Vivimos
tiempos recios. El COVID19 ha puesto contra las cuerdas a una sociedad
aparentemente invulnerable… pero con pies de barro. Es lo poco positivo
que tienen las catástrofes, las epidemias: nos pone frente a nuestra
realidad.
Históricamente, ¿cuál ha sido el comportamiento de los católicos
frente a las enfermedades, frente a las epidemias? Pues ha habido de
todo, como en botica. Pero desde la más estricta conciliación ciencia-fe
ha habido hombres de fe de gran relevancia en la ciencia médica, comprometidos en la lucha contra la enfermedad, el dolor y las epidemias. Vamos a señalar algunos investigadores médicos católicos e hispanos que merecen ser conocidos.
1. La quina de José Celestino Mutis (1732-1808): sacerdote, médico y botánico José Celestino Mutis (Cádiz, 1732-Santa Fé de Bogotá, 1808) es un presbítero católico muy conocido por ser una eminencia en botánica,
pero su trabajo fue también crucial para el combate contra ciertas
enfermedades. No fue un tema baladí ni para él ni para su más importante
biógrafo, Caldas, que le denominó “Sacerdote de Dios y de la
Naturaleza”.
En los años 90 en España había mucha devoción a esta popular
"estampita" (el billete de 2.000 pesetas) del padre Celestino Mutis,
botánico y médico
Al recibir el orden sacerdotal a los 40 años dijo que lo hacía “para
mejor servir a Dios y a los hombres”. Caldas dijo en su necrológica que “contemplando la naturaleza, elevaba su espíritu a su Autor, le adoraba
y se desprendía enteramente de la tierra, para unirse más a él…”. En
carta de 17-12-1789 a su amigo D. Francisco Martínez de Sobral, médico
de Carlos IV, le decía: “me hallo cada día más contento y sino con el
mismo fervor, al menos con la satisfacción de cumplirse un nuevo aniversario de mi ordenación”.
Florentino Vezga, que cuenta su Expedición Botánica a Nueva Granada
(las actuales Colombia, Venezuela, Panamá y Ecuador), le describe unido
estrechamente a Dios Creador, dividiendo sus horas entre la oración y
los enfermos de cuerpo y alma. Parece que su sacerdocio lo ejerció con tanta pureza y exactitud como su actividad científica.
Fue el español que más relación tuvo con Carl von Linneo,
también profundo cristiano, inventor del modo científico de nombrar a
los seres vivos conocido como nomenclatura binomial (p.ej.- hombre =
Homo sapiens).
Además de su amor a la botánica, Mutis fue médico de profesión. Trabajó también en los campos de la matemática, astronomía, metalurgia y zoología.
Además de su amor a la botánica, Mutis fue médico de profesión. Trabajó también en los campos de la matemática, astronomía, metalurgia y zoología.
Médicamente hablando su mayor aportación fue el estudio médico de la exótica droga llamada «quina» o «cascarilla».
Este «oro verde», que se extraía de la corteza de una especie de árbol
originario de América del Sur en la selva lluviosa de la Amazonia, fue
introducido en Europa por los jesuitas españoles ya en el siglo XVII
como poderoso febrífugo, del que se dijo que «fue para la medicina lo que la pólvora para la guerra».
El empleo de la quina fue de utilidad para combatir el paludismo, fiebres tercianas y otras enfermedades similares. La Real Botica Española
fue por ello muy importante para el mundo entero. Mutis fue un hombre
ilustrado, que además reformó los estudios de medicina en Santa Fe de
Bogotá. Lo que ingresó por sus actividades de explotación minera lo
invirtió en su trabajo científico y en la construcción del Observatorio Astronómico de Santa Fe de Bogotá.
2. Un pionero de la inmunización en América: el hospitalario Pedro Manuel Chaparro (1746-1811)
Fray Pedro ya vacunaba 30 años antes de que Jenner inventara la vacuna. Fernando Rodríguez de la Torre nos presenta en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de Historia
a Pedro Manuel Chaparro (Santiago de Chile, 1746 – 1811), religioso de
la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, una orden que ha hecho mucho
por la humanización de la medicina. Chaparro fue médico e introductor de
la vacuna contra la viruela en Chile.
Hizo su profesión como religioso el 8 de noviembre de 1767 y, apenas
un mes después se matriculaba en la Escuela o Facultad de Medicina de
Santiago de Chile. Estudió tanto medicina como teología.
Incluso antes de matricularse en Medicina ya participó, con 19 años, en la campaña de vacunación contra la epidemia de viruela de 1765. Inició en Santiago de Chile las inoculaciones de pus de las pústulas de los variolosos “para prevenir la viruela, con tanto acierto que fue el iris que serenó aquella tempestad. Excedieron el número de cinco mil las personas inoculadas y ninguna pereció. La capital de Chile debió su salud a este digno hijo suyo” (O. Marcos, 1971).
Incluso antes de matricularse en Medicina ya participó, con 19 años, en la campaña de vacunación contra la epidemia de viruela de 1765. Inició en Santiago de Chile las inoculaciones de pus de las pústulas de los variolosos “para prevenir la viruela, con tanto acierto que fue el iris que serenó aquella tempestad. Excedieron el número de cinco mil las personas inoculadas y ninguna pereció. La capital de Chile debió su salud a este digno hijo suyo” (O. Marcos, 1971).
Una vez doctorado en Medicina fue nombrado médico titular del hospital de la Orden de San Juan de Dios en Santiago, importantísimo
en la capital chilena, donde presentó en 1778 un plan de estudios
innovador sobre anatomía patológica y opositó a la cátedra de Prima de
Medicina.
Una segunda epidemia de viruela, ocurrida en octubre de 1805, sirvió
para que fray Pedro Chaparro aplicara, por primera vez en Chile, el
método de vacunación del doctor Edward Jenner, el médico inglés (y
cristiano ferviente) al que se atribuye la invención de la vacuna,
aunque Chaparro se le había adelantado. Chaparro vacunó “con virus
llegado de los portugueses del Brasil, estimulando con entusiasmo este
sistema en las invasiones de viruela de los años siguientes” (O. Marcos,
1971).
Otro ejemplo claro de participación de católicos, en este caso en
campañas de vacunación internacionales, es el de la conocida como Expedición Filantrópica de Balmis, que tuvo bastante más de caritativa al estilo católico que de mera filantropía, pero merece por sí sola un artículo a parte.
3. Juan Carlos Finlay (1833-1915) y los mosquitos de la fiebre amarilla Juan Carlos Finlay Barres (Camagüey, 3-12-1833 – La Habana, 19-8-1915), cubano hijo de escocés, fue el médico epidemiólogo y microbiólogo que descubrió el modo de transmisión de la fiebre amarilla.
En 1855 se graduó por el Jefferson Medical College (Filadelfia,
Estados Unidos), donde fue discípulo del famoso médico estadounidense
Silas Weir Mitchell, convalidando en 1857 su título en la Universidad de
La Habana. También estudió en Francia y en Alemania. Desde 1868 llevó a
cabo importantes estudios sobre la propagación del cólera en La Habana.
Años después, estudió el muermo, enfermedad común en equinos que ocasionalmente puede afectar a humanos. También describió el primer caso de filaria en sangre observado en América (1882). Incursionó ocasionalmente en cuestiones científicas de un carácter más teórico y siguió practicando la oftalmología.
Años después, estudió el muermo, enfermedad común en equinos que ocasionalmente puede afectar a humanos. También describió el primer caso de filaria en sangre observado en América (1882). Incursionó ocasionalmente en cuestiones científicas de un carácter más teórico y siguió practicando la oftalmología.
Su gran hallazgo fue descubrir el modo de propagación de las
epidemias de fiebre amarilla. Cuentan que cierta noche Finlay volvió
cansado de atender a un enfermo de fiebre amarilla. Finlay, al irse a acostar, recordó no haber rezado su habitual Rosario y se puso a ello.
“Demasiado cansado para arrodillarse, se sentó en su sillón. Era una
noche calurosa: respiraba incómodamente: estaba deprimido y con ansiedad
por sus enfermos graves y moribundos; y para colmo de males, un mosquito, comenzó a rondarle. Este molesto insecto se mantuvo revoloteando tratando de hundir la proboscis en su frente”.
Se le ocurrió a Finlay si no sería un mosquito el transmisor de la enfermedad, algo a lo que ya le daba vueltas desde hacía tiempo. El 14 de agosto de 1881, Finlay presentó ante la Real Academia habanera su trabajo “El mosquito hipotéticamente considerado como agente de transmisión de la fiebre amarilla”.
En esta memoria indicaba correctamente que el agente transmisor era la
hembra de la especie de mosquito que hoy se conoce como Aëdes aegypti. Este trabajo se publicó en ese mismo año en los Anales de la Academia.
Finlay y su único colaborador, el médico español Claudio Delgado
Amestoy, realizaron, desde el propio año 1881, una serie de
inoculaciones experimentales para tratar de verificar la transmisión por
mosquitos. Finlay y Delgado realizaron ciento cuatro inoculaciones
experimentales entre 1881 y 1900, provocando al menos dieciséis casos de
fiebre amarilla benigna o moderada (entre ellos, uno muy “típico”) y
otros estados febriles, algunos no descartables como de fiebre amarilla,
pero de diagnóstico impreciso.
De sus muchos estudios dedujo Finlay que las picaduras (inoculaciones
naturales) por mosquitos portadores del germen podían provocar formas
benignas de fiebre amarilla, quizás no diagnosticadas como tales, en la
temprana infancia o incluso in útero entre los residentes en el país, y
que ello explicaba la mayor resistencia de los criollos a la enfermedad.
Esta tesis sólo vino a comprobarse en los años treinta del siglo XX, mediante estudios realizados en África occidental.
En 1893, 1894 y 1898, Finlay formuló y divulgó (incluso
internacionalmente) las principales medidas que se debían tomar para
evitar las epidemias de fiebre amarilla. Tenían que ver con la
destrucción de las larvas de los mosquitos transmisores en sus propios
criaderos, y fueron, en esencia, las mismas medidas que luego se
aplicaron con éxito en Cuba, Panamá y otros países donde la enfermedad
era considerada endémica.
Se desarrollaron también estudios por la administración
estadounidense dado el elevado número de soldados de dicho origen que
padecía la enfermedad en Cuba, por vivir en la isla tras la finalización
de la guerra contra España, en los que se sirvieron de mosquitos para
la vacunación de personas, pero no fueron concluyentes.
Finalmente la teoría del mosquito quedó demostrada convincentemente sólo con la eliminación de la fiebre amarilla en La Habana en 1901, después de ser destruidos los principales criaderos de A. aegypti.
El éxito de esta campaña, dirigida por el médico militar estadounidense
William Gorgas, pero basada en las recomendaciones de Finlay, sirvió
también como comprobación definitiva de la teoría del investigador
cubano. En 1902, al proclamarse la independencia de Cuba, Carlos J. Finlay fue nombrado jefe superior de Sanidad.
Entre 1905 y 1915, varios eminentes investigadores europeos propusieron oficialmente la candidatura de Finlay al Premio Nobel.
Tal fue el caso, entre otros, del investigador inglés Ronald Ross
(Premio Nobel en 1902), quien propuso a Finlay en 1905, y del francés
Alphonse Laveran (Premio Nobel en 1907), quien lo propuso en 1913, 1914 y
1915. Finlay nunca recibió ese galardón, pero sí varias condecoraciones
inglesas, francesas y cubanas.
4. El doctor Ferran (1851-1929): sus vacunas salvaron a multitudes
Otro caso de sumo interés es el caso del doctor Jaime Ferran
(Tarragona, 1851 - Barcelona 1929), probablemente el microbiólogo
español más importante del siglo XX. Se licenció en Medicina en la
Universidad de Barcelona en 1873. Se interesó por la microbiología a
raíz de las investigaciones de Louis Pasteur, otro científico católico.
Jaime Ferran (Jaume Ferran i Clúa, en catalán) desarrolló la primera vacuna contra el cólera, otra antitífica, otra antituberculosa y otra contra el tétanos. Obtuvo también éxitos importantes
en la investigación contra la erisipela del cerdo y del carbunco y en
la vacuna antipestosa. Mantuvo una estrecha amistad con el rey Alfonso
XIII, aunque al morir sus enormes contribuciones a la ciencia médica no
habían merecido el más mínimo reconocimiento de las autoridades
españolas. Sí recibió un premio de la Academia de Ciencias de París en 1907, pero en España no se le reconoció ni se le dedicaron monumentos, y luego calles y colegios, hasta después de 1950.
Sus extraordinarios avances fueron objeto de durísima polémica, capitaneada entre otras entidades por el Ateneo de Madrid, donde se reunía la intelectualidad "progresista" de la época, que le era muy hostil.
De su fe católica habla el libro Todo por el amor de Dios y el de todos mis hermanos”
escrito por María del Milagro Descarrega Vallobá (2ª Ed. 1996, Ed.
María del Milagro Descarrega Vallobá D.L.T. Nº 260-1992, 303 pp), que
recoge el testimonio de su prima Pilar, que durante años fue maestra del
hijo pequeño de Jaime Ferrán. Ferrán era primo hermano del padre de
María del Milagro Descarrega, por lo que ella siempre le consideró tío
–el tío Ferrán– cuya madre murió teniendo él tres años, y esa señora era
hermana de la abuela de la escritora del libro.
Escribe la autora en las páginas 249 y 250: "Me gustaría recordar nuevamente las palabras de mi tío el Dr. Jaime Ferrán, las sé por mi prima Pilar, quien estuvo como institutriz
de su hijo pequeño Santiago. Y como a mi padre le entusiasmaba todo lo
que estuviera relacionado con su primo; Pilar cuando venía y no hacía
otra cosa que hablar de él. Una de las cosas que más recuerdo y que
figuran en el prólogo de mis memorias, es que decía que «El que no cree
en Dios, es un ignorante o no tiene cabeza» y así lo comentaba: «Yo sé lo que cuesta crear algo, toda mi vida la he dedicado al estudio
y la investigación y sé las noches que he pasado en vela, pero me anima
el pensar que todo mi esfuerzo no se perderá, pues vendrá otro detrás
de mí y lo pondrá en práctica. ¿Pero quien puede poner en marcha lo que
Dios ha hecho? ¡Nadie es capaz de ello! Así que Dios tiene que existir a la fuerza. Esta gran máquina de la creación ¿quién la pone en marcha?
Yo con mi humilde razonar pienso: no hay nada que nade sólo, sin una
mano que le empuje; un reloj no va si alguien no le da cuerda, ni un
coche, ni una máquina de tren, etc…». Pienso entonces en mi tío Ferrán y
en esta gran máquina de la creación, con tantos planetas que giran
alrededor del Sol. La Tierra donde habitamos, con sus movimientos de
rotación y traslación, que son el día y la noche y las cuatro estaciones
del año. La luna que gira alrededor de la Tierra. ¿Todo esto, quién lo
pone en marcha? Hasta la cosa más insignificante, si faltara moriríamos.
El aire que respiramos nos da vida; como las plantas, el sol, la
lluvia. Todo lo necesitamos para poder vivir. Por esto las palabras de
mi tío, quien quiera meditarlas un poco, verá que tiene toda la razón".
5. Manuel Patarroyo y la lucha contra la malaria
Manuel Elkin Patarroyo, nacido en Colombia en 1946, es una de las
grandes figuras de la investigación en vacunas. Confiesa que su vocación
científica se vio determinada por la lectura de un cómic en el que se
contaba la vida del médico Louis Pasteur
(1822-1895) como benefactor de la humanidad. Pasteur enunció la teoría
microbiana de la infección y transmisión de enfermedades, quizá la
teoría científica que más vidas humanas ha salvado.
Patarroyo se crió como el mayor en una familia de 11 hermanos.
Doctor en medicina y cirugía desde 1971, cuenta con la nacionalidad
española, y fue elegido el 30 de octubre de 1991 académico
correspondiente extranjero de la Real de Ciencias Exactas, Físicas y
Naturales de España, institución en la que ingresó el 3 de diciembre de
ese año con el discurso «La vacuna de la malaria: Ciencia, Economía y Política», en el que explicaba las investigaciones que le condujeron a sintetizar químicamente la primera vacuna contra esta enfermedad.
La malaria en 2005 contaba con 500 millones de casos detectados en el
mundo, fundamentalmente niños menores de cinco años del África
Subsahariana. Causa 3 millones de muertes al año.
En 1986 Patarroyo consiguió sintetizar su vacuna SPF66 (del inglés
“Sinthetyc Plasmodium Falciparum”) contra el agente causal de la misma,
el protozoo Plasmodium falciparum, y en 1993 cedió los derechos de
explotación de ella a la OMS, porque quería que el beneficio de la
explotación de la misma no fuese monopolizado por una empresa, y llegase
al mayor número de personas posible, con la condición de que su
producción y comercialización fueran hechas en Colombia. Esto le hizo
perder la oportunidad de ganar mucho dinero que se habría embolsado de
ceder los derechos a una multinacional farmacéutica.
Un año después fue galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de
Investigación Científica y Técnica, año en el que también recibió el
Premio Robert-Koch. En 1990 le concedió la Academia Nobel de Suecia el Premio a la Excelencia en la investigación latinoamericana. En 2001 llegó a un acuerdo para realizar parte de sus investigaciones en la Universidad Pública de Navarra. En 2008 diseñó un nuevo diagnóstico temprano de cáncer de útero con sólo una gota sangre.
Han sido varias las ocasiones en las que ha manifestado su condición de católico. En una entrevista, a la pregunta "¿cree en Dios?", respondió: "Sí, mucho. Soy muy creyente y bastante católico. Hay algo de lo que me enorgullezco de verdad. Todos los días, desnudo, debajo de la ducha, de rodillas, le ruego a Dios que me muestre el camino
para ser su instrumento. Y no le pido más. Estando en un nivel tan
profundo de conocimiento, como por ejemplo, cuando analizamos el núcleo
de los átomos, y sabiendo o no el grado tan grande de incertidumbre que
hay ahí, todo tan ordenadito, vuelve uno al primer principio filosófico
de la teología, que es el orden universal: al gran Creador". En otra
entrevista precisó: "soy creyente, practicante, pero no fanático".
Son hombres de ciencia y fe, luchando contra las enfermedades infecciosas, desarrollando vacunas...
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