Desde la antigüedad, la observación atenta de la naturaleza hizo que
el hombre advirtiera que la unión de lo masculino con lo femenino era la
unidad generadora de nuevos individuos, fueran seres humanos, animales o
vegetales. También se sabía que esos nuevos individuos
portaban características de sus antecesores, como el color de los ojos,
la altura, el color de la piel, etc.
Esas características se heredan a través de los “genes”. Estos son un conjunto de instrucciones que definen una característica, como la receta de un bizcocho. Esa receta (gen) queda localizada en un gran Libro de Recetas llamado “cromosoma”. Los cromosomas, a su vez, están formados por compuestos orgánicos denominados ADN.
Volviendo al ejemplo culinario, se puede comparar el ADN a un alfabeto (o código – el código genético), al juntar las letras de ese alfabeto, se consigue formar una receta (gen), una secuencia de recetas (secuencia genética) y, por fin, un libro de recetas (cromosomas).
Los seres humanos poseen 46 cromosomas, lo que
quiere decir lo siguiente: dentro de esos cromosomas existe información
genética suficiente para que sea generado un ser humano. En el proceso
de reproducción, el hombre produce espermatozoides y las mujeres
producen óvulos, cada óvulo y cada espermatozoide poseen 23 cromosomas
que, al unirse, dan origen a una célula con 46 cromosomas.
Dado que un individuo porta cromosomas de la madre y del padre,
presenta características tanto de la genitora como del genitor, y
además en algunas situaciones los genes pueden sufrir alteraciones.
Son las llamadas “mutaciones”. Ellas son las
responsables en origen de características diferentes de las heredadas
genéticamente. Por ese motivo, los seres humanos, los animales y las
plantas de la misma especie, por más semejantes que puedan ser entre sí,
nunca son idénticos.
Actualmente, los conocimientos respecto a la genética
están muy avanzados, y los descubrimientos en este área ya han
procurado varios premios a los investigadores, a pesar de que pocos
saben que las bases de todo este conocimiento surgieron en el seno de la
Iglesia católica.
A mediados de 1860, un monje y profesor de ciencias naturales, Gregor
Johann Mendel (1822-1884), queriendo entender como tenía lugar el
proceso de la hereditariedad, comenzó a hacer estudios en el monasterio
de la Orden de San Agustín de Brünn (hoy República Checa), y para eso
estuvo analizando diversas especies de plantas, como los frijoles, los guisantes y las flores, evaluando sus características, como el tamaño, el color y el formato.
Sus experimentos con el cruzamiento de guisantes permitieron que Mendel (conocido como el Padre de la Genética) propusiese la existência de unidades elementales de hereditariedad (genes), y las conclusiones a las que llegó aún hoy son fundamentales para el estudio de la genética, las llamadas “Leyes de Mendel”.
Con información de Vanderlei de Lima, eremita en la diócesis de
Amparo; e Igor Precinoti, médico, postgraduado en Medicina Intensiva
(UTI), especialista en Infectología y doctorando en Clínica Médica
por la USP (Brasil).
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