Hoy Jesús se encuentra con un ciego de nacimiento: “En aquel tiempo, al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento”. Se encuentra con un ciego y decide curar su ceguera. Él no era culpable por no ver. Había nacido así sin culpa.
Nunca había visto el sol, la vida, los rostros, el mar de Galilea.
Sólo en su corazón se imaginaba los colores, la luz del sol, las
sombras. Soñaba con ver y veía en su corazón otros mundos nuevos,
desconocidos. No podía mirar con sus ojos, pero miraba con el corazón.
Comenta el padre José Kentenich que los místicos hablan del ciego de nacimiento en relación con el mundo de la oración: “El
ciego de nacimiento escucha todo tipo de relatos sobre la creación, la
hermosura del mundo, el resplandor del firmamento, la magnificencia de
las flores. Si un ciego de nacimiento recobrase por milagro la vista, se
diría: – Lo que yo me imaginaba no es nada en comparación con la gloria
que veo ahora. Pues bien, ese es el estado del alma cuando es colmada
por el don de la sabiduría: de pronto verá las cosas en una luz
resplandeciente que otros difícilmente se imaginen; y se encenderá su
entusiasmo y fervor, de modo que el alma querrá abrazar esas verdades y
realidades, y estará dispuesta a vivir y morir por ellas”.
El hombre ciego en el mundo de la oración no logra avanzar. No vislumbra la belleza de Dios. Cuando
viene el Espíritu Santo a mí me puede permitir ver lo que antes no
veía. Fascinarme con la belleza de mi vida. Creer y confiar.
Muchos hoy no son capaces de ver la verdad de sus vidas no siendo ciegos. Esa ceguera es peor. Es más dura. Es más dolorosa. Soy ciego cuando no veo a Dios en mi vida. No percibo su mano actuando con poder.
Soy ciego cuando paso delante del pobre y no me detengo. Benedicto XVI ha dicho que “cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios”. No
veo a aquel que me necesita a su lado. Me convierto en un pobre ciego.
Voy por la vida sin percibir dónde quiere Dios que actúe.
No veo al que sufre. Ni a Dios en él. No percibo los sentimientos de las personas.
Muchas veces no veo lo que pasa en otros corazones. Soy ciego. Me
gustaría ver más. Ver con el corazón. Percibir la vida. Pero mi torpeza me impide ver.
Tal vez vivo pensando en mi necesidad. Veo sólo lo
que a mí me hace falta. Tengo ojos de mosca que ven muy mal de lejos. El
egoísmo es un tipo de ceguera. Me centra en mí mismo. Tengo una mirada
que no es capaz de percibir la realidad en toda su belleza.
No veo la indigencia, el hambre, la sed. No percibo la
necesidad, la soledad, los gritos de angustia. Esa ceguera mía me
escandaliza. Soy ciego de nacimiento porque tal vez nunca aprendí a
poner al otro en el centro de mi mirada.
He vivido pensando en lo que yo necesito. Mi yo en el centro del
mundo. No veo más allá de mi dolor, de mi injusticia, de mi problema, de
mi hambre. Soy ciego cuando no veo al que sufre. Soy ciego al pensar sólo en mis intereses. Voy por la vida pisando al que pide. Pasando de largo delante del hambriento.
Comenta el papa Francisco: “Cerrar el corazón al don de Dios que habla tiene como efecto cerrar el corazón al don del hermano”. La
ceguera del alma me impide ver a Dios, escuchar su voz, entender su
amor, abrirme al hermano. Me cierro al don de Dios. Me cierro al don del
que sufre.
Me gustaría no estar ciego en el alma. Ciego para ver el amor de Dios
en mi vida. Ciego para percibir el amor de Dios en los hombres que
están ante mí. La ceguera me impide abrirme a los demás. No comprendo
sus necesidades concretas.
Pasa tantas veces en la vida familiar… No veo lo que sucede
en el corazón de aquel a quien amo. No veo su dolor. No veo su angustia.
No percibo sus miedos. Esa ceguera me cierra en mi carne. No me abre al amor. Es la peor ceguera que puedo sufrir.
Mi egoísmo me vuelve ciego. No percibo la vida como es. No veo mis
problemas, mis límites, mi pecado. Esa ceguera me vuelve indiferente. No
amo. No me entrego. Creo que el mundo está en mi contra.
No soy capaz de comprender mi responsabilidad. Los
demás son los culpables. No acepto que pueda estar yo equivocado. No veo
mi culpa. Hago todo bien. No veo mi error. No veo dónde puedo cambiar.
Creo que hago las cosas de forma correcta y son los demás los que están
equivocados.
Esa ceguera es dolorosa porque me vuelve egoísta. No me abro a la
vida. No me entrego. No amo. No veo con claridad dónde tengo que
mejorar, en qué aspectos debo crecer.
Me toca conocer a muchas personas ciegas. Ven la paja en el ojo
ajeno. No perciben la viga en el propio. Son ciegos. Yo mismo caigo en
esa ceguera del que está centrado en su ego. No aprecio a los demás en
su belleza.
Mi mirada distorsiona la realidad. Nada es como es de verdad. Lo veo
todo de forma confusa. No tengo claridad. No descubro la verdad. No
profundizo. Me dejo llevar por falsas imágenes y creo en ellas. Todo medido desde mi yo que no me deja apreciar la vida con paz, con alegría.
El ciego del evangelio no había visto a Jesús antes. No lo podía ver.
Este hombre nunca había visto el color del mundo. Nunca le había puesto
imagen a lo que veía sólo con su corazón. Era un ciego de nacimiento y
no sabía cómo era el mundo. No podía ver.
No sabe lo que se pierde por no poder ver. La vida la ve
desde su oscuridad y piensa quizás que ese es su color natural.
Desprecia la luz y los colores. Me pasa a mí tantas veces… A
veces creo que veo, pienso que la vida es así y no de otra forma. Pienso
que no hay nada más allá de mi entorno, de la extensión que alcanza mi
mirada.
No veo colores ni profundidad. No me arriesgo a salir de mis seguros. Me pierdo tantas cosas. A veces vivo a medias.
Jesús deja hoy su camino para curar un ciego. Estaba
pasando, pero se detuvo. Iba a otro lado, pero miró al que no veía.
Dejó de lado sus planes y vio al que no sabía mirar. Y se conmovió. Quiero aprender a detenerme ante aquel que no me pide nada, pero me necesita.
¡Qué difícil es hacerlo siempre! Me puede la pereza, la obsesión por
llegar a mis cosas. Me cuesta detenerme a mirar como lo hace Jesús. Él
lo vio. Vio sus ojos sin vida y su alma que gritaba muy dentro. Estaba
herido al borde del camino de los demás.
Todos vivían su vida y él era invisible. No puede ver y no es visto.
Su corazón está herido. No sólo sus ojos. Jesús lo reconoce. Él siempre
hace lo mismo. Toca la herida y decide devolver la vista a ese hombre
ciego de nacimiento: “Escupió en tierra, hizo barro con la saliva,
se lo untó en los ojos al ciego y le dijo: -Ve a lavarte a la piscina de
Siloé (que significa Enviado). Él fue, se lavó, y volvió con vista”.
Infunde vida en lo que está muerto. Y el ciego recobra la vista y descubre rostros. Paisajes. Luces y colores. Vivía en una oscuridad profunda. Y Jesús quiere que aprecie la belleza del mundo.
Primero le permite ver el mundo que le rodea. Y luego lo lleva a crecer en su fe: ¡”Oyó
Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo: – ¿Crees tú en el
Hijo del hombre? Él contestó: – ¿Y quién es, ¿Señor, para que crea en
él? Jesús le dijo: -Lo estás viendo: el que te está hablando, ése es. Él
dijo: -Creo, Señor. Y se postró ante Él”.
Buscaba a Jesús y lo encuentra. Ahora puede ver. El ciego que antes no veía a los hombres ahora logra creer en Dios. Ve el mundo y ve a Dios. Y su vida cambia de verdad.
Jesús tocó los ojos heridos de ese hombre. Toca mi herida con su
saliva. Acaricia mi herida, que me duele, que me quita la vida. La toca
con ternura y la sana. Desata mis nudos. Así llega Él hasta mí. Hasta lo
que más me duele. Hasta donde más me hace falta su cariño. Hasta mi
carencia de amor. Mi incapacidad. Mi grieta en el alma.
No quiero taparla ni esconderla. A veces la escondo porque creo que
no me van a querer si me muestro como soy, herido. Para Dios es al
contrario. Jesús pasa y se detiene ante el ciego, ante su herida.
Si no hubiera estado ciego tal vez hubiese pasado de largo. Y yo que
me creo que Dios me querrá más si soy perfecto, entero, íntegro, sin
limitaciones ni carencias. Sin heridas. Sin manchas. Y no es verdad.
Jesús mira mi herida y se conmueve ante mí. Se detiene y lo deja
todo. Sólo por mí, por mi herida. Porque estoy herido y necesitado.
Porque estoy solo y al borde del camino. Y yo que pensaba que Jesús iba a
pasar y no me iba a ver. Y Él se sale del camino. Llega hasta mí.
Soy ciego, no veo, pero puedo ser mirado. Necesito ser mirado. Hondamente mirado por Él. En mi verdad.
Jesús me da lo que no pido, lo que de verdad necesito. Me toca donde me
duele. Y mi herida se convierte en la llave de su corazón. Lo
reconozco. Me reconozco.
Uno de los frutos del encuentro con Jesús es que me reconozco
a mí mismo. Veo mi rostro. Mi ceguera, mi herida, mi pecado, no me
definen. Soy hijo de la luz. Soy el hijo amado. Tengo más luz que oscuridad. Más profundidad que superficie.
Mis ojos se abren y se limpia mi mirada. Veo de un modo nuevo. Veo lo
que antes no veía. ¿Quién hace esto que no sea Dios? ¿Quién lo deja
todo por mí que no sea Dios caminando junto a mí? ¿Quién se conmueve
ante mi dolor que tapo, que no reconozco, y con su saliva me desata, me
libera, me abre?
Sólo Jesús. Jesús se encuentra con un hombre. Lo mira. Lo conoce. Lo
ama. Lo sana. Y ante él, se muestra como Salvador. Cree en Él. ¡Qué fe
tan sencilla! No necesito más. Creo por lo que ha hecho en mí.
¿Qué ha hecho Jesús en mi vida? ¿Mi fe es un conjunto de teorías o de
verdad puedo hablar como este ciego de lo que ha hecho en mí? ¿Qué ha desatado en mi corazón? ¿Qué luz me ha dado?
Carlos Padilla
Aleteia