Trigésimo segundo día de confinamiento. ¡Qué hermosa es la libertad y qué poco conscientes somos a veces de su importancia! En especial cuando llevamos décadas viviendo en un sistema político que nos permite elegir a nuestros gobernantes, tener una vivienda digna en la que cobijarnos, el acceso a una educación objetiva y a un caudal informativo que nos facilita comparar y forjarnos una conciencia crítica. Un sistema que nos protege de la arbitrariedad del poder, que nos permite confiar en las fuerzas del orden y con un poder judicial que nos defiende contra la corrupción y los posibles abusos de los poderosos. Ya sé que este retrato es idílico, el paradigma al que tender y que la realidad es mucho más prosaica. Las páginas de los MCM nos recuerdan a diario que nuestra democracia tiene más agujeros que un queso de Gruyère. Pero la alternativa es infinitamente peor.

Son las once menos diez de la mañana y acabo de terminar la lectura de La chica de los siete nombres, un libro apasionante de Hyeonseo Lee. La autora es una joven norcoreana que decide fugarse de su país poco antes de cumplir los dieciocho años. Narra con un realismo sobrecogedor las durísimas peripecias que tienen que sufrir, primero ella, y luego su madre y su hermano, hasta llegar a Corea del Sur. El libro retrata la miseria moral y económica que ahoga a los norcoreanos, víctimas de un dictadorzuelo de pandereta al que se le rinde un culto a la personalidad tan ridículo como el que en su día se les rindió a genocidas como Stalin, Mao Zedong o Hitler.

Mientras leía fui recordando mi propia infancia y adolescencia adoctrinado por una dictadura que ensalzaba las virtudes morales y militares de Franco, un superhombre capaz de todo y a quien se nos presentaba como un regalo de Dios que sacrificaba su vida para protegernos, salvarnos del caos y convertirnos en el mejor y más envidiado país de la tierra. La misma basura con la que le lavan el cerebro a los norcoreanos. La misma con la que Hitler anuló el espíritu crítico de los alemanes y la misma por la que los rusos veneraban a Papá Stalin a pesar de las evidencias de su psicopatía.

La chica de los siete nombres es un libro cuya lectura recomiendo. Creo que testimonios de víctimas de los genocidios del siglo XX pueden contribuir a que estimemos más la libertad y el nivel de vida del que gozamos. Un paraíso en la tierra que a veces no somos capaces de valorar en su justa medida porque ya nacimos en su seno y no nos ha costado nada conquistarlos. Pero sobre todo es necesario leer estos testimonios para despejarnos la modorra, la desidia, el estúpido hartazgo que nos aletarga cuando la corrupción de nuestra clase política amenaza con ahogarnos. El poder corrompe. Siempre. Todos llevamos un dictador dentro. Ni siquiera en la democracia más acrisolada podemos bajar la guardia y darlo todo por conquistado. La libertad, la conciencia, la verdad, la igualdad… son bienes efímeros. Como el amor. Si no se riegan se agostan. Y siempre hay un verdugo dispuesto a “salvarnos”.
Antonio Gutiérrez
pastoralsantiago.es
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