I love you. Je t’aime. Ti voglio bene. Ich liebe Dich. Es decir, te quiero.

No sé si, en tiempos de María, se usaban los mismos mensajes de amor, tiernos como jaculatorias y rápidos como garabatos, que las adolescentes de hoy escriben furtivamente en el libro de historia o en las carpetas de colores de sus compañeros de clase.

Es probable que, aunque no con un «boli» en los jeans o tiza en las paredes, las adolescentes de Palestina se comportaran como las chicas de su edad hoy.

Con «estilo de veloz escriba» en la corteza de un sicómoro o con la punta de una varita en la arena, tendrían seguramente un código, para transmitir a alguien ese sentimiento, antiguo y siempre nuevo, que embarga el alma de todo ser humano, cuando se abre al misterio de la vida: ¡Cuánto te quiero!

También María pasó por esa estación espléndida de la existencia, tejida de estupores y lágrimas, de sobresaltos y dudas, de ternura y estremecimiento, cuando, como en copa de cristal, parecen destilarse todos los perfumes del universo.
Saboreó la alegría del encuentro, la espera de las fiestas, los atrevimientos de la amistad, el encanto de la danza, la lisonja inocente de un piropo, la felicidad por un vestido nuevo.

Crecía como un ánfora en las manos de un alfarero y todos se preguntaban acerca del misterio de aquella transparencia sin escorias y de aquella frescura sin sombras.

Una tarde, un muchacho llamado José sintió unos raudales de atrevimiento y se declaró a ella: «María, te quiero». Y ella, veloz como el estremecimiento, respondió:
«También yo a ti». Y en el iris de sus ojos centelleó el reflejo de todas las estrellas del firmamento.

Sus compañeras, que deshojaban con ella pétalos de verbena, no conseguían explicarse cómo podía compaginar sus arrobamientos en Dios y su pasión por una criatura.

El sábado la veían absorta en la experiencia sobrehumana del éxtasis, cuando cantaba en los coros de la sinagoga: «Oh Dios, tú eres mi Dios, te busco desde la aurora; mi
alma tiene sed de ti, como tierra desierta y sin agua». Se asombraban por la tarde cuando, contándose entre ellas sus penas de amor bajo el plenilunio, la oían hablar de su novio con las cadencias del Cantar de los Cantares: «Mi amado es distinguido entre millares… Sus ojos son como palomas junto a las aguas del arroyo… Su aspecto es como el del Líbano, imponente cual los cedros…».

Esta composición era para ellas una empresa desesperada.
Para María, en cambio, era como poner juntos los dos hemistiquios de un versículo de los salmos.

Para ellas, el amor humano, que sentían, era como el agua de una cisterna, limpísima pero con mucho poso en el fondo. Bien poco bastaba para que se movieran los fondos y las aguas sé enturbiaran.

No podían entender nunca las jóvenes de Nazaret que el amor de María no tuviera posos, pues su pozo no tenía fondo.

Santa María, mujer enamorada, brasa inextinguible de amor, nosotros tenemos que pedirte perdón por haber ofendido tu humanidad. 

Te hemos considerado, únicamente, capaz de llamas que se elevan hacia el cielo y luego, tal vez por miedo a contaminarte con las cosas de la tierra, te hemos excluido de la experiencia de las chispas de la tierra.
En cambio, tú, brasa de caridad por el Creador, eres también, para nosotros, maestra en el modo de amar a las criaturas. 

Ayúdanos, pues, a reordenar las absurdas disociaciones con las que, en temas de amor, nos conducimos manteniendo dos contabilidades: una para el cielo (muy pobre, esa es la verdad), y otra para la tierra (cargada de voces, pero anémica en contenidos). Haznos entender que el amor es siempre santo, pues sus llamas proceden de la única hoguera de Dios.  

Pero haznos comprender del mismo modo que, con ese fuego, además de encender las lámparas de la alegría, tenemos la triste posibilidad de abrasar cosas muy hermosas de la vida.

Por eso, Santa María, mujer enamorada, si es verdad, como canta la liturgia, que eres la «madre del amor hermoso», acéptanos en tu escuela. 

Enséñanos a amar. Es un arte difícil que se aprende lentamente. 

Porque se trata de liberar a las brasas, sin apagarlas, de sus numerosas estratificaciones de ceniza.

Amar, voz del verbo morir, significa descentrarse. Salir de uno mismo. 

Dar sin pedir. Ser discretos hasta el límite del silencio. 

Sufrir, para hacer que caigan las escamas del egoísmo. Quitarse de en medio, cuando se corre el riesgo de comprometer la paz de una casa. 
 
Desear la felicidad del otro. Respetar su destino.

Y desaparecer cuando se advierte que turbamos su misión.

Santa María, mujer enamorada, ya que el Señor te dijo: «En ti están todas mis fuentes», haz que percibamos que el amor es siempre la red subterránea de las corrientes de felicidad, que en algunos momentos de la vida invaden nuestro espíritu, nos reconcilian con las cosas y nos dan la alegría de vivir.

Sólo tú puedes hacernos captar la santidad que se encierra en estos arcanos arrebatos del espíritu, cuando el corazón parece detenerse y palpitar más fuerte ante el milagro de las cosas: los panoramas del ocaso, el perfume del océano, la lluvia en el pinar, la última nieve de la primavera, los acordes de mil violines sonados por el viento, todos los colores del arco iris… 

Brotan entonces, del subsuelo de las memorias, anhelos religiosos de paz, que se unen a expectativas de metas futuras y hacen sentir la presencia de Dios.
Ayúdanos para que, en esos instantes fugaces de enamoramiento con el universo, podamos intuir que las salmodias nocturnas de las de monjas en el claustro y los movimientos acompasados de las bailarinas del Bolsoi, tienen la misma fuente de amor. Porque la fuente inspiradora de la melodía que por la mañana se oye en una catedral es la misma del estribillo que nos llega por la tarde… desde una góndola en el mar: «Hablame del mar, marinero…».

mons. Tonino Bello, obispo de Molfetta
pastoralsantiago.es
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