Preocupación constante del ministerio pastoral es conducir a las personas hacia la perfección a través de la dimensión trascendente. Este propósito no encuentra siempre la respuesta que cabría esperar, lo que genera sufrimiento aunque nada puede impedir el amor. Escribía el Cardenal Suhard: «Ser testimonio significa hacerse misterio, vivir de manera tal que la propia vida sería inexplicable si Dios no existiese». Esta expresión sintetiza un aspecto que la gente desea ver encarnado hoy en el cristiano que ha de ser como un puente que une las orillas.
Más allá de la caída de los mitos y de las ideologías, de la devaluación de la palabra y de la aglomeración diaria de noticias que reflejan un universo de violencia y de mentira, se siente la necesidad de personas que hablen con su vida para afirmar la realidad de Dios, la dignidad del hombre y la urgencia del mensaje evangélico. En nuestros días estamos utilizando muchas palabras que suenan como cántaros vacíos, es decir, a hueco. Fácilmente olvidamos los contenidos que con ellas debemos transmitir, comprometiendo nuestras actitudes y comportamientos. Esto sucede porque nos movemos tal vez en la superficialidad de una convivencia social, intelectual y moral que se va deslizando según los intereses dictados por el puro oportunismo del momento y a veces ajenos al verdadero desarrollo integral de la persona humana.
Con frecuencia hemos oído que si se quiere la paz hay que pertrecharse para la guerra, aforismo clásico pero no por ello ajustado a la moral cristiana. Más bien habría que decir que si se quiere la paz, hay que construir la paz. Y todos, como nos recuerda el papa Francisco «podemos ser artesanos de la paz». La paz es un bien común por el que debemos trabajar y en que debemos participar. Esto supone la justicia, la no violencia, la protección de la creación, la solicitud por todas las personas cualesquiera que sean las circunstancias en que se encuentren, desde el instante de su concepción hasta la muerte natural. La palabra paz será un vocablo vacío mientras no haya un orden fundamentado en la verdad, establecido de acuerdo con las normas de la justicia, sustentado por la caridad y realizado bajo los auspicios de la libertad (cf. Juan XIII, Pacem in terris, n.º 167).
Parece una utopía. Sin embargo, en la celebración de la Navidad nos decía el profeta Isaías que la profecía cumplida del Mesías sobre el trono de David subrayaba que en medio de las sombras de la dominación, la luz de la paz inimaginable hasta ese momento comenzaba ya desde ahora y para siempre. Es el mismo Cristo quien nos deja, por así decirlo, el manual a seguir para ir manteniendo esa luz a través del espíritu de las bienaventuranzas. El papa, en su mensaje para la Jornada de la Paz 2017, escribe que «las ocho bienaventuranzas trazan el perfil de la persona que podemos decir bienaventurada, buena y auténtica», para la que trabajar por la paz forma parte de su identidad.
A pesar de la conflictividad personal, familiar y social en la que a veces nos encontramos, superemos esas situaciones conflictivas trabajando por la paz. No es bueno querer vencer a cualquier precio. Es más oportuno saber convencer a través de la misericordia, de la comprensión, de la solidaridad y de la fraternidad.
Monseñor Julián Barrio
Artículo publicado en “La Voz de Galicia” (30-XI-2016)
Con frecuencia hemos oído que si se quiere la paz hay que pertrecharse para la guerra, aforismo clásico pero no por ello ajustado a la moral cristiana. Más bien habría que decir que si se quiere la paz, hay que construir la paz. Y todos, como nos recuerda el papa Francisco «podemos ser artesanos de la paz». La paz es un bien común por el que debemos trabajar y en que debemos participar. Esto supone la justicia, la no violencia, la protección de la creación, la solicitud por todas las personas cualesquiera que sean las circunstancias en que se encuentren, desde el instante de su concepción hasta la muerte natural. La palabra paz será un vocablo vacío mientras no haya un orden fundamentado en la verdad, establecido de acuerdo con las normas de la justicia, sustentado por la caridad y realizado bajo los auspicios de la libertad (cf. Juan XIII, Pacem in terris, n.º 167).
Parece una utopía. Sin embargo, en la celebración de la Navidad nos decía el profeta Isaías que la profecía cumplida del Mesías sobre el trono de David subrayaba que en medio de las sombras de la dominación, la luz de la paz inimaginable hasta ese momento comenzaba ya desde ahora y para siempre. Es el mismo Cristo quien nos deja, por así decirlo, el manual a seguir para ir manteniendo esa luz a través del espíritu de las bienaventuranzas. El papa, en su mensaje para la Jornada de la Paz 2017, escribe que «las ocho bienaventuranzas trazan el perfil de la persona que podemos decir bienaventurada, buena y auténtica», para la que trabajar por la paz forma parte de su identidad.
A pesar de la conflictividad personal, familiar y social en la que a veces nos encontramos, superemos esas situaciones conflictivas trabajando por la paz. No es bueno querer vencer a cualquier precio. Es más oportuno saber convencer a través de la misericordia, de la comprensión, de la solidaridad y de la fraternidad.
Monseñor Julián Barrio
Artículo publicado en “La Voz de Galicia” (30-XI-2016)
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