
Una persona rezaba: “Te entrego hoy mis debilidades. Soy un
hombre pobre. No puedo andar solo. Te necesito. Eres mi roca sobre las
aguas. Estoy herido junto a ti. Dudo. Quiero quedarme en tu roca. Allí
estoy más seguro. Temo la cuerda floja sobre la que van mis pasos. Me
asustan las aguas endebles y bravas sobre las que camino. Dudo en medio
del lago. Me falta fe. Te quiero más que a mi vida. Pero me protejo
tanto… Busco seguros. Te amo. Te grito. Quiero dar más. Tengo sed en el
alma. Soy pobre de espíritu. Es lo que soy. No tengo nada más que mi
alma herida. Anhelo el cielo y sus estrellas. Quiero ser feliz. El
corazón se calma”.
Me gustaría dejar lo que me ata y ver a Dios como mi seguro en esta vida. Como la roca en la tormenta. Como esa voz que calma las olas.
Tantas veces no lo logro. Vivo confuso sin encontrar caminos. Busco
seguros caducos que me ofrece el mundo. Y me aferro como un náufrago a
la tabla que me lanza la vida. Por miedo a hundirme entre las aguas.
Quiero pensar hoy en mi tierra, en mis dioses, en mis cadenas. Quiero pensar en mis raíces. Y ver si están en buen terreno.
Me asusta la vida. Pero quiero escuchar esa promesa de Dios en mi alma.
Me asegura una descendencia. Me asegura una tierra rica. Me asegura una
intimidad con Él cada día.
Esa promesa llena hoy mi alma. Es lo que deseo en medio de la Cuaresma. Dejar lo que me quita el aire para abrir de par en par las puertas de mi alma. Comienzo el éxodo en el que salgo de mis comodidades. Y me pongo en camino. Dejo de lado mis miedos y mis egoísmos.
¿Cuáles son mis ataduras? ¿Qué me pesa en el corazón
al iniciar el camino? Muchas cosas buenas son parte de mí, de mis
raíces. Pero a veces me he llenado de seguros. Tengo los armarios
llenos. En sentido literal. En sentido figurado.
Quiero poner orden en el cuarto de mi vida. Allí
donde todo yace en un desorden meditado. Trato de responder a las
súplicas que me hace el mundo en mi huida. Pero no logro la paz que
anhelo.
Necesito ser más libre para seguir ágil los pasos de Jesús por los
caminos ocultos del desierto. Escuchar con más fuerza su voz callada.
Sentir que su mano sostiene la mía para que no me pierda.
Me gusta esa imagen de salir de mí. Salir de mis barreras, de mis
puertas cerradas. Como ese hombre rico que no miraba al pobre Lázaro en
la parábola que Jesús contaba. Él banqueteaba mientras Lázaro pasaba
hambre.
Quiero salir de mis juicios y prejuicios. A veces creo que yo mismo me posiciono. Tengo mis posturas claras y no entro en diálogo. No me dejo interpelar por el mundo. Por las opiniones que no son como las mías. No quiero aprender cosas nuevas.
Es como si la opinión de los otros no encontrara eco alguno en mi
alma. Estoy cerrado. He construido un muro defensivo. Me he levantado
una muralla infranqueable. Es parte de mi inseguridad.
Es más seguro el que se arriesga que el que permanece encerrado.
Pierde más el que no sale, ni se expone. Tal vez se accidente y caiga si
sale. Tal vez fracase en su salida. Pero nunca se arrepentirá de
haberse jugado la vida.
Me gusta el éxodo. ¿Hacia dónde tengo que salir? Fuera de mí hacia ese hombre que suplica misericordia. Hacia aquel que busca luz y esperanza. No vivo solo. Vivir en el mundo es vivir expuesto.
Puedo perder la vida si la entrego. Puedo quedarme herido si amo. Más
herido aún. Pero Jesús me pide que no me acomode. Que deje las
seguridades que me hacen infeliz poseyéndolo todo. No quiero vivir en
una jaula dorada. Sin libertad. Sin perspectiva. Sin una mirada ancha llena de estrellas.
Carlos Padilla
Aleteia