Sé que la paciencia es esa virtud que necesito para crecer en mi
camino. Creer y esperar. Caminar y soñar con la meta que ya intuyo. No
quiero dejarme llevar por las dudas y los miedos cuando arrecie la
tormenta. Quiero aprender a esperar con paciencia a que el fruto madure.
Pero a veces me veo corriendo y exigiéndole al tiempo lo que no me
puede dar. Me falta paciencia.
Comentaba el papa Francisco en la exhortación apostólica Amoris Laetitia: “Sin
disminuir el valor del ideal evangélico, hay que acompañar con
misericordia y paciencia las etapas posibles de crecimiento de las
personas que se van construyendo día a día”.
Acompañar con paciencia el lento crecimiento de las personas.
¡Cuánto me impaciento a veces con los demás! Busco resultados
inmediatos. Quiero cambios profundos en las personas. Y no es posible.
El alma no cambia de golpe. Crece lentamente. Avanza despacio por el
camino que Dios le presenta. La madurez en muchos aspectos de nuestra
vida no sucede de la noche a la mañana. Lleva su tiempo, requiere
paciencia.
Una persona rezaba: “Te pido perdón, Jesús, porque no tengo
paciencia con los que me enervan. No quiero que nadie cambie mis planes.
Tengo claro lo que quiero y no quiero distracciones. Me molestan las
peticiones imprudentes. Esas peticiones que me sacan de lo que yo deseo
hacer”.
Me falta paciencia para aceptar al imprudente, para convivir con el que me organiza la vida y quiere decidir lo que a mí me conviene. Puede ser mi orgullo. O mi falta de tolerancia ante los defectos del prójimo.
Soy impaciente. Y quiero que las personas maduren sin dilación. No me
quiero enervar con sus defectos. Respeto sus procesos. Acepto el
momento en el que se encuentran.
También me falta paciencia conmigo mismo. Sufro con mis pecados
repetidos, con mi debilidad manifiesta. Sufro porque no avanzo y ser
repiten en mí las debilidades de siempre.
El otro día leía: “En la paciencia adquiriréis vuestro verdadero
rostro. Seréis vosotros mismos. La auténtica personalidad cristiana se
da en la paciencia”[1]. En la paciencia me encontraré conmigo mismo. En la paciencia ante Dios. Allí me encontraré con mi verdad.
Muchas veces quiero cambiar y no lo consigo. Busco una transformación total que nunca llega. Dejar de pecar, de caer, de errar. Deseo
una conversión total del corazón. Y no lo logro. Como si pensara que la
meta de mi vida ascética es no cometer ningún pecado.
Soy muy impaciente conmigo mismo. Porque no avanzo tanto como
quisiera y retrocedo la mayoría de las veces. Creo que he superado
alguna debilidad y pronto vuelve Jesús a mostrarme mi herida. Para que
sea más humilde. Para que bese mi verdad. Veo que sigo siendo el mismo.
Mi herida de amor sigue ahí, anclada en el alma, abriéndome por
dentro. Cargo con esa herida de amor. Y por eso soy impaciente con Él.
Porque quiero tocar su amor pero Él permanece escondido ante mis ojos. Y
no palpo su mano sosteniendo mi vida. Y no veo su amor acariciando mi
herida. Me duele. Y por eso mendigo otros amores que no me llenan por dentro. Ni sanan la hondura de mi herida.
Los pastorcitos de Fátima se preguntaban dónde estaba Jesús que no
podían verlo. Lo llaman Jesús escondido en la Eucaristía. Le rezan a
Dios escondido. Está escondido en mi vida, en mis pasos, en mis aguas. Sé que Él tiene paciencia conmigo. Sé que es paciente y misericordioso.
Porque muchas veces vuelvo después de haber caído y Él no me recrimina. No me echa en cara mi debilidad, no resalta mi pecado. En su ternura me ve bueno. Me abraza de nuevo como si no hubiera pasado nada. Como si ese abrazo fuera lo único que yo necesitara para ser mejor.
Y es así. Es lo único que me hace falta. Ser abrazado con fuerza.
Busco ese abrazo de Dios que es paciente y misericordioso conmigo. Pero
luego yo no soy paciente con Él. No acepto sus planes, sus caminos.
Quiero hacer mi voluntad siempre. Que se haga la luz en mi camino.
Estoy acostumbrado a la inmediatez. No quiero perder el tiempo con
desvíos. Lo quiero todo ya y ahora y de la forma que yo he pensado. Y los caminos de Dios son más lentos que los míos. Quiero confiar más en sus manos y ser paciente con su amor. Quiero abandonarme en Él.
“Llega un punto en el que el camino se bifurca. Y esta
encrucijada es tan compleja que define tu vida, porque lo que hay que
elegir es cómo vivir, en qué Dios creer, y si uno está dispuesto (de
veras) a ponerse en sus manos”[2].
Es la actitud que Dios me pide. En la paciencia buscar el querer de
Dios. Con un alma tranquila y paciente. Con un corazón en paz.
Quiero creer en ese Dios que viene a buscarme aunque yo piense que se
ha olvidado de mí. Vuelve siempre y sólo me pide que aguarde unos días,
un momento, años. Toda una vida esperando su venida a mi vida en el
mismo lugar donde Él me dejó.
Ese Dios escondido. Es el misterio que quiero vivir cada mañana. El del sí que aguarda. El de mi sí paciente. Necesito mirar a Jesús e implorar su Espíritu que calme mis ansias.
Aguardo su venida sin exigir nada. Viene de sorpresa, cuando menos lo
espero. Sólo sé que tengo que estar ahí. Esperando su abrazo como la
primera vez. Esperando su amor que me busca sin reposo porque sabe que
yo no me he ido.
Esa paciencia es un don que le pido a Dios para la vida. Un don para
saber esperar y aguardar sin poner en duda que me quiere con locura. En
la paciencia descubro mi verdad. Sin cuestionar su amor. Sin poner en duda su poder.
[1] André Louf, Escuela de contemplación, Vivir según el sentir de Cristo, 22
[2] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo
Carlos Padilla
Aleteia