Es decir, se decantó en una dirección. Naturalmente, en la dirección de los pobres.
De los humillados y ofendidos de todos los tiempos. De los
discriminados por la maldad humana y de los excluidos por la fuerza del
destino.
En conclusión, de todos los que nada cuentan ante los ojos de la historia.
No tengo ninguna gana de avalar ciertas interpretaciones, que favorecen una lectura puramente política del Magníficat, como si, en la lucha continua entre oprimidos y opresores, fuera algo así como una Marsellesa «anticipada»
del frente cristiano de liberación. Significaría reducir en gran medida
los horizontes de los sentimientos de María, que cantó liberaciones más
profundas y duraderas que las provocadas por las simples rebeliones
sociales. Sus acentos proféticos, aun incluyéndolos, van más allá de las
reivindicaciones de una justicia terrena y subvierten la aclimatación
de iniquidades mucho más radicales.
El hecho es que, en el plano histórico, María tomó partido bien claramente.
Se puso de parte de los vencidos. Decidió jugar con el equipo que pierde.
Optó por agitar como bandera los trapos de los miserables y no
empuñar los brillantes estandartes de los dominadores. Se enroló, valga
la expresión, en el ejército de los pobres. Pero sin manejar las armas
contra los ricos. Invitándoles más bien a la deserción. Y entonando,
junto a los vivaques nocturnos de su campamento, y para que la oyeran
desde otros, canciones cargadas de nostalgia.
Exaltó así la misericordia de Dios. Y nos reveló que es partidista
también Él, dado que toma la defensa de los humildes y confunde a los
soberbios en los pensamientos de su corazón; extiende su brazo en favor
de los débiles y hace desmoronarse a los violentos de sus pedestales;
colma de bienes a los hambrientos y se complace en despedir a los
poderosos con las manos vacías y una mueca de derrota inesperada.
Quizá alguien encuentre discriminatorio este discurso y se pregunte
cómo puede conciliarse que María esté del lado de los pobres si se tiene
en cuenta la universalidad de su amor y su reconocida ternura con los
pecadores, entre quienes los soberbios, los prepotentes y los
despiadados son la raza más inquietante.
La respuesta no es fácil, pero resulta clara si se piensa que María
no es como ciertas madres que, por amor a una vida tranquila, dan razón a
todos y, con tal de no dar lugar a problemas, terminan por secundar los
abusos de los hijos más díscolos. No. Ella toma partido. Sin
ambigüedades y sin medias palabras. Pero la parte que elige para
establecerse en ella, no es la fortaleza de las reivindicaciones de
clase, ni la trinchera de los intereses de un grupo, sino un terreno, el
único, donde ella espera que un día, resueltos los conflictos, todos
sus hijos, ex opresores y ex oprimidos, convertidos en hermanos, puedan
encontrar finalmente su liberación.
Santa María, mujer que opta, ¡qué diferentes somos de tu lógica!
Tú te fiaste de Dios y, como él, te lo jugaste todo a la
carta de los pobres, poniéndote de su lado y haciendo de la pobreza la
señal más clara de tu abandono total en él, quien «eligió lo que el
mundo tiene por necio para humillar a los sabios; lo débil, para
humillar a los fuertes; lo vil, lo despreciable, lo que es nada, para
anular a los que son algo».
Nosotros, por el contrario, nos movemos con más seguridad. No
nos atrevemos a arriesgar. Queremos estar al abrigo de imprevistos.
Será justo, seguramente, el estilo arriesgado del Señor, pero nosotros
preferimos el realismo de nuestros programas. Con lo cual, aunque
declamamos con los labios las paradojas de Dios, seguimos apoyándonos en
la fuerza y el prestigio, en el dinero y la astucia, en el éxito y en
el poder.
¿Cuándo nos decidiremos, siguiendo tu ejemplo, a hacer
opciones, humanamente perdedoras, convencidos de que sólo pasando por tu
orilla podremos redimirnos y redimir?
Santa María, mujer que toma partido, aléjanos de la tentación
de servir a dos señores. Oblíganos a salir a descubierto. No permitas
que seamos tan incautos que queramos experimentar las imposibles
conciliaciones de dos cosas opuestas. Líbranos del sacrilegio de
legitimar, por un sentido mal entendido de la universalidad cristiana,
las violencias contra los oprimidos.
Cuando queramos hacer descuentos en el precio de la verdad,
para no disgustar a los poderosos o por miedo a perder sus favores, haz
que nuestro rostro se sonroje como una amapola.
Líbranos de la indiferencia ante las injusticias y ante quien las practica.
Pero concédenos la tolerancia, pues es una actitud que sólo
se siente cuando se está del lado del que tú estuviste. Y es que, en el
fondo, también nosotros tomamos partido. Pero las vallas que nos
defienden rezuman excomuniones, tienen sabor a secta, carecen de
expectativas y no tienen perfumes de liberaciones inminentes.
Santa María, mujer que sabe optar, te rogamos por la Iglesia
de Dios, la cual, a diferencia de ti, siente dificultades al alinearse
valientemente con los pobres. En teoría declara la «opción preferencial»
por ellos, pero de hecho se siente frecuentemente seducida por las
maniobras acaparadoras de los poderosos.
En las formulaciones de sus planes pastorales decide «partir desde los últimos», pero en la realización concreta de sus itinerarios se mantiene prudentemente al resguardo y cogida del brazo con los primeros.
Ayúdala a salir de su temerosa neutralidad. Dale el orgullo
de tener conciencia crítica de las estructuras de pecado que aplastan a
los indefensos y ponen en situaciones infrahumanas a dos tercios de la
humanidad.
Inspírale acentos de confianza. Pon en sus labios las cadencias subversivas del Magníficat, del que a veces parece haber perdido los acordes.
Sólo así podrá dar testimonio vivo de la verdad y de la
libertad, de la justicia y de la paz. Y los hombres se abrirán, una vez
más, a la esperanza de un mundo nuevo. Como sucedió aquel día de hace
2000 años en los montes de Judá.
mons. Tonino Bello, obispo de Molfetta
pastoralsantiago.es
Foto: Miguel Castaño