo de Él. Lo buscan por todas partes. Se da a conocer y todos quieren ser curados.
Jesús sana. No es un hombre cualquiera. Necesitan escuchar sus
palabras. Es verdad que habla con una autoridad nueva. Hace milagros.
Expulsa demonios. Hablan bien de Él. Hace obras buenas. Pasa haciendo el
bien.
Pero es una fama que durará poco. Se romperá en las murallas de Jerusalén, contra un madero en el Gólgota.
La fama es fugaz. Pero cuando lo buscan, se convierte en algo exigente. Así es en la vida. Te buscan porque puedes darles algo. O esperan algo de ti. Una palabra, un consejo, una mirada.
Buscan esperanza, sueños. O buscan mi dinero, mi puesto de
influencia, el poder que tengo por el lugar que ocupo en la sociedad.
Los amigos que tengo, los contactos. Las cosas que sé, porque el
conocimiento es poder.
La fama me precede y me buscan. Y yo caigo en la vanidad de sentirme importante. Puedo salvar vidas, solucionar problemas, levantar almas rotas, sostener a los caídos.
Yo puedo hacer algo por cambiar el mundo. Mi fama se alimenta de mis logros. Y me apego a ella. Protejo mi nombre, mi historia, mi verdad.
Para que me sigan necesitando. No quiero dejar libres a los que se me confían. Quiero ser imprescindible. Que dependan de mí.
La dependencia me hace crecer como persona. Es embriagadora la fama. Y la gente agolpada ante mi puerta. Y la necesidad de tantos a la que yo respondo.
¡Qué pena da cuando la búsqueda de fama es lo que motiva y orienta mis pasos! Cuando los éxitos y los logros son el alimento que necesita mi corazón herido.
Vanidad. Todo es vanidad. Una fama que hoy es y mañana muere. No necesito fama para vivir.
Ni gente a mi alrededor que justifique mi entrega y dé sentido a mi
vida. Quiero huir de tantas personas agolpadas a mi puerta.
Miro a Jesús y me conmueve. Nunca hace las cosas buscando agradar.
No pretende solucionar todos los problemas del mundo. Es limitado en su
carne humana. No cierra la puerta a nadie. No trata mejor a los
importantes.
A veces, para mantener la fama, puedo apegarme a otros famosos, busco su poder, su dinero, su influencia.
Para no bajar al vagón de los olvidados. De aquellos a los que nadie
busca ni necesita. Al grupo de los invisibles que no son noticia. Y
nunca son tan bien valorados.
Miro la fama de Jesús. Y me muestra el vacío tan grande en el corazón del hombre. La herida más profunda. De soledad, de angustia, de miedo, de rechazo. La herida que hace que el corazón necesite tocar a Jesús. Un instante. Una mirada basta. Una palabra lanzada al viento.
Jesús no quiso nunca ser noticia. Quería pasar desapercibido. Era difícil. Pero llevó igual de bien la fama que el olvido. Tan bien la aprobación como el rechazo. No se sintió mal en la humillación. No se creyó alguien especial ante los halagos.
Ese corazón tan humilde es el que deseo. Para vivir igual en los dos
momentos. Para no buscar la fama. Ni desear el poder que otros tienen.
Me alegra la vida que disfruto. Y miro agradecido todo lo que puedo dar en medio de mi camino.
Carlos Padilla
Aleteia