Santos José de Arimatea y Nicodemo
Cristianos "sin animarse del todo"
Los santos José de Arimatea y Nicodemo recogieron el cuerpo de Jesús bajo la cruz, lo envolvieron en una sábana y lo depositaron en el sepulcro. José, noble decurión y discípulo del Señor, esperaba el reino de Dios, y Nicodemo, fariseo y principal entre los judíos, que había ido de noche a ver a Jesús para interrogarle acerca de su misión, defendió luego su causa ante los sumos sacerdotes y los fariseos que buscaban la detención del Señor.

En realidad la figura de José de Arimatea sólo nos es conocida por una única referencia que está, sin embargo, presente en los cuatro evangelios, respectivamente en Mateo 27,47, Marcos 15,43, Lucas 23,50-51, y Juan 19,38. A pesar de tan escasas menciones los cuatro testigos no parecen ponerse demasiado de acuerdo en cómo describir al personaje.

Veamos:
-En Marcos se dice: «vino José de Arimatea, miembro respetable del Consejo, que esperaba también el Reino de Dios, y tuvo la valentía de entrar donde Pilato y pedirle el cuerpo de Jesús.»

-En Mateo se dice: «Al atardecer, vino un hombre rico de Arimatea, llamado José, que se había hecho también discípulo de Jesús.»

-En Lucas, por su parte: «Había un hombre llamado José, miembro del Consejo, hombre bueno y justo, que no había asentido al consejo y proceder de los demás. Era de Arimatea, ciudad de Judea, y esperaba el Reino de Dios.»

-Y finalmente en Juan: «Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, aunque en secreto por miedo a los judíos, pidió a Pilato autorización para retirar el cuerpo de Jesús.»

Evidentemente resultó incómodo para esta generación cristiana que elaboraba los recuerdos de la época de Jesús constatar que podía haber sido discípulo de Jesús, o al menos haber sido afín a su predicación, alguien que de una manera u otra hubiera estado en el Consejo que emitió la condena.

Marcos, de redacción más antigua que los otros tres, trae lo que podríamos llamar la expresión básica, sin pretender responder a la contradicción que señalábamos.

Mateo y Lucas, cada uno a su manera, añadirán a la descripción algo que permita salvar el problema, así, mientras Mateo se libera del asunto omitiendo la pertenencia de José al Consejo, Lucas aclara que aunque pertenecía no asintió.

Juan por su parte no dudará en incluir a José entre el grupo que los especialistas en su Evangelio llaman los «criptocristianos», es decir cristianos que no daban el paso valiente que suponía la ruptura con el judaísmo; aunque en beneficio de José debe tenerse presente que esta situación es propia de la época de Juan y no de la época de José de Arimatea.

Una fuente apócrifa, Evangelio de Pedro 6,21-24, narra más detalladamente las acciones de José con el cuerpo de Jesús, que corresponden al ritual de enterramiento de un muerto: «Entonces, los judíos sacaron los clavos de las manos del Señor y lo depositaron en el suelo. En ese momento, tembló toda la tierra y cundió el pánico entre la gente. Pero
se comprobó que era la hora nona.

Los judíos se alegraron y entregaron el cuerpo de Jesús a José para que lo enterrase, pues había sido testigo de todo lo bueno que él [Jesús] había realizado. José tomó al Señor, lo lavó, lo envolvió en unos lienzos, y lo colocó en su propio sepulcro, en el lugar llamado Jardín de José».

No nos agrega demasiado a lo dicho en los Evangelios, sino sólo el rito de lavado, que, naturalmente, no habrá faltado en el sepultamiento de Jesús.

El pueblo de Arimatea es de localización incierta, aunque en la actualidad tiende a identificarse con Rentis, a unos 30 Km al NE de Jerusalén. Que fuera miembro del Consejo -lo que se supone que indica el Sanedrín, aunque con ese nombre sólo se lo menciona aquí-, no indica que fuera sacerdote ni anciano. No hay más datos históricos sobre este personaje, aunque leyendas posteriores lo hacen transmisor del Santo Grial con la sangre de Jesús, ideal de la búsqueda caballeresca en el medioevo.

Junto a él, en la misma escena del sepultamiento, el evangelio de Juan nos muestra a otro personaje, que sólo conocemos por esa tradición, aunque no aparece una única vez; se trata de Nicodemo, un personaje que nos es familiar por el bellísimo relato de Juan 3, la visita nocturna que le hace a Jesús, en la que en un diálogo catequístico puesto en boca de Jesús, se le introduce -a Nicodemo y al lector- en los puntos centrales de la teología del Cuarto Evangelio.

El diálogo ocurre en la noche, porque precisamente se tratará de los conocimientos que permitiran al discípulo pasar de las tinieblas de la ignorancia-noche, a la luz del día-sabiduría.

No llegamos a saber, propiamente, nada sobre Nicodemo, tan sólo que es un «magistrado judío», sin que se nos especifique más, y que debía ser de muy buena posición económica, para costear, más tarde, los ricos perfumes de la unción de Jesús.

El nombre Nicodemos, aunque es griego, no era desconocido ni inusual entre los judíos de época de Jesús, y se conoce, por ejemplo, un fariseo, Naqdimon ben Gurion, anterior a los 70. Por supuesto, eso no significa que ese fariseo sea nuestro Nicodemo, sino sólo que el nombre no es completamente atípico.

La existencia histórica de Nicodemo parece fuera de toda duda, pero esa existencia histórica no debe distraer del punto central, que es que Juan no lo menciona por su historicidad, sino por un papel altamente simbólico que cumple en su narración: representando a todos aquellos que, aunque formados y conscientes de la verdad de Jesús, temen dar el salto hacia la fe, porque no terminan de deponer su propia sabiduría -humana- y abrirse a la acción del Espíritu que, puesto que es viento (espíritu y viento son la misma palabra en griego), «sopla donde quiere» (Jn 3,8).

El arte los suele representar juntos, ya sea en la escena del descendimiento, en la unción o en el momento de la sepultura.

Los creyentes también los recordamos unidos, pero no sólo por la acción del sepultamiento, sino también por ese carácter de «cristianos sin animarse del todo», que, como la inscripción del Martirologio piadosamente nos recuerda, también pueden llegar, por el soplo del Espíritu, a las alturas de los coros celestiales. Gran consuelo para muchos de nosotros.
Artículo originalmente publicado por evangeliodeldia.org
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