Inés de Praga o de Bohemia renunció pronto al
porvenir que le brindaba su real ascendencia, para el que la venían
preparando desde su infancia, y prefirió consagrarse totalmente a Dios y
al servicio de los pobres y enfermos, siguiendo el camino evangélico
abierto por santa Clara de Asís; de la correspondencia entre las dos
santas conservamos cuatro cartas de Clara a Inés que nos revelan la
grandeza mística y humana de sus vidas.
Inés, hija de Premysl Otakar I, rey de Bohemia, y de la reina
Constancia, hermana de Andrés I, rey de Hungría, nació en Praga en el
año 1211. Desde la infancia, independientemente de su voluntad, se vio implicada en proyectos de matrimonio por especulaciones políticas y conveniencias dinásticas.
A la edad de tres años fue encomendada a los cuidados de la
duquesa de Silesia, Santa Eduvigis, que la acogió en el monasterio de
las monjas cistercienses de Trzebnica y le enseñó los primeros
rudimentos de la fe cristiana. A la edad de seis años la llevaron de
nuevo a Praga y la encomendaron a las monjas premonstratenses de Doksany para su instrucción.
En 1220, prometida en matrimonio a Enrique VII, hijo del emperador
Federico II, fue llevada a la corte del duque de Austria, donde vivió
hasta el año 1225, manteniéndose siempre fiel a los deberes de la vida
cristiana.
Rescindido el pacto de matrimonio, volvió a Praga, donde se
dedicó a una vida de oración más intensa y a obras de caridad; después
de madura reflexión decidió consagrar a Dios su virginidad. Llegaron a la Corte de Praga otras propuestas de matrimonio para Inés.
El Papa Gregorio IX, a quien Inés había pedido protección, intervino reconociendo su propósito de virginidad y desde entonces Inés adquirió para siempre la libertad y la felicidad de consagrarse a Dios.
A través de los Hermanos Menores, que iban a Praga como predicadores
itinerantes, conoció la vida espiritual que llevaba en Asís la virgen
Clara, según el espíritu de san Francisco. Quedó fascinada y decidió
seguir su ejemplo.
Con sus propios bienes fundó en Praga entre 1232 y 1233 el
hospital de San Francisco y el instituto de los Crucíferos para que lo
dirigieran. Al mismo tiempo fundó el monasterio de San Francisco para
las «Hermanas Pobres» o «Damianitas», donde ella misma ingresó el día de
Pentecostés del año 1234.
Profesó los votos de castidad, pobreza y obediencia, plenamente
consciente de los valores eternos de estos consejos evangélicos, y se
dedicó a practicarlos con fervorosa fidelidad, durante toda su vida.
La virginidad por el Reino de los cielos siguió
siendo siempre el elemento fundamental de su espiritualidad, implicando
toda la profunda afectividad de su persona en la consagración del amor
indiviso y esponsal a Cristo.
El espíritu de pobreza, que ya la había inducido a
distribuir sus bienes a los pobres, la llevó a renunciar totalmente a la
propiedad de los bienes de la tierra para seguir a Cristo pobre en la
Orden de las «Hermanas Pobres».
El espíritu de obediencia la condujo a conformar
siempre su voluntad con la de Dios, que descubría en el Evangelio del
Señor y en la Regla de vida que la Iglesia le había dado.
Trabajó junto con santa Clara para obtener la aprobación de
una Regla nueva y propia que, después de confiada espera, recibió y
profesó con absoluta fidelidad. Constituida, poco después de la profesión, abadesa
del monasterio, conservó esta función durante toda la vida y la ejerció
con humildad, sabiduría y celo, considerándose siempre como "la hermana
mayor".
La admiración que suscitó Inés cuando se difundió por Europa la
noticia de su ingreso en el monasterio creció con los años. Se admiraba
especialmente el ardor de su caridad para con Dios y para con el
prójimo, el fervor con el que adoraba el misterio eucarístico y la cruz
del Señor, así como la devoción filial a la Virgen María, contemplada en
el misterio de la Anunciación.
Amó a la Iglesia, implorando para sus hijos los dones de la
perseverancia en la fe y la solidaridad cristiana. Se hizo colaboradora
de los romanos pontífices, que para el bien de la Iglesia solicitaban
sus oraciones y su mediación ante los reyes de Bohemia, sus familiares.
Amó a su patria, a la que benefició con las obras de caridad
individuales y sociales y con la sabiduría de sus consejos, encaminados
siempre a evitar conflictos y a promover la fidelidad a la religión
cristiana de los padres.
En los últimos años soportó inalterable los dolores que la afligieron
a ella, a la familia real, al monasterio y a la patria. Murió
santamente en su monasterio el 2 de marzo de 1282.
El culto tributado desde su muerte y a lo largo de los siglos a la
Venerable Inés de Bohemia, tuvo el reconocimiento apostólico con el
Decreto aprobado por el Papa Pío IX el 28 de noviembre de 1874. La
proclamó santa el papa Juan Pablo II el 12 de noviembre de 1989.
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De la homilía de Juan Pablo II en la misa de canonización (12-XI-1989)
«Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón».
«Aprended de mí... porque mi yugo es suave y mi carga ligera".
«Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí» (Mt 11,29).
Meditando en estas palabras la Iglesia contempla hoy a dos personas
que, con toda su vida, acogieron esta invitación del Maestro divino: la
beata Inés de Bohemia y el beato hermano Alberto Chmielowski de
Cracovia. Muchos siglos los separan a ambos: del siglo XIII al siglo XX.
Pero los une una particular afinidad espiritual: la herencia de san
Francisco de Asís y de santa Clara, así como la cercanía de las naciones
de donde provienen: Bohemia y Polonia. Hoy los une la común
canonización...
La beata Inés de Bohemia, a pesar de haber vivido en un período tan
lejano del nuestro, sigue siendo también hoy un resplandeciente ejemplo
de fe cristiana y de caridad heroica, que invita a la reflexión y a la
imitación.
Se pueden aplicar perfectamente a su vida y a su espiritualidad las
palabras de la Primera Carta de Pedro: «Sed, pues, sensatos y sobrios
para daros a la oración». Así escribía el Jefe de los Apóstoles a los
cristianos de su tiempo, y añadía: «Ante todo, tened entre vosotros
intenso amor... Sed hospitalarios unos con otros sin murmurar» (1 Pe
4,7-9).
Precisamente este fue el programa de vida de santa Inés: desde la más
tierna edad orientó su propia existencia a la búsqueda de los bienes
celestes. Después de haber rechazado algunas propuestas de matrimonio,
decidió consagrarse totalmente a Dios, para que en su vida fuese Él
glorificado por medio de Jesucristo (cf. 1 Pe 4,11).
Habiendo conocido por medio de los Hermanos Menores, llegados por
entonces a Praga, la experiencia espiritual de santa Clara de Asís,
quiso seguir su ejemplo de franciscana pobreza: con los propios bienes
dinásticos fundó en Praga el hospital de san Francisco y un convento
para las «Hermanas Pobres» o «Damianitas», donde ella misma hizo su
ingreso el día de Pentecostés del año 1234, profesando los votos
solemnes de castidad, pobreza y obediencia.
Se han hecho célebres las cartas que santa Clara de Asís le dirigió
para animarla a seguir en el camino emprendido. Surgió así una amistad
espiritual que duró casi veinte años, sin que las dos mujeres se
encontrasen nunca.
«Sed hospitalarios unos con otros sin murmurar» (1 Pe 4,9). Fue la
norma en la que santa Inés inspiró constantemente su acción, aceptando
siempre con plena confianza los acontecimientos que la Providencia
permitía, con la seguridad de que todo pasa, pero la Verdad permanece
para siempre.
Esta es la enseñanza que la nueva santa os ofrece también a vosotros, queridos compatriotas suyos, y que ofrece a todos.
La historia humana está en continuo movimiento; los tiempos cambian
con las diversas generaciones y con los descubrimientos científicos;
nuevas técnicas, pero también nuevos afanes se asoman al horizonte de la
humanidad, que se halla siempre en camino: pero la Verdad de Cristo,
que ilumina y salva, perdura al cambiar los acontecimientos.
¡Todo lo que sucede sobre la tierra es querido o permitido por el
Altísimo para que los hombres sientan la sed o la nostalgia de la
Verdad, tiendan a ella, la busquen y la alcancen!
«Que cada cual ponga al servicio de los demás la gracia que ha
recibido», así escribía más adelante san Pedro, y concluía: «Si alguno
presta un servicio, hágalo en virtud del poder recibido de Dios, para
que Dios sea glorificado en todo por Jesucristo» (1 Pe 4,10-11).
En su larga vida, atribulada también por enfermedades y sufrimientos,
santa Inés realmente prestó con energía su servicio de caridad, por
amor de Dios, contemplando como en un espejo a Jesucristo, como le había
sugerido santa Clara: «En este espejo resplandecen la bienaventurada
pobreza, la santa humildad y la inefable caridad» (Carta IV).
Y así, Inés de Bohemia, que hoy tenemos el gozo de invocar como
«santa», a pesar de haber vivido en siglos tan lejanos a los nuestros,
desempeñó un destacado papel en el desarrollo civil y cultural de su
nación y permanece contemporánea nuestra por su fe cristiana y por su
caridad: es ejemplo de valor y es ayuda espiritual para las jóvenes que
generosamente se consagran a la vida religiosa; es ideal de santidad
para todos los que siguen a Cristo; es estímulo hacia la caridad,
practicada con total entrega a todos, superando toda barrera de raza, de
pueblo y de mentalidad; es celeste protectora de nuestro fatigoso
camino diario. A ella podemos, por tanto, dirigirnos con gran confianza y
esperanza.
Cf. L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 12 y del 19 de noviembre de 1989
Artículo publicado originalmente por franciscanos.org
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