Gertrudis von le Fort ha escrito que la verdadera genialidad de la
mujer se encuentra en lo religioso, y que el mundo profano no ha dado a
la historia nombres comparables a Juana de Arco o a Catalina de Sena.
Rosa de Viterbo se halla en la línea de lo genial en el mundo religioso.
El barrio gótico de Viterbo es uno de los lugares más evocadores de
la Edad Media. Cuando se habla de aquella época hay que evitar dos
escollos: o considerarla como la edad ideal del cristianismo, a fijarse
sólo en sus defectos, que los tuvo.
Sin embargo, prevalecen los aspectos positivos. En ninguna otra edad
de la historia se dejó sentir tan intensamente el influjo del
cristianismo en la vida pública y privada, política y social, cultural y
artística. Un verdadero y sentido universalismo unió a los pueblos bajo
la dirección del Papa y del emperador. Todos tenían fe, y se sujetaban
gustosos al magisterio de la Iglesia, no faltando, naturalmente, las
excepciones. ¿Qué otro tiempo puede gloriarse de creaciones como las
universidades, las catedrales, las cruzadas, la Suma de Santo Tomás y la
Divina Comedia de Dante? Los héroes que se llevaban las simpatías de
todos eran los santos. Santos del calibre de un Tomás de Aquino, de un
Domingo, de un Francisco de Asís.
Rosa nació en Viterbo en 1235. Viterbo formaba parte entonces del
patrimonio de San Pedro. En 1216 había muerto Inocencio III, a quien se
ha llamado el Augusto del pontificado. Con él se llegó a la cúspide de
la autoridad de la Iglesia sobre el mundo. Pero, a su muerte, el
emperador Federico II estuvo en lucha constante con los papas Gregorio
IX e Inocencio IV. De la lucha salieron debilitados los dos poderes, el
imperial y el pontificio. Se acercaban días malos para la Iglesia.
Los padres de Rosa eran pobres y excelentes cristianos. Ya en su más
tierna infancia todos se dieron cuenta de que Dios tenía grandes planes
sobre ella. De verdad que es asombrosa la mezcla de lo natural y de lo
sobrenatural en su vida. En vez de entregarse a los juegos propios de su
edad, se pasaba largos ratos ante las imágenes de los santos,
especialmente si eran imágenes de la Virgen Santísima. Impresionaba la
atención con que oía a sus padres cuando hablaban de cosas de Dios.
Desde muy pequeña sintió ansias de vivir en soledad, ansias que casi
nunca se realizaron del todo. Y siempre fue una enamorada de la
penitencia. Los viterbianos se avezaron a ver por sus calles a una niña,
que iba siempre descalza y con los cabellos en desorden.
Grandes eran sus austeridades en la comida, llegando a pasarse días
enteros con un poco de pan. Pan que muchas veces iba a parar a la boca
de los pobres, otra de sus santas debilidades. Corría tras los pobres y
con cariño inmenso les ofrecía todo cuanto tenía. Si fuera de su casa
era caritativa, es fácil imaginar el respeto y amor con que mimaba a sus
padres.
En Viterbo había un convento de religiosas, llamado de San Damián. A
sus puertas llamó nuestra heroína, pero inútilmente, porque era pobre y
porque era niña. Entonces decide convertir su casa en un claustro. Allí
se excedía santamente en las penitencias corporales, llegando a
disciplinarse hasta perder el conocimiento. Los de su casa intentan
apartarla del camino emprendido, pero es tanta la gracia humano-divina
que se refleja en toda su persona, que convence a todos. Y las horas de
oración se sucedían sin interrupción en su vida.
A los ocho años, víctima de sus penitencias, contrae una gravísima
enfermedad, que dura quince meses. Fue milagrosamente curada por la
Santísima Virgen, quien le mandó tomar el hábito de la Tercera Orden de
San Francisco, hábito que recibió en la iglesia de Santa María. Aquel
día empezó su vida de apóstol.
Al salir de la iglesia predicó con tal fervor sobre la pasión de
Nuestro Señor Jesucristo y los pecados de los hombres, que todos se
volvieron compungidos a sus casas, mientras ella regresaba gustosa a su
soledad. Día tras día toda la ciudad, atónita, oyó sus predicaciones.
Difícilmente comprendemos hoy el ardor con que las multitudes medievales
iban tras el predicador de la palabra de Dios, las conversiones, las
públicas reconciliaciones que provocaba, por ejemplo, un San Antonio de
Padua. Y si el predicador resultaba ser una niña de pocos años…
No faltaron las contradicciones ni las penas. Los partidarios de
Federico II, enemigos de la Santa Sede, en seguida la hicieron objeto de
sus ataques. Tras las mofas y las calumnias vino el destierro. Todo
ello sirvió para demostrar el temple de aquella niña, quien, como los
apóstoles en otro tiempo, dijo que no podía dejar de predicar la divina
palabra. Y la Providencia se valió de la malicia de sus perseguidores
para que la semilla de la verdad fructificara en otras partes.
Con sus padres tuvo que salir de noche de Viterbo, mientras la nieve
barría los caminos. Agotados por el cansancio y el sufrimiento, llegaron
al día siguiente al pueblo de Soriano. Sin embargo, todos los
sufrimientos físicos se desvanecieron ante el dolor de su alma por la
disolución moral de aquellas gentes. Allí continúa predicando, y su
predicación se convierte, al cabo de algunos meses, en abundantes
conversiones. Acuden también a oírla hombres y mujeres de los pueblos
vecinos. A sus oyentes un día les anunció la muerte de Federico II,
ocurrida en Fiorentino de Puglia el 13 de diciembre de 1250. Al fin de
su vida el emperador se reconcilió con la Iglesia.
Y los pueblos de Vitorchiano, Orvieto, Acquapendente, Montefalcone y
Corneto, oyeron, extrañados y al fin convencidos, la voz de aquella niña
que atraía con su sola presencia, y que, si era preciso, confirmaba su
predicación con milagros.
Uno de los defectos que se achacan, con razón, a la Edad Media es la
excesiva credulidad con que admitía los hechos extraordinarios. Hoy los
biógrafos de nuestra Santa rechazan algunos de los milagros que se le
atribuyeron, pero sin duda ninguna que hizo grandes milagros, porque de
otro modo no se explica la polvareda espiritual que su paso levantó por
todas partes. Su vida entera era un milagro.
A los dieciocho meses de haber salido de su pueblo natal pudo regresar a él, después de la muerte de Federico II. El
pueblo entero salió a recibir a la mujer extraordinaria, contentos
todos de recuperar aquel tesoro, que ahora apreciaban más después de
haberlo perdido.
A pesar de sus triunfos apostólicos, su alma deseaba la soledad, para
entregarse más decididamente a la oración y a la penitencia. Es
la constante historia de todos los verdaderos apóstoles. San Bernardo
había escrito poco tiempo antes que el apóstol debe ser concha y no
simple canal.
Por segunda vez intenta entrar en un convento. Esta vez el monasterio lleva el bonito nombre de Santa María de las Rosas. Pero por segunda vez se le cierran las puertas del claustro. Dios no la destinaba a la vida religiosa.
Y por consejo de su confesor, Pedro de Capotosti, decide de nuevo
convertir su casa en el claustro soñado; esta vez, sin embargo, tendrá
que preocuparse de la santificación de otras almas. Algunas
amigas suyas de Viterbo se unen a ella para guardar silencio, cantar
salmos y oír sus exhortaciones espirituales. Ante la constante afluencia
de nuevas jóvenes, el confesor de Rosa les compra un terreno cerca de
Santa María de las Rosas. Allí floreció una comunidad que tomó la regla de la Orden Tercera de San Francisco.
De nuevo las humanas pequeñeces estorbaron la obra de Dios. Inocencio
IV suprimió la obra, a indicación de las monjas de San Damián.
El biógrafo de San Francisco de Asís, Tomás de Celano, dice que
«cantando recibió la muerte». Un canto de alegría fue también la muerte
de Rosa. Gastada prematuramente por las penitencias y el apostolado, se preparó para salir al encuentro del Esposo de las vírgenes.
Al recibir el viático quedó largo rato en altísima contemplación.
Cuando volvió en sí se le administró la extremaunción. Pidió perdón a
Dios de todos sus pecados y se despidió de sus familiares con la
exquisita caridad de siempre. Jesús, María, fueron sus últimas palabras.
Tenía diecisiete años y diez meses.
Puede fácilmente imaginarse el dolor de los viterbianos. ¡Había sido tan rápido su paso sobre la tierra! Su cuerpo, que despedía un perfume muy agradable, fue sepultado en Santa María.
Inocencio IV inició su proceso de canonización, pero la muerte le
impidió terminarlo. Entonces nuestra Santa se aparece a Alejandro IV,
que a la sazón se hallaba en Viterbo, y le indica que traslade su cuerpo
a la iglesia de San Damián. Se organizó una magnífica procesión,
presidida por el Papa, a quien acompañaban cuatro cardenales, para el
traslado de sus reliquias a la iglesia aludida. Desde entonces el
monasterio se llama de Santa Rosa.
Nicolás V ordenó al consejo de la villa de Viterbo que en la
precesión de la Candelaria tres cirios de cera blanca recordaran a todos
la luz de su apostolado, su amor a Dios y a los hombres, y su blancura
virginal.
Calixto III la colocó en el catálogo de los santos. Desde
su muerte, el lugar que guarda su cuerpo incorrupto ha sido centro de
constantes peregrinaciones. En 1357 ocurrió en Viterbo un gran milagro.
Quedó reducida a cenizas la capilla que guardaba sus reliquias, y se
quemó la caja que las contenía; el cuerpo santo sólo cambió un poco de
color.
Aunque su muerte ocurrió el día 6 de marzo de 1252, su fiesta se
celebra el día 4 de septiembre, por ser el aniversario de la solemne
traslación.
De le representa recibiendo la sagrada comunión junto a un altar, y
viendo en sueños los instrumentos de la pasión de Nuestro Señor
Jesucristo.
¿La lección de Rosa? Yo diría que es una lección de
sobrenaturalismo. Nuestro siglo XX, escéptico ante lo extraordinario, y
excesivamente enamorado de lo humano, conviene recuerde que Dios tiene
marcada preferencia por servirse de instrumentos inadecuados para
obtener sus victorias. Sobre todo deberían recordar frecuentemente la vida y la obra de Rosa de Viterbo todos los que se dedican al apostolado.
Artículo originalmente publicado por evangeliodeldia.org
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