Tengo la dicha de que mi sacerdocio ha sido una gran bendición. Desde
que me ordenaron he recibido por cada maltrato mil sonrisas. Si en este
momento el Señor me llamara a su presencia no tendría mucho que
entregarle. Me sentiría con las manos vacías.
Cuando leo la vida de un santo o escucho sobre lo admirables, valientes y entregados que son muchas religiosas o sacerdotes, descubro que Jesucristo todavía no me ha pedido mucho, de hecho me ha dado más recompensas que sacrificios.
Pero también reconozco que como joven sacerdote todavía tengo mucho que aprender. Y una gran lección me la dio Dios ayer que fui a confesar a la catedral.
Llegué temprano al confesionario, me preocupé por estar
presentable y con una sonrisa en el rostro; mientras confesaba trataba
de mostrar mucha atención y comprensión, todo pintaba muy bien,
por dentro me sentía muy orgulloso, estaba siendo un buen cura, cumplía
con mis actividades y me esmeraba por hacerlo bien.
En ese momento llegó una joven. En cuanto se puso de rodillas, sus
lágrimas comenzaron a rodar. Me conmovió mucho y me esforcé por escuchar
con mucho cuidado y ayudarla. Al final de la confesión incluso tenía
una sonrisa en la cara, me sentí muy orgulloso de mí mismo, había hecho
bien mi trabajo y la ayudé, terminé contento conmigo mismo.
Pero el buen Dios me tenía preparado un aprendizaje… Cuando esta
persona se despidió me besó la mano, me abrazó y con inmensa alegría me
dijo: “Venía a buscar a Jesús y lo he encontrado, Jesús mismo me ha perdonado” …
Me paralizó, apenas hacía un momento yo mismo me había dado todo el
crédito, pensando: “Qué buen sacerdote eres”, pero noté en sus ojos que en verdad no me besaba la mano a mí, no me abrazaba a mí, no se dirigía a mí… y me puse a llorar.
Me lamentaba porque me llené de orgullo por ser un buen sacerdote. Me daba pena frente a Jesús que tan rápido se me haya olvidado que la gracia es suya, que el que obra no soy yo, que yo solo soy un instrumento suyo…
Me di cuenta que tenía tiempo recibiendo las felicitaciones yo, me
colgaba los agradecimientos, sentía mías las muestras de cariño, me
llegué a sentir merecedor de todas ellas y cuando no las recibía pensaba
con tristeza: “Hoy no me dijeron nada”.
Cuando pienso en cómo el Señor me rescató, en cómo me ha perdonado,
en la inmensa paciencia que me ha tenido y en el gran honor de haberme
hecho su sacerdote… me sobrecoge la emoción, no encuentro
razones para estar donde estoy, soy tan indigno, empiezo a recordar en
mis terribles pecados, mi arrogancia, en lo débil que soy, en lo
imprudente…
El mundo necesita sacerdotes santos y fuertes. Yo en cambio, con
todos mis pecados y mis debilidades, me siento un sacerdote tan débil
como un pequeño árbol recién sembrado.
Pero la esperanza vuelve a mí con estas maravillosas enseñanzas con
las que el buen Dios me obsequia y que me hacen redescubrir que la
fuerza de Dios se manifestará espléndida en mi debilidad y que no estoy
solo, que mis frutos sacerdotales no los produciré yo, sino en Él. A mí tan solo me toca poner la entrega. Todo lo demás Dios lo hará, y lo hará muy bien.
… después de llorar recordaba la bella sonrisa de esta joven y sentí a
Dios: “No seas tan duro contigo mismo, fuimos los dos quienes le hemos
dado este abrazo de misericordia y amor; sin ti no podría hacerlo, estás
en mis manos, confía”.
Qué grande eres Señor, me regalas el sacerdocio, Tú lo haces todo y
además me das la impresión de cooperar contigo ¡Gloria sea dada a Dios!
Por el Padre Sergio
Aleteia
Enviar por correo electrónicoEscribe un blogCompartir con TwitterCompartir con FacebookCompartir en Pinterest