Este fraile franciscano pasó su adolescencia y juventud dedicado a
liberar a su familia de la pobreza en la que malvivían con las limosnas
que obtenía, aunque la situación había sido bien distinta cuando él vino
al mundo.
Sus padres se establecieron en Alcantarilla, Murcia, España. Pero
Andrés nació en la capital en 1534 en casa de un tío canónigo, lugar
donde se hallaba su madre temporalmente. Unos días más tarde regresaron a
la localidad.
Creció familiarizado con Dios, cultivando la devoción a María
y amando los principios de la fe que le inculcaron. Su padre tenía
origen noble, pero una crisis económica suscitada por una pertinaz
sequía le desposeyó de sus bienes.
Al perder su estatus le enviaron a Valencia junto a un tío para que pudiera labrarse un porvenir. Allí trabajó como pastor de ganado hasta los 20 años. Luego decidió volver a casa.
El dinero que había ganado lo reservó para la dote que su
hermana precisaba para desposarse conforme a la costumbre de la época.
Pero en el viaje de regreso al domicilio paterno, unos ladrones le
golpearon y le esquilmaron lo que llevaba dejándole con lo puesto.
En este hecho vio con claridad lo que ya se había fraguado en su espíritu: que debía ser religioso.
Su trabajo en el campo no fue impedimento para que frecuentase las
visitas al Santísimo, por el que tuvo gran devoción, ni mermó sus ansias
de penitencia.
Estaba forjado en el ayuno y en las mortificaciones; es decir, que había comenzado ya una vía de perfección. Sus virtudes eran manifiestas para quienes le conocían: mansedumbre, humildad y diligencia, entre otras muchas.
Antes de comprometerse pasó unos días en Granada acompañando a un
regidor de Cartagena, alguacil mayor del Santo Oficio, que le tenía en
gran estima y confianza, tanto que puso bajo su custodia cuantiosos
bienes.
Pero un día, sin despedirse de él, temiendo que pudiera influir en su decisión de consagrarse, partió para ingresar en el convento franciscano
de Albacete perteneciente a la provincia de Cartagena donde hizo el
noviciado. Aunque lo conocía, al regidor le impactó su honradez cuando
vio que el beato había mantenido intactas sus valiosas pertenencias.
Andrés profesó en 1557. Permaneció seis años en esa comunidad tras
los cuales eligió la reforma de san Pedro de Alcántara porque tenía unas
reglas más severas. Se le asignó la residencia de San José de Elche
donde llegó en 1563.
Acostumbrado a la pobreza y a la mendicidad, no tuvo
duda de que había elegido el lugar idóneo para él. La peculiar
sensibilidad de los santos descubre la finura y profundidad de la vida
espiritual cuando pasa por su lado.
Sus hermanos san Pascual Bailón y san Juan de Ribera, que fue
arzobispo de Valencia, al ver actuar a Andrés constataban su espíritu
evangélico percibiendo su grandeza en cualquier detalle. A todos les
cupo la gracia de vivir esos primeros instantes de instauración del
movimiento renovador.
Andrés siempre encontraba unos minutos para hincarse en tierra y rezar fuera labrando la huerta, en la portería o mendigando.
Era obediente, responsable, austero, prudente, discreto,
puntual, abnegado incluso a pesar de la edad y los achaques, y poseía un
gran sentido del honor.
Su gran temple y confianza en la Providencia fue
especialmente ostensible en circunstancias de catástrofe en las que
actuó con admirable entereza. Sentía gran veneración por los sacerdotes y
debilidad por los pobres y los enfermos. Y había obtenido de sus
superiores el permiso para recibir frecuentemente la comunión, algo
inusual en la época.
La fama de santidad le precedía. Su piedad traspasaba los muros del
convento. Era estimado por las gentes, y personas ilustres que le
conocían y le abrían su corazón porque era un gran maestro y confesor.
Desconocía lo que era tener un minuto de ocio sin que le reportase
celestes ganancias. En una ocasión, cuando le preguntaron si la vida
espiritual le había resultado tediosa alguna vez, respondió que "jamás
lo sentía, porque había hecho hábito de nunca estar ocioso, con lo cual
siempre se hallaba apto para la oración o contemplación". Pasó por
varios conventos, todos en la zona del Levante español.
Tuvo en la limosna un fecundo campo apostólico. Los
pobres vieron en él un amigo y asesor; les orientaba en la búsqueda de
un trabajo digno. También asistía a los que estaban en trance de morir, y
contribuyó a la conversión de musulmanes a quienes conmovía con su
palabra y ejemplo.
Cuando le llamaban "santo viejo", respondía humildemente, sin falsa
modestia: "¡Oh, que lástima! Viejo loco, sí, insensato e impertinente,
pero de santo no, no".
Se caracterizaba por su capacidad contemplativa, fue agraciado con
muchos éxtasis y raptos que le sobrevenían en cualquier lugar, aunque
suplicaba a Dios que en esos momentos le preservase de miradas ajenas.
Además, recibió distintos dones: el de la bilocación y el de
profecía, así como el de milagros (curación de enfermos) y la
multiplicación de alimentos.
Vaticinó el día y hora de su muerte cuatro años antes de que se produjera.
La antigua lesión de estómago y "fluxión" ocular que venía padeciendo
le causaron muchos sufrimientos. Los hermanos que permanecían a su lado
cuando se encontraba en su lecho de muerte, afligidos por los dolores
que soportaba, aunque los encajaba con admirable fortaleza, hubieran
deseado compartirlos con él. Y al hacérselo saber, el venerable
religioso manifestó: "Esto no, mis carísimos hermanos, porque estos
dolores me los ha regalado Dios, y los pido y quiero enteramente para
mí. Creedme, hermanos, que no hay cosa más preciosa en este mundo que padecer por amor de Dios".
La devoción que tuvo en vida a María le acompañó en el momento de
entregar su alma a Dios. Su deceso se produjo en el convento de San
Roque de Gandía, Valencia el 18 de abril de 1602. Pío VI lo beatificó el
22 de mayo de 1791.
Su cuerpo incorrupto desapareció en la Guerra Civil española.
Localizados sus restos, se llevaron a Alcantarilla siendo trasladados
con posterioridad a la catedral de Murcia donde se veneran.
Artículo publicado originalmente por evangeliodeldia.org
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